En estos frescos días de transición, entre un año que muere y otro que nace, he estado leyendo algunos poemas de Juan Carlos Mieses. Se trata de un poeta dominicano, oriundo de la región oriental (El Seibo) y educado académicamente en Francia. Mi incursión en la poética de este autor está basada en el libro Oda al Nuevo Mundo. Antología poética, una brevísima recopilación de poemas publicados en libros anteriores. Algunos son fragmentos de textos mayores.
Para los fines de este artículo, mi primer acercamiento a la poética de Juan Carlos Mieses quiso estar centrado en dos poemas inspirados en un personaje de la historia universal, Atila, jefe de los hunos, cuyas referencias nos llegan entrecruzadas por la leyenda y la historia, y en un poema dedicado a la mítica ciudad de Kadath, aquella que nos legó el escritor estadounidense Howard Phillips Lovecraft (1890 – 1937) en su largo relato “La búsqueda de Kadath”. Pero al empezar a escribir modifiqué el propósito inicial para hacer un recorrido, a vuelo de pájaro, por todo el libro, dejando para un artículo posterior el abordaje de los citados poemas.
Hurgando en la biografía del poeta, que también es narrador, dramaturgo y ensayista, no se comprende cómo un autor de su talla, que ha logrado ganar importantes premios literarios, se mantenga casi en el anonimato. Y cito los galardones obtenidos: Premio Siboney, 1983 y 1985, por sus obras poéticas Orbi et Orbi y Flagellum Dei, respectivamente; Premio Pedro Henríquez Ureña de Poesía, 1991, por su libro Gaia; Premio Internacional de Poesía Caribeña Nicolás Guillén, 2000, por Desde las islas. Tres premios nacionales y uno internacional es una buena marca, razón más que suficiente para que nuestro autor figurara brillantemente en las antologías del género y en compilaciones de la poesía dominicana contemporánea, y fuera incluido profusamente en los programas curriculares de Lengua y Literatura y en los libros de texto editados para la formación de nuestros estudiantes de los niveles preuniversitarios. Asimismo, para que su nombre refulgiera en los variados eventos que se ponen en ejecución en cada una de nuestras ferias del libro. Y, ni decir, para que se realizaran ediciones económicas de sus libros, patrocinados por la Editora Nacional. ¿Es mucho pedir? En otras geografías y otras culturas, sin dudas, no; pero en la República de la Desidia (nuestra querida RD) todo lo concerniente al arte y la cultura, y a sus cultores, se vuelve complicado. Más fácil les resulta (o más complace) a nuestras autoridades apoyar el ruido y la fanfarria de la farándula que las obras trascendentes de nuestros grandes creadores.
¿Cómo asumir que en un país donde el proceso independentista integró manifestaciones culturales tan significativas como el teatro, del que se valieron los trinitarios para difundir su ideario separatista, una vez logrado el propósito político fundacional, y aun hoy, a casi doscientos años de vida republicana, andemos tan descaminados en asuntos educativos y culturales? ¿Cómo pretendemos, en medio de circunstancias tan desfavorables, internacionalizar nuestra literatura?
No poseo más que un conocimiento limitado y superficial de la obra del escritor seibano, y al hacer este artículo casi me estoy apresurando; por eso no emitiré un juicio categórico sobre su obra (aparte de que no soy más que un lector entusiasta y dicharachero, que danza alegremente ante los libros). De todos modos, quiero dejar aquí un comentario sucinto de algunos de los poemas que integran la citada antología de Mieses.
He aquí una brevísima pincelada de algunos de los poemas del libro:
“Oda al bosque” inicia con una pregunta de índole existencial: ¿Dónde nace la vida? Y todo el poema está enmarcado en interrogaciones. En él se subraya la dependencia humana de la naturaleza: “¿quién ignora que muere en cierta forma / –inmensamente verde– / cuando fallece el bosque? / Quién no sabe que sangra / cuando el árbol perece bajo el hacha / o el fuego?”. Por el título nos enteramos de que está dedicado al bosque, pero por el contenido sabemos que lo que pretende nuestro bardo es apelar a la conciencia del lector. Es un llamado de atención para que empecemos a responsabilizarnos de nuestro hábitat, la casa común que nos alberga y nos provee de cuanto necesitamos para la sobrevivencia.
“Absolución de lo eterno” es un fragmento de un poema mayor, que en nuestro caso particular no conocemos en su totalidad. En su discurso, el poeta –o el yo en que se constituye el sujeto lírico– ha elegido la segunda persona gramatical, dando forma al recurso del desdoblamiento. El poema es complejo y, dado que se trata de un segmento, es riesgoso aventurar una interpretación definitiva; sin embargo, sugiere la idea del inicio de toda vida humana desde el arribo al mundo, en un estado de absoluta inconsciencia, desprovista del lenguaje, hasta el despertar de la conciencia y la asunción de los primeros atisbos del código lingüístico. El lenguaje aparece como organizador del caos de la conciencia, que nos permite introducirnos en la diversidad del mundo, ordenarlo, clasificarlo, diferenciar sus partes, desde el más diminuto objeto hasta la más alta dimensión humana… La voz poética desenvuelve su decir contraponiendo lo efímero y fugaz de la existencia material individualizada a la perennidad del cosmos y, de alguna manera sugiere la permanencia del ser más allá de la efímera vida terrenal.
Hay referencias urbanas en el poemario, relacionadas con la capital dominicana: “Santo Domingo”, dedicada a la ciudad homónima; “Las Damas”, inspirada en esa importante vía de la ciudad colonial. Abundan los temas históricos, especialmente referidos a personajes; algunos dominicanos (“Juan Pablo Duarte”, “Pedro Santana”); otros a extranjeros como Atila, caudillo de los hunos: “Attila rex”, que es un fragmento de un poema mayor, y “Epitafio al rey”. Con respecto a los dos primeros poemas, llama la atención el abordaje de esta dualidad antitética formada por dos personajes que, aunque en un brevísimo paréntesis de la vida coincidieron, representan formas opuestas de concebir la política y la organización y administración del Estado. Santana fue uno de los caudillos más exitosos del ejército independentista; pero torció el rumbo de su patriotismo al anexionar la República a España, 17 años después de concretarse su separación de Haití. Aparte de que gobernó la recién nacida República con mano dictatorial, convirtiéndose en un flagelo para los patriotas liberales. Duarte, por el contrario, nunca flaqueó en su práctica libertaria; padeció cárcel y destierro, fue objeto de desconsideración pública, y pagó un alto precio por su proceridad sin máculas ni relativismos. Era un demócrata cabal. A partir de entonces, la historia política dominicana ha estado dividida entre demócratas, poco exitosos a la hora de imponer sus ideas, y caudillos envanecidos y arrogantes, que han ejercido el poder de manera avasallante.
No sabemos si se trata de algo fortuito el hecho de que el autor –seibano, para los fines que atañen– al abordar a esas dos primerísimas personalidades del siglo XIX, absolutamente antagónicas, parezca inclinar sus preferencias hacia el líder hatero. Esto queda sugerido al destinar 48 versos al Padre de la Patria, en tanto dedica 110 al anexionista que, aunque nació en Hincha –un territorio que hoy pertenece a Haití– convirtió en residencia privada su hacienda El Prado, situada en la provincia de El Seibo. Pero no sólo por eso: los versos dedicados a Santana reflejan una perceptible vindicación del líder hatero.
Para otros las amables biografías
los retratos austeros,
las múltiples semblanzas,
los halagos,
la cita justa siempre a flor de labios
y las banderas…
El poema no se sale de esa tesitura, y se en él siente como una recriminación hacia ese ente que podríamos denominar como la Historia Oficial, puesto que ésta, según se infiere de la lectura del texto, encumbra a unos patriotas a las más altas cotas del prestigio cívico, mientras condena a otros al menosprecio y la degradación. Los últimos versos, que finalizan en puntos suspensivos, dejando el tema abierto, como aguardando respuesta o réplica, expresan: “Para otros la casa familiar, / los museos donde hablar en susurros / y ver caligrafías, / y en el exacto centro de este mundo / los altares de mármol / donde una vez los valses florecían, / para otros…”. El poema está revestido de vehemencia; de ideas que suenan a argumentos a favor de un personaje que el bardo considera injustamente menospreciado, vilipendiado y relegado, frente a otros que han sido reconocidos con la aprobación entusiasta del pueblo y sus representaciones políticas.
En lo que respecta a los versos dedicados a Duarte, no se abordan aspectos personales, ni ideológicos, ni cívicos, sino que se limitan a hacer una evocación, desde la distancia, de aquellos lugares y espacios urbanos del país que le eran familiares. Y al hacerlo, como asumiendo la conciencia del patriota condenado al ostracismo, el yo lírico hace mención del río Ozama y el mar que orilla la ciudad de Santo Domingo, así como de edificaciones coloniales (la catedral, el reloj de sol colocado en un viejo edificio de mediados del siglo XVIII, alcázares…). Asimismo, evoca acontecimientos recientes de la historia republicana: “Lejos la tierra… /la que late en el alma, / crecida en amaneceres y en teatros, / y más tarde en fusiles, / en espadas y caballos / y amargamente en barcos y en exilios, / y en fantasmas”. El Duarte del poema no está presente más que en las evocaciones, aunque esas evocaciones parten de la sensibilidad que se le supone a quien ha sido forzado a abandonar su patria para asumir el doloroso destino del expatriado.
En “Apocalipsis” el poeta presagia una gran tragedia, la cual no aparece claramente delineada. Al leerlo y releerlo no pudimos evitar relacionarlo con la situación migratoria del país, debido a la masa de ciudadanos transfronterizos que bajo un status no regularizado residen en el país en calidad de trabajadores agrícolas y de la construcción. Una de sus estrofas expresa: “Desde el pórtico / puedo ver el ejército de desconocidos / que me acompaña. / No todos miran hacia el mismo lado / pero todos avanzan en la dirección equivocada. / Me gustaría sonreír, / pero sé que soy uno de ellos”. El poema termina de un modo sentencioso: “En esa tarde /que será la última / para la bondad y la inocencia, / no habrá lágrimas ni lamentos, / sólo una larga agonía / y un feroz silencio”. Por supuesto, lo que aquí consigno no es más que una conjetura apresurada.
“Presagios” es un texto dividido en seis partes breves en las que habla la conciencia del yo lírico, a veces mediante el recurso del desdoblamiento, invocando un tú no identificado, que es como el reverso del propio yo. El tema central es la búsqueda de la identidad personal. También, la tristeza que generan nuestras experiencias, a menudo fallidas. La conciencia aparece escindida entre una parte que se inclina hacia el mundo sensible, dominada por las apetencias y los goces puramente mundanos, y la otra parte, que propende hacia vivencias de orden superior. Las experiencias humanas, muchas veces erráticas, acarrean tristezas. Entonces asaltan las dudas sobre si Las decisiones adoptadas en un determinado momento fueron prudentes o acertadas, si al elegir el camino a seguir no se estaría traicionando a sí mismo: “De tu pasado incierto / y del temor de haberte equivocado / en alguna parte del camino, / de no saber si otras sendas / eran las de tu sueño, /si sigues siendo lo que eres”.
El poema está compuesto por unos monólogos continuos (no se produce propiamente un diálogo) entre ambos entes que, cómodamente, podríamos separar en un estado de conciencia espiritual y otro más enfocado en los sentidos corporales.
La lectura del poema “Ella” nos dejó caviloso. ¿Quién es ese ser femenino que ocupa la atención del poeta en este texto? A primera lectura, superficial, se podría pensar que se trata de una mujer: “Ella sólo quería estar en la ventana / –inmóvil– / y mientras pasa el tiempo de la lluvia / gozar del frío, / de la penumbra pasajera…”. Luego, pensamos que se trata de un ente personificado y simbólico, que asume la condición de una dama. ¿La poesía? En el poema se produce un conflicto de orden estético (si así pudiera llamarse) en una sensibilidad que se decanta por los fenómenos de la realidad, simbolizados en la lluvia, el viento, los pájaros y el paisaje, y al mismo tiempo la idea de “cerrar los ojos / ante el vértigo de los misterios” frente a otras opciones más propensas al yo interior y a los valores del espíritu. Es un dilema frecuente entre quienes se dedican al cultivo del arte, para los cuales siempre existirán dos opciones: encerrarse en una torre de marfil y desde allí, ajeno a las circunstancias del entorno, crear una obra de índole metafísica, desconectada del contexto social inmediato; o bien, configurar una obra abierta a los estímulos del mundo sensible, influida por los fenómenos de la realidad circundante.
“Viento de Palos” tiene como motivo temático principal, y como una presencia constante y repetitiva, la idea del viento en cuanto fuerza de empuje para el desplazamiento de las embarcaciones premodernas. Pero la mención de la localidad de Palos (de Moguer), lugar del que partió el Almirante Cristóbal Colón en su viaje a las Indias, que devino en el llamado “descubrimiento” de América; así como la mención del claustro de La Rábida, monasterio y fortaleza ubicados en ese pueblo sureño de España; la ciudad de Zena (Génova, en el dialecto ligur, ciudad de origen del Almirante), nos ofrecen pistas para inferir hacia dónde se dirige el sentido último del poema: la hazaña colombina de adentrarse en un mar desconocido y navegar hasta llegar a un vasto territorio que a partir de entonces fue conocido como América y también por el apelativo de el Nuevo Mundo, utilizando tres carabelas movidas al impulso del viento.
“Oda al Nuevo Mundo”, último poema del libro, es un recuento de elementos históricos, raciales, espaciales y culturales del continente americano. El poema es descriptivo, pero, más aun, es enumerativo. Mieses hace unas largas enumeraciones relacionadas con el Nuevo Mundo. En primer lugar, aparece lo racial: el bardo utiliza múltiples metáforas para resaltar el color mestizo y mulato predominante en nuestro continente: “Somos de cieno, de sal y de penumbras. / Somos de agua no siempre clara”. Aquí la sal representa la blancura minoritaria, frente al cieno, el agua “no siempre clara” y la penumbra. En este mismo orden también resalta que “somos de bandadas de cuervos” y “somos de nubes de estorninos”. Como bien sabemos, el plumaje de los cuervos y los estorninos se caracteriza por su color oscuro. Del aspecto geográfico destaca los caballos y los abetos (Norteamérica); igualmente, parece aludir a México y Centroamérica en este verso: “Esos siglos contados con mazorcas y espigas”; y a los centros azucareros de las Antillas: “con carretas de caña / con bueyes condenados al yunque / hasta que mueren”; “ese gemir con destellos de oro, / ese llanto de azúcar”.
Igualmente, hay en el texto una crítica a los conquistadores y colonizadores españoles. Dicha crítica se hace bastante explícita en estas líneas: “Aquel barco que calla encadenado, / esa cruz que solloza, / esa herida de Dios que sangra en un costado, / esa oración que nadie escucha, / esa bestia que muere, / la otra bestia que sufre, / ese animal desnudo, encomendado…”. Patética visión de la gran tragedia que significó para aborígenes y africanos la conquista y colonización de América. El verso “Aquel barco que calla encadenado” evoca la tragedia de los africanos comprados o “cazados” en África y transportados en barcos negreros al continente americano, materia prima para el comercio de la esclavitud. Por medio de una brillante metonimia, Mieses resalta el silencio de los hombres y mujeres que, encadenados, eran transportados a los mercados de trata negrera en América. De igual manera, aparece una caracterización del aborigen sometido al sistema de encomienda, que era una forma encubierta de esclavitud: “esa bestia que muere, / la otra bestia que sufre, / ese animal desnudo, encomendado…”. Para darle un mayor patetismo a la escena, el poeta reproduce en términos conceptuales lo que, dicho en el lenguaje de los opresores, eran los pobladores originarios del Nuevo Mundo: “bestias”, “animales desnudos”.
Si tuviera que elegir entre los dieciocho poemas del libro aquellos que me resulten más impresionantes, optaría por los dos dedicados a Atila, que más arriba he mencionado (“Attila rex” y “Epitafio al rey”) y, sobre todo, el titulado “Fin de una búsqueda”, que trata sobre la fantástica ciudad de Kadath, escenario de un largo relato de Lovecraft. Y si, de ñapa, me pidieran que eligiera otro, para formar un cerrado cuarteto, elegiría “Despedida”, inspirado en el tema de la muerte, que el autor escribe, no para ahondar en su perfil filosófico o trascendente, sino para recrear los minutos que siguen al final de la vida. El momento en que el alma (según afirmaciones especulativas) observa en forma retrospectiva todas las experiencias vitales de la existencia recién concluida). Sobre estos poemas volveré a asentar la pluma en un próximo artículo.
La organización del libro responde a una disposición en la que confluyen varias dualidades: dos poemas dedicados a la capital dominicana; dos dedicados a sendos personajes que participaron en la Independencia nacional; dos relacionados con Cristóbal Colón y el continente americano; dos dedicados a Atila… Por otra parte, el poeta gusta de las repeticiones y enumeraciones, y sus versos están llenos de anáforas y paralelismos. En algunos poemas, el recurso de la enumeración es tan profuso que podría derivar en extenuación del ánimo del lector.
También es oportuno destacar en la poética de Mieses el interés por los temas universales: el autor abreva en diferentes fuentes de la cultura occidental; en gran medida se nutre del mito y de la historia. Pero no permanece indefinidamente en esos escenarios foráneos; reserva a su patria una vasta franja de su quehacer escriturario. Así, vemos cómo lo universal se entreteje con lo nacional en los poemas que integran la antología Oda al Nuevo Mundo.
Influjos borgianos en Juan Carlos Mieses
Al realizar una lectura atenta de los poemas que integran el libro de Mieses, no resulta difícil percatarse de que éste ha leído profusamente a Borges, y fácilmente se pueden rastrear las huellas que esas lecturas han dejado sobre la lírica de nuestro poeta. Hay en esos textos continuas referencias a la luna, al desierto, los espejos y las ruinas, referentes muy caros al autor argentino. A veces en forma aislada, y otras veces concentradas en un reducido segmento lírico, como en este fragmento de “Attila, rex”: “Eras / sólo una más / bajo la blanca y pasajera luna. / Lo ignorabas entonces en la humareda de las hordas, cuando en tus ojos ardían las ruinas / y nacían los desiertos / y pensabas que el mundo, Rey, era tu espejo”.
Por un momento, las referencias se hacen explícitas: “Las lilas no traían naufragantes resabios de Heráclito o de Borges”, nos dice en su poema “Testimonio”, en un pasaje en que habla del río Ozama. Esa relación de Heráclito y el río (éste, visto por el autor sudamericano como metáfora del discurrir del tiempo), se encuentra de manera recurrente en el autor del “Aleph”. “Somos el río, que invocaste, Heráclito. / Somos el tiempo. Su intangible curso…”, nos dice Borges en su poema “El hacedor”. Al unir a ambos autores en un poema que trata del río Ozama, nuestro autor ha asociado esos referentes filosóficos y poéticos universales a un motivo nacional. Impresiona gratamente comprobar (una vez más) que toda la literatura está atravesada por una vasta urdimbre intertextual.
En estos versos del poema “Despedida”, resuenan muy perceptiblemente los ecos de Borges: “Volverás al desierto, / por un instante serás todas las cosas / y estarás muerto”. Y en “Fin de una búsqueda” encontramos estos inconfundibles trazos de fuerte sabor borgiano: “Más agreste que el sueño es la vigilia, / más atroz que el espacio, / el insaciable tiempo”. Tal fue la impresión, que cuando acabé de leer este poema escribí a lápiz en la parte inferior de la página: “Esto pudo haberlo dicho Borges. No leyó en vano al maestro”.
No he citado todos los poemas del libro. Sólo algunos de los que por alguna razón particular me parecieron más interesantes, sean o no los mejores, pues toda lectura constituye un soberano ejercicio de subjetividad. La ventaja de no ser eso que llaman pomposamente crítico literario reside en que uno puede leer y escribir con libertad, sin que nadie se sienta convocado a réplica. Finalmente, cedemos la palabra a los verdaderos especialistas, para que vengan a tasar verso a verso la grandeza de este poeta, que pasa casi inadvertido entre nosotros.
Bibliografía
Mieses, Juan (2011). Oda al Nuevo Mundo. Antología poética. Santo Domingo: Editorial Santuario.