Haffe Serulle.

Al leer de nuevo Los manuscritos de Alginatho (2006), de Haffe Serulle entramos en un camino que se va convirtiendo gradualmente en varios túneles imaginarios, por donde lo fantástico, lo espectral y lo laberíntico van cobrando forma a través de la letra grabada, pronunciada y proyectada como conjunto en la lengua y la literatura. Los Manuscritos de Alginatho no es un texto novelesco que “aparece por aparecer”, o por un simple juego de escritor. La novela empujaba desde hace tiempo a su autor. Estaba en todos los puntos del cuerpo y la imaginación de su autor.

Cuando el “manuscrito” de estos manuscritos enviados “en una maleta posiblemente confeccionada en Alemania y trasladada a la isla  de  Santo Domingo en un barco  mercante…” iba cobrando su verdadera expresión, tanto el personaje como el novelista, se dieron cuenta de que estas visiones  y confesiones se iban a convertir en la passio amoris y en una imago hominis contradictoria y definida en sus bordes y ejes escriturales, para participar de un juicio, una acusación y una información o sobredeterminación narrativa decididamente crítica sobre la moral de nuestro tiempo. La travesía del personaje asimila el género confesional a partir del concepto de autoridad testimonial, pero también de autoridad eclesial en el contexto de regulaciones que pueden tomarse como heterodoxas, allí donde el precepto o la norma quieren imponerse mediante el interrogatorio y la condena.

Pero estas líneas que se constituyen desde la temática y los elementos decididamente problemáticos de un sujeto marcado por una experiencia “oculta” justifican aquella edad del sentimiento y la razón que ha hecho posible la escritura como necesidad y pujanza de los sentidos.

Y en efecto, Haffe Serulle construyó un escenario narrativo con locaciones fijadas para revelarnos la verdad de su personaje, el casi-párroco Alginatho situado y determinado por una historicidad donde lo íntimo y lo público, lo adverso y la esperanza se pelean  en un mismo plano de autoridad, mandamiento y moral social. Se trata, en su caso, de no morir sin una verdadera confesión, sin poner en claro lo que ha sido su vida a todo lo largo de su misión y su carrera eclesial.

Tanto el escritor y el personaje no quieren mentirle al mundo ni a ellos mismos, y a la vez, de revivir y poner a hablar a sus demonios internos.

Ciertamente, lo que el personaje nos dice a través de estos papeles denominados “manuscritos” son llagas, visiones, experiencias, dolencias y desgarramientos, donde la existencia se asume como escenario iniciático y anticeremonial. La crisis de una fluencia interior es el mecanismo y a la vez la manifestación de una voz confesional que habla, se dice ella misma articulándose como fuente y a la vez función de vida y muerte.

La soledad del personaje principal, el casi párroco Alginatho, hace que su mirada e influencia con “el ojo místico” produzca una inscripción, una escritura signada por una experiencia solamente traumática asimilada y a la vez fijada por ese mal del siglo, que es a la vez “mal de siglo” entendido como vertiente trágica del sujeto histórico y epocal. Sentir desde el secreto de la carne de fieles, amores prohibidos, secretos monacales, interdicciones religiosas, desafueros de los sentidos, flechas espirituales, carencias eróticas, fuegos de la mirada y marcas concupiscentes implican una memoria de aversiones, prohibiciones, retos, esperanzas y resistencias que harán posible, a pesar de la soledad del personaje y del autor del texto fragmentario, confesional, heterodoxo, vivencial y espectral del sacerdote Alginatho.

El mismo nombre del párroco Alginatho, parece ser un enigma. Una clave, un anagrama o poligrama, un signo oculto que a la vez oculta un secreto, una denominación apocalíptica fundada en un incomprensible esotérico o teratológico, signo de final o destrucción. El origen del  nombre es también origen del factum o topos, huella que advierte un gesto, una clave por donde lo real se extiende a lo invisible y viceversa.

Pero convendría analizar en el marco de esta invención textual polifónica, las fases del manuscrito y su destino trazado por el narrador-autor y el narrador-personaje , por los mismos actantes del relato y la red que complementan las acciones del personaje, dentro y fuera del mundo creado como estrategia de vida, las indicaciones, la necesidad de una edición de estos papeles, el agradecimiento, lo anónimo del envió, la circunstancia de la organización y la publicación del manuscrito sus dogmas (ecdosis textual, relleno, adecuación, conformación lógica de lo traducido), en fin, los procedimientos para que por fin, el sector religioso oficial pueda leer esta confesión como texto y contexto de una vida. Todo esto justifica la interpretación y las visiones del personaje en situación y movimientos. Todos los circunstantes y movimiento del imaginario narrativo constituyen, como espacio de lectura, una visión que traduce la mirada interna y la experiencia traumática del personaje principal. Sin embargo asoman en los manuscritos aquellos rostros, aquellas sombras que se sostienen como función complementaria en la trama novelesca y como parte de una épica interior que produce las visiones desesperadas donde encontramos al sujeto dividido desmembrado, desarticulado como sufriente y paciente de la historia se trata de la violencia que transmite el mismo imaginario religioso en cuestión.

Los vínculos, renuncias, rupturas y amenazas creadas por estos fragmentos escritos, denuncian los rasgos y signos de una tradición pública, moral, social y religiosa. Cuando los hechos y el narrador se pronuncian en escenarios conflictivos que muestran las contradicciones de la anterioridad y la heredad ética, se debe al hecho de que existe un plano de reglamentación y violación que se transforma en los gestos de la caída, redención y la vuelta a los orígenes.

El elemento inquisitorial se reconoce en la afirmación misma del secreto, lo reprimido, la deflación de la moral religión, la condena, la negación al derecho de opinar esto es, la prohibición de la doxa contraria a lo establecido por aquellos poderes que han determinado al comisionado a sufrir desde y en su propio criterio. El comisionado es ya un ente en reclusión, ha sido tachado por el obispo y este a su vez por las fuerzas ocultas de la razón eclesial. El muchacho en un acto imaginal inventado por el novelista debe privar al comisionado de la visión, debe coserle los ojos.

“Tus ojos no volverán a ver las sombras tenebrosas del dolor, ni verán la amargura de los días, ni el celaje del miedo que ensombrece los llanos y las ciudades. Tus ojos serán reliquias consagradas a Dios hasta el primer día del gran juicio”, corría la voz del muchacho por los resquicios. Una sutil transparencia se apoderó de él y desapareció del salón sin que el torturado lo notara. Este alzó la cabeza con mucha dificultad y buscó al desaparecido por todas partes. Inquieto y asustado, dejó caer de golpe el cráneo en el mármol y dijo para sí: “ Fractura por fractura, ojo por ojo, diente por diente, herida por herida, odio por odio, rabia por rabia: quien matare a un hombre, será muerto". Intento buscar al muchacho con la mirada. Pero estaba demasiado aturdido y no pudo abrir los ojos. De todos modos de haber buscado no hubiera visto a nadie en aquel entorno de silencio tan parecido a la muerte. Y él, el hombre ha de imaginarse al lector que era el mismo comisionado-sacó fuerzas de abajo y entre regocijos y llanto, pegó un grito ensordecedor. “Mientras pueda subir a un púlpito, y mientras quede un hilo de aliento en mi alma lucharé a favor de los débiles – juró, pausó brevemente y añadió: Trataré con benevolencia al desvalido y al menesteroso, y sacaré al pobre de las garras del impío". (p.621)

El mismo esfuerzo que empuja la comprensión de estos hechos narrados, comunica también los puntos de dicha resistencia y la presentificación de una visión de lo falso, lo verdadero, lo oculto y lo desocultado. El muchacho forma parte de una nómina de inquisidores que han sido elegidos para contraafirmar y contravenir lo que salga de la boca del comisionado. En este sentido el muchacho, el guardián y sujeto vigilante nombrado por la red que quiere mantener un secreto que debe ser guardado para preservar una moral de la autoridad eclesiástica entra en un escenario de violencia eclesial y dogmática.

Pero la hija del vidente, la sureña, el viejo peletero, el gazo, el obispo, el cardenal, los asesinos de la madre de Alginatho, el padre invisible y muerto, la madrastra, el sacerdote asesinado y la mujer que supuestamente parió en los sótanos de la catedral y que era una monja conforman un mundo alucinante y fantástico donde la sinrazón pelea con la razón en una línea de división asimilada, a los ejes del relato novelesco.

Es importante destacar el valor de las pautas narrativas y las acciones entendidas como elementos nucleares de la novela. El elemento erótico, pasional y sobre todo imaginal que complementa la misión sacerdotal de Alginatho se manifiesta a partir de aquellos ritmemas o partes significativas de la narración que se utilizan articulando el sentido de la misma.

La función de la voz y el empleo de ejes de coherencia ficcional muestran en esta visión del personaje los contenidos extensivos de una problemática espiritual que tiene sus raíces en el mito del Eros platónico y cristiano, advertido en el siguiente pasaje, donde Alginatho se pronuncia en el fuego desencadenado de todo sus sentidos:

“Todo el mundo rezaba en la Iglesia por el alma del peletero, todo el mundo menos la muchacha sureña del campanario. Lo de sureña estaba solamente en mi pensamiento y allí se quedaría toda la vida. Volví a ver a la encantadora mujer mientras se sentaba en un butacón blanco situado a la diestra del altar y créame el lector si le digo que a quien vi fue a una diosa. Me mostró los ángulos angelicales de sus pómulos y su cuello, se soltó libremente el pelo, que era una verdadera selva en movimiento, y tan largo y negro como el de una andaluza, que recuerdo haber visto en cuatro ocasiones en los pasillos del seminario, conversando muy entretenida y alegre con el señor obispo. Fue el pelo de la sureña, entre otras cosas, lo que provocó la exultación de mis deseos y los agitó hasta conducirme a ellos. Obré con discreción y le propuse una cita urgente en la sacristía la seductora hembra accedió con una picardía tan aguda e inteligente que debería estar registrada con letras de oro en los anales clandestinos de erotismo judeocristiano. Los ojos le giraron en la densidad del incienso que recién había regado una anciana en los rincones de la Iglesia para purificar las almas en pecado, y todo en ella se transformó en mar de olas ardorosas y en besos de sol. La muchacha que tenía una gracia especial en el movimiento de sus caderas se alejó del altar y cruzó delante de mí con sus encantos al aire. Pensé en esa mujer más que en Dios y en el muerto, lo confieso. Abrió la puerta de la sacristía. Se detuvo un segundo y me miró otra vez. La punta de su milagrosa y excitante lengua, que presumí la más tierna y deliciosa del mundo, se disparó hacia mí”.  (p.113)

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Primer plano antiguo manuscrito sagrado.