El funeral de Clemente Pérez fue rutinario. Unas cuantas horas en la funeraria municipal y el acompañamiento de sus familiares y amigos. Al día siguiente, el carro fúnebre con el féretro, franqueando dos decenas de vehículos utilitarios y, en los laterales y la cola, a pie, unas cuantas decenas de personas solidarias y la famosa canción Mi viejo, del argentino Piero, amplificada por un conjunto de bocinas sobre una camioneta. Una parada en su vivienda de la simbólica calle Juan López donde echó su vida, y, luego, en marcha lenta hacia el cementerio del pueblo donde enterraron sus restos luego de algunas palabras de elogio. Eran las diez de la mañana del lunes 7 de febrero de 2022.
El deceso del titán de hierro había ocurrido en la víspera por una mala jugada de sus pulmones, que, de un día para otro, frenaron su ímpetu sostenido hasta el último respiro.
Había cumplido 99 años el hermano de Dulce María, Lucila, Lilia, Morginia, Aquiles, Alfredo (Pipí), y padre de Clementina maría, Omar y Miguelina.
La ceremonia fue significativa, pero muy lejos de la dimensión política y social de este hombre espigado, 5.10 pies de estatura y 150 libras de peso; agricultor de menor cuantía, cazador de cerdos y chivos silvestres; político, peluquero de muchos a domicilio, participante en la guerra del 65.
La memoria viva de la historia de Pedernales, el más viejo y único eslabón hijo de fundadores de la comarca ahora yacía en el campo santo.
Otros de familias originarias aún viven, pero son menores que él. Quique, 88 años, y Mireya, 91, de la prole de Maximiliano Fernández, quien rondó la zona como militar antes entre 1916 y 1924 y luego, motu proprio, creó su primera familia en Los Arroyos, en lo alto de sierra Baoruco.
En los diálogos con Clemente, como fuente para las historias periodísticas publicadas recientemente en este medio, nunca hubo lugar para las quejas. Lucía duro como un guayacán. Y el humor nunca le faltaba.
Hasta hace unos días se mofaba del siglo con el que coqueteaba. Su carácter y su locuacidad sobre temas de la provincia y de la política local y nacional apenas dejaban brechas al acentuado desgaste de su masa muscular. Con cantado sureño solía atribuir su salud de hierro a la alimentación.
“¡Ooooh! ¿Y qué tú cree? La comida sana: la gallina criolla, los huevos, guineo, plátano…”.
Cuando le formulaban ciertas preguntas y la memoria trastabillaba, sonreía y, con su campechanía de siempre, advertía: “Ven mañana que no me acuerdo, voy a buscar en la memoria… ¡Te dije que venga mañana que no me acuerdo!”.
Llegó a la zona como mozalbete de la mano de su papá Alfredo Ferreras (Fello) y su madre María Francisca Pérez (Mandín), como parte del proceso de definición de la línea fronteriza (dominicanización) iniciado por el gobierno de Horacio Vásquez en 1927 (fundación de la colonia).
Treinta y dos familias habían sido reclutadas por el Gobierno en Duvergé, Neyba y Barahona para cruzar el inextricable Baoruco, por los pinares, hacia el sudoeste extremo y llegar poblar la sabana que hoy llaman municipio Pedernales.
Tenía menos de 15 años, él, cuando, en 1949, vio el arrebato de tierras por parte de Danilo Trujillo a las familias que habían sido asentadas en la colonia agrícola Aguas Negras, Flor de Oro (Mencía, hoy) y La Altagracia, en la sierra.
Desencantado por el atropello, él, que desde 1938 había quedado huérfano de padre y se había encargado de la parcela, bajó al llano y no quiso regresar jamás pese a que a devolvieron las tierras. Había aprovechado los días para hacerse una clientela como peluquero y con ello conseguir víveres y otros alimentos para su mamá Mandín.
Clemente no tuvo escuela, pero derrochaba conocimientos a granel. Él era una escuela viviente sobre Pedernales. Exponía con seguridad pasmosa.
Conocía al dedillo la depredación de los bosques de caobas, cedros y pinos de la sierra y los accesos abiertos hacia los aserraderos allá instalados para beneficio del tétrico hijo de Virgilio, el hermano Trujillo. Y conocía las violaciones sexuales a menores y adultas, las muertes a tiros en las noches solitarias de los manglares; la cárcel tétrica de eliminación de desafectos montada en isla Beata y la persecución contra todo lo que imaginaban antitrujillista.
En noviembre de 2020 narró la triste historia de las tres hermosas hijas del pescador de Enriquillo Carmelo Méndez y su esposa Jumito, quienes vivían en Pedernales.
Apretó la mandíbula y expresó visiblemente incómodo, con su acento sureño: “Ese Danilo era un delincuente, un salteador”.
Luego, bajó el tono y, nostálgico, explicó:
“Carmelo era un enriquillero que vivía ahí donde están las altagracianas ahora, en la Juan López. Era un hombre elegante. Jumo o Jumito era su mujer. Tenían tres hijas que parecían florecitas, y ese insignificante se enamoró de una, de otra y terminó llevándose a Marina para la loma. Él vivía allá, en Los Arroyos, y venía aquí en un jeep… Él tenía como 38 o 40 años. Imagínate, un tipo de los Trujillo, lleno e cuartos. Tenía aserraderos, camiones y un barco esperando la madera, y no sé dónde la desembarcaban… Yo viví en carne viva lo de esa familia, yo era vecino… Él se cogió con esas tres muchacha”.
Se le entrecortó la voz. Lloroso, relató:
“Se enamoró de Marina y mandó al capitán Lozano, que comandaba la Compañía, a que enamorara a otra, pero Lozano no le hizo mucho caso… Él era mayor, jefe del capitán Lozano… Danilo les cayó encima a esas muchachas y la última que se llevó para Los Arroyos fue a Marina… Y tú sabes que duró tres días con ella y no pudo vivirla, y no le dio de comer. Ella prefirió la muerte y él no pudo… A la cuarta noche, en la madrugada, yo siento ese jeep que llega. Como nos quedaban dos ventanas en las culatas de las casas, entonces yo me alevanté y me acerqué a oír, y él le dijo: Venga a acá, móntese ahí, aquí le traigo su animal de mujer. No pude vivir con ella ¡coño! y no se la maté ¡coño!, porque yo soy un hombre como soy”.
Clemente se aterrorizó cuando vio que ese hombre iracundo, impotente, arrancó su vehículo y corrió rumbo a la playa, hacia lo profundo de Bucanyé. Pensó en lo peor. Luego, Carmelo le contó la escena de espanto que sufrió ante el verdugo de sus hijas.
En aquel sitio solitario, Danilo le advirtió a Carmelo: “Mire, ¿sabe por qué lo traigo hasta aquí? Lo traigo aquí para decirle que lo dejo vivo si se compromete a jamás hablar de lo que ha pasado”.
Y Carmelo le contestó: “Usted es el jefe de esta colonia, es sobrino de Trujillo y yo soy trujillista… Mi hija me dijo que ella prefería morir antes que acostarse con usted, y usted me ha dicho que no pudo… No ha pasado nada, entonces”.
Habían pasado 70 años de aquel suceso, pero a Clemente le parecía reciente, como el primer día, el relato contado en 2020. No había podido borrar las escenas de terror del sobrino de Trujillo.
“Asegúrelo que así fue; yo lo viví. Y, entonces, como él no pudo con las hijas de Carmelo, siguió como un azote… y había que callarse, porque todo tenía que estar bien, nadie se atrevía”, refirió.
Contó que Carmelo era un hombre noble, muy querido en el pueblo, pero no pudo resistir la vergüenza y, aterrorizado, se marchó.
Quique coincidió con Clemente. “Danilo se le llevó una hija. Carmelo tenía tres hijas ahí. Danilo hizo con ellas lo que le hacía a muchas en la región. Ese demonio vestido de humano se enamoró de la mayor y vino de los aserraderos de Los Arroyos a buscar esa muchacha, y se llevó la hermana, y después que la usó, regresó a devolver esa y a buscar la otra. Carmelo tuvo que irse”.
Apasionado de la política, el titán tenía a flor de piel el Partido Revolucionario Dominicano de los años 60 y 70, que actuó contra la represión balaguerista. En cualquier conversación le brotaban los nombres de los líderes Pablo Rafael Casimiro Castro y José Francisco Peña Gómez.
Sobre sus andanzas con Casimiro tenía mil y una historias. Vivió eternamente agradecido de él por llevarle a la capital y recorrer las calles y avenidas, aprender de política, y por darle la confianza de hurgar, durante una noche oscura en el baúl de su carro estacionado en una calle de Pedernales, y, para sorpresa, escoger una bebida al azar que resultó “un vino caro y bueno, porque ese sí no era un ron malo de esos que uno bebía aquí”.
Le martillaba la división del PRD. Pero sabía de golpes bajos que llevaron ese partido hasta el despeñadero.
“Yo estoy prestado en el PRM, yo soy perredeísta, y toy allí porque allí estamos los perredeístas, porque hay problema en el PRD; pero eso es por un tiempo”, contó esperanzado en octubre de 2021. Era uno de los perredeístas de pura sangre, fundadores del partido en el municipio.
Él desconocía el miedo. Durante la represión balaguerista 1966-1978, optó por irse al monte y resistir antes que claudicar. Es conocida su decisión de integrarse a la protección de los jóvenes de la comunidad que, en protesta, ocuparon la iglesia pese a las amenazas de ser “sacados a palos limpios”.
Vivió y murió como quiso. Lleno de vida siempre, activo hasta el último minuto, en una casa humilde de la calle más ancha del pueblo, la Juan López, el mismo nombre de la sabana a donde llegó con sus padres en el 27, desde Las Damas o Duvergé, y que luego llamarían Pedernales.
Se fue parte de la historia oral de la provincia, sin estridencias y sin ningún peso de corrupción en su ataúd. Quedó su legado de solidaridad y de lucha por las libertades públicas.
Como otros robles de la provincia, Clemente prefirió vivir en la humildad y sirviendo, sin clamar por reconocimientos ni loas inmerecidas.
Él no sufrió el peso de una larga enfermedad; no tuvo mayores sufrimientos. Sencillamente, el siglo que cumpliría pronto le sorprendió y le pasó factura, aunque jamás “le envejeció su carácter recio ni su actitud crítica.
Pero Clemente Pérez no estaba ajeno a su realidad. Lo repetía cada vez que era abordado para contar la historia viva de Pedernales. Y lo repetía sonriente, sin miedo a la tumba fría que hoy le alberga para siempre: “La vejez no perdona”.