Almorzábamos en Las Siete Potencias, comedor que exhibía uno de los altares de la santería popular urbana. Ubicado en las cercanías de la Máximo Gómez. Frente, el mítico Hotel Londres. Un San Miguel Arcángel celaba el paladar de los comensales y las marrullerías de los descuidistas.
Los que comíamos en Las Siete Potencias éramos noveles reporteros y editores del periódico Hoy. Allá, en los lejanos años 90, cuando la internet empezaba su asombro entre nosotros y la correspondencia electrónica por Hotmail nos comunicaba torpemente con el mundo conocido, tan lejano e inocente de la autopista global que ahora nos recorre hasta por las venas.
La trulla reportera: Nuestra inolvidable y querida Leonora Ramírez, un ser humano excepcional, de la que nunca aceptaremos su reciente partida, Marien Capitán, Claudio Acosta, Ana María Ramos, Ubaldo Guzmán, Solangel Valdez, Pedro Ángel Martínez, el “intelectual” Francisco Ortega, uno de los juristas más destacados del país, hoy juez de la Suprema Corte de Justicia, y el propio editor de este diario digital Acento, Gustavo Olivo Peña, el querido poeta.
Quiero quedarme con la sonrisa sutil de Leonora, sus ojos apagados, alertas y su eterna y elegante discreción
Se me escapan algunos, seguro que sí. Cada almuerzo era una aventura. Los platos costaban entre 15 y 20 pesos y algunas “especialidades” nada más y nada menos que 25 pesos. La “especialidad” incluía un sabroso mondonguito, patica e vaca y el tradicional sancocho con su conconcito y dos tajadas de aguacate. Ese gustico solo se satisfacía los 15 y 30, días de pago; el resto de los días: arroz, habichuelas rojas o negras y pollo.
La juventud permitía esos deslices gastronómicos criollísimos y de abundante colesterol hasta la última grasa. Ahora los años no permiten esas ricuras. Lo que va es frutas, verduras y ensaladas para poder seguir jugando con los nietos y sacando a las mascotas a pasear.

Salíamos a comer al mediodía casi puntual. Algunos se quedaban a terminar tareas del periódico. El grupo se desplazaba desde el edificio del periódico ubicado en la Avenida San Martin hasta el comedor.
En el trayecto, la risa y el cuento fácil rondaba entre nosotros. El último chisme. Todas las redacciones tienen un repertorio de chismes y situaciones intrigantes casi siempre insignificantes o de único valor para los afectados. Se me escapan detalles. Ha pasado el tiempo y los años pesan y pisan.

Con esta breve memoria solo quiero airear. Recordar lo mejor es ahuyentar a la muerte. Con esto quiero quedarme con la sonrisa sutil de Leonora, sus ojos apagados, alertas y su eterna y elegante discreción. Su partida ha dolido mucho y ya no vale la pena verter más lágrimas. Prefiero recordarla cuando “felices e indocumentados” partíamos rumbo a Las Siete a emburujarnos con la popular y siempre sabrosa culinaria criolla.