Si la literatura francesa tiene a La señora Bovary (1856) y la literatura inglesa a La señora Dalloway (1925), la literatura en lengua española cuenta en Argentina con La señora Ordóñez (1968). Su autora, Marta Lynch (1925-1985), vivió el ascenso del Peronismo y el golpe militar, contexto en el que se inscribe su novela. Además, La señora Ordoñez alcanzó una gran repercusión cuando, en 1984, con el regreso de la democracia, se emitió una telenovela inspirada en este libro.

Marta Lych transmite el malestar ante el destino de la mujer en una cultura en la que sólo el matrimonio le otorga legitimidad. Explora implacable la conciencia femenina ante el espejo, pero también desde la mirada de los demás. Así, arremete contra los mitos nacionales, contra los valores sobre los que descansa el edificio social, que se proyectan en el microcosmos familiar y condenan a la mujer al sometimiento. Fuera de la zona de confort que el matrimonio asegura, la mujer de clase media se dispersará en relaciones sociales, entre los intereses políticos y las ambiciones personales de quienes mueven los hilos del destino.

Con crudo realismo, la autora desentraña la trama en tiempos distintos, combinando momentos de la historia argentina con la vida de su personaje. Recurre al monólogo interior y a la tercera persona para presentar distintas aristas. No es en modo alguno una novela de denuncia ni un testimonio de época, sino que constituye una compleja red cuyos hilos parten de una conciencia individual, y se extienden hasta los confines de un insondable desierto. Su relato es una demoledora crítica a un país agrícola y rural con pretensiones cosmopolitas, traicionado por sus padres fundadores.

Blanca Maggi, nombre de soltera de la señora Ordóñez, persigue deseos vagos, abriéndose camino en la selva enmarañada de Buenos Aires. Busca desesperada el amor, sin un dominio de sí misma, reprimiendo los impulsos íntimos y entregando el cuerpo a otros; huye de las normas y las convenciones, pero se ve atrapada en un mundo de engaños y de simulaciones, entre arribistas o resentidos. Adquiere entidad como joven viuda de un peronista incapaz de satisfacerla sexualmente, y después como esposa de un prestigioso médico y madre de dos hijas; pero en la clandestinidad se lanza a los brazos de un gigoló de dudosa catadura. También busca desahogo como artista, aunque sucumbe a la frivolidad de criaturas implacables que la destrozan con sus críticas.

Abre la novela una escena que subraya el desencuentro de la señora Ordóñez con su marido en el ritual amoroso y se cierra con la reiteración de este momento, como si la vida fuese un largo paréntesis que guarda el asco y la soterrada rebeldía interior de esta mujer. Además, impotente ante el paso del tiempo y el envejecimiento del cuerpo, que otros disfrutan excepto ella, ve desatarse una furia contra sí misma. Atrapada en la institución del matrimonio, parece únicamente destinada a reproducir la especie. Siente que en su familia sólo es un medio para la vida de otras personas, nunca para sí misma. Evoca con nostalgia la juventud y la belleza, pero ésta pareciera ser la máscara del horror, disfraz del momento efímero que precede al envejecimiento inexorable.

Marta Lynch resulta demoledora a la hora de cuestionar los valores de una sociedad predominantemente católica, que permite el éxito homosexual, el adulterio y el aborto, los manoseos prenupciales, pero no el divorcio. Por su parte, el marido de la señora Ordoñez no admitiría socialmente una ruptura matrimonial que evidenciaría su fracaso; a los ojos de la sociedad prefiere transigir con una esposa frívola y díscola, como la que tiene.

Son curiosos los paralelismos entre la señora Ordóñez y la señora Bovary quien, como ya vimos en otro artículo, se entrega a un vividor. Tampoco la señora Dalloway encuentra acomodo en su matrimonio. La primera aspira a conocer un mundo más refinado y de mejor tono que el de la aburrida provincia de su marido; la segunda organiza una fiesta de sociedad creyendo así huir de la monotonía de sus jornadas, pero los fantasmas de la guerra y el fracaso de tantas vidas rotas se le impone. La señora Ordóñez piensa que no tiene escapatoria y vive una pasión desenfrenada con un joven de vida crapulosa. Sufre el envejecimiento del cuerpo y el paso del tiempo como un castigo por no saber librarse de los deberes y obligaciones que se le imponen. No busca una salida en el suicidio, como Emma Bovary, sino que hace sus cuentas al final y cierra el relato diciendo: “Hice lo que pude”. No así Marta Lynch, la autora, quien, incapaz de soportar la vida, acabaría disparándose un tiro en la sien.

Consuelo Triviño Anzola en Acento.com.do

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