Dicen que ser esposa de un hombre infiel es una de las profesiones más difíciles de ejercer. Yo fui esposa de un cuernero.
Y ansiaba, en medio de mi amarga existencia, verlo desaparecer de la faz de la tierra. Pero, el día que me llamaron para darme la noticia de que lo habían asesinado, un profundo sentimiento de culpa se apoderó de mí. Y tenía razones para sentirme así porque en determinado momento había decidido asesinarlo. Luego, el sentimiento de culpa devino en terror y me vi al borde de la demencia. Es una historia extraña, y ahora me apresto contar todos los detalles del caso.
Mi drama empezó cuando tuve pruebas irrefutables de que mi esposo tenía en su alforja unas dos o tres amantes. De esas amantes, según pude enterarme, había una que estaba enredada sentimentalmente con un hombre ligado al bajo mundo y quien podría resultar potencialmente peligroso.
Desde entonces y durante largas y extenuantes jornadas me dediqué a investigar las formas más efectivas de liquidar a alguien sin dejar rastros. Pensaba en venenos colocados en jugos, en pequeñas dosis de arsénico añadidas a sus tragos favoritos. Pensaba en colocarle una cápsula de cianuro en la boca mientras roncaba. Quería contratar un mecánico para que le averiara alguna pieza cuyo fallo le provocara un accidente mortal. Incluso, en aquellas noches en que la amargura envenenaba mi sangre, pensé en recurrir al método Lorena Bobbit. Yo, que siempre me preciaba de ser una mujer flemática, me convertí de repente en una histérica. Literalmente, me estaba volviendo loca. Eso sí, evitaba las escenas de celos delante de nuestras hijas. No quería que fueran víctimas de los pecados de su padre.
Después de descartarme como autora material en el asesinato, opté por contratar un sicario para que le pegara cuarenta balazos. Otro muerto más fruto de la delincuencia que azota al país, dirían los medios. Los medios de comunicación traían a diario noticias de que tal o cual asesinato había sido cometido por sicarios. Se alegaba que conseguir un taxi y un sicario entrañaba idénticos niveles de dificultad. Pero cuando uno no pertenece al bajo mundo, y vive en esa burbuja en que nos refugiamos quienes pertenecemos a la clase media de nuestro país, conseguir un asesino a sueldo no es una tarea sencilla. No obstante, estaba decidida a contratarlo, a encontrar uno que hiciera desaparecer de la faz de la tierra al bandido de mi esposo. Tan cegada estaba que nunca pensaba a quién iba a eliminar: al padre de mis dos hijas, que lo adoraban. Y lo adoraban porque aquel sujeto, hay que reconocerlo, era un muelú de primera categoría: ustedes tres son mis tesoros, sin ustedes tres mi vida no tendría sentido, doy gracias a la vida que me ha premiado con tres seres tan maravillosos. Y bla, bla, bla. Y cornadas por los cuatro costados para la más vieja de sus tesoros.
Pero al paso de los días sentía que había sido una estupidez haber abortado el proyecto de asesinar a mi esposo.
El primer contacto con un sujeto que estaba dispuesto a hacer el trabajo lo tuve un domingo que sucedió a un sábado asqueroso. Mi esposo llegó esa madrugada apestando a alcohol, sexo y fragancias ajenas. Parecía haber permanecido varias horas sumergidos entre unas piernas.
Como siempre, tuvo una excusa para su llegada en la madrugada: tú sabes cómo son mis amigos, que no tienen fin, y a mí, he de admitirlo, se me va la noción del tiempo cuando me tomo unos tragos. Pero te juro que esto no volverá a suceder. Siempre juraba. Hasta la próxima.
De los tantos antros llamados barrios de la cuidad del gran Santo Domingo, me decidí por Guachupita. Siempre me pareció atractivo, casi poético, este nombre, que me sonaba muy apropiado para una cuna de matones. He dicho que era domingo. Las esquinas del barrio estaban abarrotadas de gente bebiendo cervezas y bailando bachatas en los colmadones. Di varias vueltas a una manzana hasta que unos muchachos, con aspecto de raperos en olla, me mandaron a parar. Bajé el cristal con más miedo que determinación.
-¿Qué desea la doñita? Tenemos de todo.
Pensaron que andaba en busca de cocaína o crack, que era una señora de esas de clase media que cuando están aburridas deciden darse un relax con una de aquellas porquerías.
-No, busco otra cosa-le dije al que conversaba conmigo.
-Suelte, doñita, suelte, que si no tenemos lo que busca, sabemos dónde encontrarlo.
-Quiero un sicario.
-Párese a la derecha y venga conmigo-me dijo el sujeto, cuyos pantalones estaban a punto de perdérseles.
Entramos por un estrecho callejón por el que circulaba una tenue corriente de aguas negras. El hedor hirió mi nariz. De repente me sentí poderosa. Estaba en medio de la cuna del mal y no temía a nadie. Tan fuerte era mi sed de venganza.
Llegamos a una casita enrejada, pintada de azul, y mi acompañante tiró tres piedrecitas encima del techo de zinc. Instante después, por una puerta protegida por unos fuertes barrotes, asomó la cabeza un individuo con la cara hinchada. A todas luces había pasado la noche en juerga y descansaba, aún en medio del estruendo de los ruidos producidos por tantos aparatos de música a todo volumen.
-Loco, la doña quiere un servicio-le dijo el muchacho que me acompañaba.
El individuo me examinó, y, como si fuera brujo, me dijo:
-Cuernos, ¿verdad?
-Así es-le respondí.
-Yo resuelvo eso, no se preocupe. Espéreme un minuto, que ahora salgo.
Instantes después estábamos enfrascados en un regateo como si se hubiese tratado de una de esas mercancías que venden en los semáforos.
El sujeto me dijo que me cobraba cien mil pesos por asesinar a mi esposo. Le pedí rebaja y después de mucho discutir terminamos poniéndonos de acuerdo. Quince mil pesos para librarme de aquella pesadilla. Era bastante dinero, mi esposo no valía tanto.
Terminada las discusiones, le di las siguientes instrucciones: róbale todo, no le dejes nada encima, para que parezca un atraco. Además, le dije los lugares que frecuentaba, las horas y las señas de su automóvil. Pero cuando me dirigía al cajero automático para volver a entregarle el dinero, empezaron las dudas. Pensé en mis hijas, en la posibilidad de que atraparan al sicario y vomitara toda la verdad. Pero ya había cometido el error de darle mi número de celular y en pocos minutos ya el sujeto me estaba llamando. Espérame en ese mismo lugar, un en rato estoy por allí, le dije. A pesar de las dudas, fui al cajero, saqué el dinero y decidí ir a reunirme con el sicario.
Mientras me dirigía al encuentro con aquel individuo sentí que una severa taquicardia me estaba afectando; las manos empezaron a mojar el guía del carro, y una esquina antes de llegar, di la vuelta y decidí regresar a casa.
Al llegar, todos notaron que algo me trastornaba. Y mientras me dirigía al cuarto de baño de mi habitación, volvió a entrar otra llamada del sicario. Doña, qué pasó, ¿se rajó? Me dejó guindao en esta cuadra. Corté la llamada. No supe qué decir.
Eran las siete de la noche y estábamos sentados a la mesa, cenando en familia, la familia feliz. Pero dentro de esa familia feliz había alguien profundamente infeliz: ante mis ojos tenía al padre más cariñoso del universo, que hacía chistes y graciosuras a sus dos hijas y le pegaba varios cuernos por semana a su esposa. De nuevo me entró otra llamada del sicario. Permanecía muda mientras él argumentaba. Está bien, nos vemos mañana sin falta. El cambio en la expresión de mi cara parece que fue muy evidente. ¿Malas noticias, mi amor? Me dijo mi esposo. No, nada que ver. Es Clara que tiene mercancía nueva y quiere que pase mañana por su tienda. Mi esposo sabía que le estaba mintiendo, pero no le importaba. Así son los hombres cuando están emperrados.
No pude conciliar el sueño durante toda la noche. Y en la mañana decidí hablar con Genaro. Sin preámbulos, le dije que quería divorciarme, que se fuera de la casa. Palideció. ¿Qué estás diciendo, mi amor? ¿Te has vuelto loca? No aguanto uno más de tus cuernos, dije. Tomé mi cartera y salí hacia la oficina de abogados en donde laboraba.
Empecé a llorar en el trayecto. Lo del divorcio era un recurso desesperado. Seguía amando a ese imbécil a pesar de todo, y solo quería que cesaran sus infidelidades. Al mediodía recibí otra llamada del sicario. Acordamos vernos esa misma tarde.
Nos encontramos en el parque Colón de la zona colonial y le entregué los quince mil pesos. Pero no para que matara a mi esposo, sino para que nos dejara en paz.
Pero al paso de los días sentía que había sido una estupidez haber abortado el proyecto de asesinar a mi esposo. Genaro, una vez más, incumplió su promesa de dejar sus andanzas. Seguía llegando tarde, oliendo a fragancias extrañas e incluso con su ropa manchada de pintalabios. Entonces decidí seguir sus pasos.
Por la tarde fui al salón, me di un corte de pelo y me retoqué el tintado. Por la noche busqué una de esas minifaldas que usaba en los tiempos en que quería provocar a Genaro, y tomé la calle. Iba a actuar como la sentencia bíblica: cuerpo por cuerpo, cuerno por cuerno.
El bar al que fui estaba muy concurrido. Eran las once de la noche. Aquel lugar era perfecto para un levante: el público era mayoritariamente masculino, y varios hombres me invitaron a un trago. A todos dije que no. Incluso, entre ellos había un par de tipo de lo más interesante. Cuando los tragos empezaron a eclipsar mi cerebro, hice el intento de empezar un coqueteo con uno de los hombres que insistían en flirtear conmigo. Pero no, había perdido el instinto de la mujer seductora, el instinto de la loba cazadora. La falta de práctica, en cualquier actividad humana, te vuelve torpe.
A la una de la mañana me entró una llamada. Supuse que sería Genaro, preocupado por mi tardanza. Cuando contesté el celular solo escuché los gritos de desesperación de mi hija mayor. Salí a toda prisa del lugar. En el camino mi cabeza no aguantaba tanta presión. Llegué a casa. Tomé el ascensor. La puerta del apartamento estaba abierta. Mis hijas estaban abrazadas llorando sin consuelo. Habían asesinado a Genaro.
Luego de atenuarse el gran impacto del acontecimiento, empecé a indagar las circunstancias de su muerte. En medio del pesar encontré un poco de alivio: El médico forense que sacó su cadáver del automóvil encontró una escueta nota metida en su boca.