Hurgar en el pasado, hilvanar con telares provenientes de distintas fuentes un perfil, un retrato (así llama Leila Guerriero su trabajo), recrear unas circunstancias terribles, ahondar en comportamientos controversiales, sortear pasiones marcadas por crímenes, desapariciones, torturas y mucho dolor, y mantener la ecuanimidad, el distanciamiento prudente, el escepticismo sano para no ser traicionado por nuestras simpatías o antipatías, exponer las grandezas y las debilidades en las que incurren las personas sometidas a dilemas mayores, la incertidumbre de si se sobrevivirá o no, la cohabitación con el torturador, las astucias de quien no tiene más recursos. El último libro de Leila Guerriero (Junín, Argentina, 1967), La llamada (Anagrama, 2024) es un ejemplo de narrativa periodística, de investigación y reconstrucción que es un hito en su género. Una obra maestra. Un modelo.
El libro ya ha obtenido dos importantes premios. Uno en Chile, el Premio Cátedra Mujeres y Medios UDP, y otro en España, el Premio Zenda.
No es fácil, no es sencillo, meter los dedos en un pasado perverso que todos prefieren prostituir con narrativas convenientes. Las mentiras, los heroísmos espurios, las hagiografías y las engañifas abundan. La historia de la ESMA, la Escuela de Mecánica de la Armada, en Argentina, tiene antecedentes que hay que explorar, responsabilidades que habría que establecer.
Aquellas lluvias trajeron estos lodos
¿Qué hubo antes de la ESMA y demás centros de tortura y desaparición en Argentina?
Pues el terrorismo de Estado peronista de la Triple A, que dirigía desde el gobierno el ministro de Bienestar Social, José López Rega y sus matones, responsables del secuestro y asesinato de más de 2,000 personas en Argentina, de 1973 a 1976 (uno de los matones de la Triple A, Luis Ángel Palma de la Calzada, terminó en República Dominicana cuando Carlos Menem designó a la esposa, Teresa Mencía de Palma, como embajadora. Aquí se vio implicado en el secuestro y asesinato del niño José Rafael Llenas Aybar en 1996). No solo él estuvo de la Triple A en RD. Hubo otros que llegaron bajo cobertura diplomática en el mismo período, según aparece en el libro López Rega, el peronismo y la Triple A, de Marcelo Larraquy.
También está la contraparte, el terrorismo provocador de Los Montoneros, del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y una red de grupos guerrilleros menores que mataron a 1,094 personas en once años, entre 1969 y 1979, además de los miles de atentados, bombas, secuestros y otras tropelías por el estilo para provocar la caída de la democracia “burguesa” y la intervención militar, una política promovida y recomendada por los cubanos porque, según ellos, crearía las “condiciones objetivas y subjetivas para la revolución”, y que produjo la sangría de toda una generación de jóvenes convencidos de que podían con voluntad y agallas apoderarse del poder en su país y “tomar el cielo por asalto”.
En Argentina, al igual que en República Dominicana, los muertos solo se cuentan y se aprecian de un solo lado.
¿Cuántos fueron los muertos del terrorismo de izquierda? ¿No eran dignos también de justicia, reconocimiento, reparación?
Allá, aquí, falta valor para ponderar la criminalidad de lado y lado.
Cada quien tiene sus asesinos favoritos y excusables.
Un guion con dos autorías
El terrorismo de izquierda en nada justifica ni excusa las prácticas terroristas ejecutadas desde el Poder: secuestros, desapariciones, torturas, asesinatos, como respuesta (desorbitada e ilegal) al terrorismo de unos adolescentes y adultos jóvenes que se creían en capacidad y condición para derribar el gobierno y asumir el control del poder y que, aquí, allá, en todos los lugares, fueron en realidad manipulados, instrumentalizados y empleados por las fuerzas que esos mismos jóvenes creían combatir.
Entre el 24 de marzo de 1976, fecha en que da el golpe de Estado e inicia el llamado Proceso de Reorganización Nacional, y el 10 de diciembre de 1983, en que los militares entregan el gobierno y Argentina retorna a un régimen civil, solo por el Casino de Oficiales de la ESMA pasaron unas 5,000 personas, la gran mayoría militantes, cuadros medios y altos de Los Montoneros y otras formaciones de izquierda. La inmensa mayoría fue exterminada. La mayoría fueron asesinadas y enterradas sin nombre en fosas comunes o lanzadas al Río de la Plata en los llamados “vuelos de la muerte”. Apenas unas 200 personas sobrevivieron por elección arbitraria de los captores. Silvia fue una de ellas.
Silvia Labayrú era una adolescente de clase media holgada, que crece en un hogar disfuncional al máximo, en que ambos padres son promiscuos hasta terminar separados. Quiere, como todo adolescente y, sobre todo, de un hogar destruido, otro hogar: una comunidad, y, sin ideología alguna, pero buscando la aprobación de sus compañeros de estudio, se incorpora primero al Partido Comunista argentino. Luego, respondiendo a una línea oportunista aplicada por una parte de los jóvenes del PC argentino de arroparse con las simpatías populares hacia el peronismo para construir una “organización de masas”, se mueve a Los Montoneros, el frente paramilitar extremista que se reclama como peronista (a los que el propio Perón tildó de “imberbes y estúpidos” en el discurso del 1ro. de mayo de 1974 en la Plaza de Mayo, cuando echó a Los Montoneros de la concentración).
Silvia empieza a vivir esa mezcla excitante e irresponsable de dopamina y adrenalina, al jugar a la guerrilla urbana, asumir los riesgos de transgredir las leyes y provocar al Poder, convencida de que están a un tris de asumir el control de Argentina, sin saber por qué ni para qué hacía lo que hacía: simplemente cumplía las misiones.
Precisamente algo que podría señalar como una de dos áreas mejorables en el libro es la carencia de una evaluación más documentada de la falta de formación política de Silvia Labayrú, una adolescente que en su cuarto tenía dos posters: uno del Che Guevara y otro de Alain Delon. No podía, por la edad, tenerla. De hecho, sus simpatías políticas originales eran conservadoras. Se metió a “la izquierda” por moda, por ser aceptada, por provocar a sus padres (¿le suena familiar?).
Silvia es una adolescente hermosa, atractiva, de una belleza superior al promedio. Rubia, blanca, ojos azules. Y voluble. Pese a llevar una vida sentimental ligera y sin mayor compromiso, con frecuentes cambios de pareja (emulando la frivolidad tanto de su padre como de su madre), su organización política, Montoneros, decide que conviene casarla con otro militante con el que mantenía relación superficial porque facilitaba la cobertura operacional. Y ella acepta. Se casa y termina embarazada.
Cuando había decidido escapar de Argentina (algo que Los Montoneros solían castigar con la muerte), unos días antes de irse, los grupos de tarea del ejército la secuestran el 29 de diciembre de 1976, y la llevan a la ESMA.
Ese calvario es el que Leila Guerriero expone en La llamada. Guerriero dice que la idea se la dio una entrevista a Silvia Labayrú en marzo del 2021, en Página 12. Esa entrevista le despertó el interés.
Silvia, Silvina, la Mora, es una sobreviviente de la ESMA. El puñado de los que sobrevivieron fueron luego señalados, acusados, tildados de “colaboradores”. Eso según los otros que también sobrevivieron y no fueron torturados ni secuestrados: debían haber muertos, haberse inmolados. Era la lógica irracional de Los Montoneros, para eso le daban a cada militante una ampolleta con cianuro. Cumpliendo esa guía delirante murió su cuñada.
Solo que, a ellos, los que la señalaban y vituperaban, no los violaron, no los torturaron, no los abusaron. Así es fácil juzgar y condenar.
Condenada por otros sobrevivientes, por sobrevivir
¿Por qué se salvó Silvia? Esa es una de las interrogantes que Leila Guerriero va explorando a través de múltiples entrevistas, observaciones, contrastes y cruces de informaciones, sin piedad ni condescendencia.
Quizás por su origen: apellidos de tradición militar, su condición de embarazada, su edad, apenas 20 años, su belleza, sus rasgos raciales, el caer en gracia, la protección que recibió internamente tanto de militares, entre ellos Alfredo Astiz, marino de cara aniñada y bravucón, que presumía de haber sido “entrenado para matar” y luego, en la guerra de Las Malvinas se rindió sin tirar un tiro, como de líderes montoneros en cautiverio, su preparación (dominio del inglés y el francés), y también, por la llamada. Sobre todo, dadas las imprudencias que incluso en su condición de secuestrada cometía, por la suerte.
Durante un año y siete meses, Guerriero se reúne con Silvia Laybarú y le hace preguntas. Escucha. Anota algunas cosas. Igual se va reuniendo con otras personas que aportan sus versiones: las escucha, les pregunta. Anota. Contrasta. En ocasiones siente que las informaciones “chirrían”, no encajan. Hay eventos que las mentes han bloqueado, de los que no se hallan registros.
Y en ese mar de memorias imprecisas, parciales, sesgadas, guiada por su instinto, Leila Guerriero navega, busca un rumbo, trata de iluminar, de dar sentido a lo que le aconteció a su personaje, Silvia.
Silvia Laybarú se dispone a hablar, a dar a conocer su verdad.
A través de ella vemos la novatería, la provocación infantil y el juego inconsciente de Los Montoneros para que el infierno se desatara en la Argentina.
La leo y bajo esa luz exploro lo que sucedió en República Dominicana para la misma época. El mismo guion. Iguales provocaciones. Parecidos resultados, aunque lo que sucedió aquí palidece frente a lo que aconteció en Argentina.
Soledad Gago en un artículo sobre La llamada señala: “…este libro tiene una particularidad: está construido a través de las conversaciones con Silvia y con otras personas que completan su historia, que la contraponen, que le dan verdad —algo que es recurrente en la autora—, pero, también, a través del proceso de la periodista, que está presente de una forma mucho más explícita que en cualquiera de sus libros anteriores, que en cualquiera de sus textos.”
Comparsas en un guion ajeno
La política de provocar la destrucción de los gobiernos democráticos y sustituirlos por regímenes de fuerza, viene de dos fuentes: la primera es la propuesta de la revolución cubana de que había que hacer saltar la democracia burguesa y forzar la dictadura militar, porque eso encendería a “las masas”, radicalizaría la indignación popular y favorecería la “revolución” socialista.
Esas provocaciones se realizaron a todo lo largo y ancho de América Latina, incluyendo República Dominicana, y todos conocemos las consecuencias.
La segunda fuente es más torcida todavía: los propios grupos partidarios de la represión violenta (militares, civiles, sectores del clero), que los veían como una forma de justificar la violencia extrema “antisubversiva”, la respuesta militar a la guerrilla. La creación del “enemigo interno a conveniencia” la muestra Orwell en su novela 1984: el Poder crea su propio sandbag político, un pelele sobre el cual descargar la ira. Trujillo (amigo de Perón, por cierto: fuimos el país en que el gobernante argentino se refugió cuando lo detutanaron), creaba sus “desafectos”. Balaguer escribió que, periódicamente, en la larga dictadura de Trujillo de 31 años, aparecía públicamente un conveniente cadáver anónimo para refrescar el terror.
Aquí, por ejemplo, Ramfis Trujillo en 1961 exploró armar a militantes del Movimiento Popular Dominicano, MPD, (con rifles defectuosos, una pantomima de guerrilla) para simular ante los norteamericanos una insurrección guerrillera a control remoto que los indujera a eliminar las sanciones impuestas al país por la OEA tras el atentado a Rómulo Betancourt, y descongelar unos millones de dólares que retenían, en aras de evitar “una segunda Cuba”, que era el espantajo con el que los norteamericanos se asustaban.
Ese guion, que pese a la insistencia desquiciada de Máximo López Molina no se llevó a cabo (y que hubiese significado una hecatombe de jovencitos sin mayor formación política y menos aún, militar), luego se aplicó unos meses después para conseguir que Estados Unidos aprobara al gobierno de facto de El Triunvirato. Esa es la historia real de la insurección del Movimiento Político 14 de Junio en 1963 y de sus resultados.
En Argentina, Los Montoneros cumplieron su parte del guion. Incitaron y justificaron, junto al ERP y otras fuerzas, con pistolitas, fusilitos, bombitas, secuestros y atentados, las provocaciones que llevaron a la mayor parte de la sociedad argentina a clamar por la intervención militar.
Y, al igual que en Chile, la mayoría de la sociedad (algo que no se quiere admitir y aceptar, pero fue así), respiró aliviada cuando el golpe militar se produjo.
Lo mismo sucedió en Uruguay. Los Tupamaros provocaron con crímenes, asaltos, atentados, etc., la destrucción del Estado de derecho de lo que se tenía como la Suiza de América del Sur.
Ni el MIR chileno, ni Los Montoneros, ni Los Tupamaros poseían tanques, artillería, aviones ni armamentos pesados. Tampoco militares profesionales, entrenados. No podían representar un peligro real en una confrontación por el poder. Sus miembros carecían en realidad de formación militar real. Eran una parvada de adolescentes que se creían guerrilleros sin ninguna experiencia de guerra. Tenían la derrota pintada en la cara.
Igual en República Dominicana.
Al brindar en bandeja de plata la justificación para la intervención militar, todos esos grupos en realidad fueron comparsas manejadas a conveniencia, partes de un guion siniestro que se aplicó país por país con iguales consecuencias.
La misma Silvia, una adolescente hija de militares, explica cómo andaba con una pistola que nunca le enseñaron a manipular ni a usar, y una ampolleta de cianuro, que se esperaba usara para envenenarse si caía en manos de los militares.
Un modelo de narrativa de no ficción
La llamada ha sido un éxito editorial no solo en Argentina, por igual en España (donde Silvia Labayrú vivió exiliada). Como modelo para nuestros periodistas me parece soberbio. La calidad es superior en mi opinión a otra narración de no ficción: la extraordinaria A sangre fría, de Truman Capote, pero La llamada la supera porque Capote recrea y hace ficción, noveliza. Guerriero no: indaga, entrevista, contrasta, entrecruza testimonios, somete a escrutinio toda versión y va armando una reconstrucción lo más fidedigna, sin añadir de su peculio, sin ficcionalizar o suponer. Y, por igual, La llamada es muy superior El adversario, del francés Emmanuel Carrere.
La maña, el oficio diríamos, en la construcción, la dosificación, en ir entrecruzando testimonios, observaciones personales, sembrando expectativas para mantener la tensión narrativa, el interés, para sostener la atención lectora, es realmente soberbio. Y supongo que le tomó muchísimo alcanzar ese fluir que no decae, que no abruma, pero tampoco aburre. Y realmente, para una historia que no tiene sorpresas: se trata de hechos conocidos, ventilados judicialmente, testimonios esparcidos en artículos, libros y entrevistas, como sería el caso del género del misterio o del thriller, que no depende de los recursos de la intriga, porque es la reconstrucción de unos hechos por los que hubo sentencias y condenas, hay muchísimo que aprender de la maestría con que construye Guerriero su relato.
Silvia Labayrú fue de las sobrevivientes que pudieron encauzar, denunciar, testificar y lograr la condena de los militares que la torturaron y violaron. Es0 no lo pudieron hacer los demás, solo las sobrevivientes. Señalar a sus torturadores, a sus violadores. Superó lo suficiente su experiencia traumática como para estar dispuesta a exponerla y exponerse. Y eso le manifestó a Guerriero: “Esto lo voy a hacer y lo voy a hacer contigo”.
Guerriero expresa: “Silvia Labayrú se queja un poquito de que nadie le pregunta sobre su cautiverio. Como periodista se tiene la responsabilidad de preguntar con tanto detalle como sea necesario para poder contar, narrar la historia con toda la precisión posible.”
El libro La llamada también es metaperiodismo, Guerriero va reflexionando sobre su hacer. Un elemento útil que Guerriero comparte en una entrevista es el siguiente: “Cuando vos vas solidificando una relación, las preguntas que eran difíciles en su momento se transforman en preguntas que uno puede hacer con toda la soltura que el entrevistado recibe con la misma naturalidad. Sabía que tenía que dejar pasar el tiempo para que ella viera en mí una interlocutora interesada, confiable y que se mostraba a la altura de la historia y sin ejercer un juicio moral. Tampoco quería que ella confundiera mis preguntas sobre las cuestiones más escabrosas y pensara que las hacía para exprimir el morbo.”
Es oportuno recalcar cómo se las ingenia Leila Guerriero para mantener la tensión y sostener la atención del lector. Maneja la creación de expectativas. Deja preguntas a responder más adelante. Disemina indicios y activadores de la atención con gran destreza. Nos mantiene pasando las páginas. Hambrientos de saber qué sucederá. Nunca se excede. Sabe cuándo parar y cambiar, para que la sed de saber se mantenga viva.
Esa es una de las grandezas y un logro soberbio de este libro.
Leemos desde quienes somos
Un libro se lee desde la historia personal, los intereses, la cultura y la formación de quien lo lee. Y se emplea, como en este caso, para entender.
Leila Guerriero dice eso de su ejercicio. Ha escrito que “elige las historias para intentar responder preguntas que flotan en el viento desde hace décadas.” Y en una entrevista llega a expresar que “escribe porque no tiene otra manera de entender el mundo”.
La lectura que haría un argentino, un chileno, un uruguayo, un dominicano, un brasileño de La llamada siempre estará matizada por la historia personal y la historia nacional, por lo que cada quien como individuo y como sociedad, vivió. Y lo que este libro me permite entender de una era trágica cuyos fulgores siniestros todavía persisten, es mucho. Muchísmo.
Yo puedo cambiar nombres y leer las experiencias trágicas que nos hicieron vivir, muchas de ellas en las que participé como un monigote más, inconsciente de los hilos que me manejaban. Apenas comparsa.
Como Silvia, y sin sus peores experiencias, sobreviví (aunque no sin librarme de cárcel o golpizas, pero sin mayor envergadura).
Durante más de 40 años, frente a distintas audiencias, incluyendo tribunales, y en la cara de sus mismos violadores, Silvia Labayrú, contó una y otra vez los tormentos y abusos a los que fue expuesta: “Fue algo que tenía bastante guardado y me parecía muy importante aclarar que fueron violaciones y acabar con esta historia de que algunas secuestradas tuvimos relaciones con marinos. No era posible ninguna relación, era absolutamente imposible. El secuestro mediante, familiares amenazados, no hay consentimiento posible. No lo hay. Y como esto era un asunto bastante confuso, en cuanto existió la posibilidad de denunciar la violación como tal, lo hice. Porque fueron violaciones, violaciones, y creí importante que este debate en la sociedad, o dentro de algunos ambientes, tuviera lugar y la sentencia así lo expresa”.
Quien se asome a este libro, verá una radiografía de una época a través de una vida y de todas las versiones de lo que, en unas circunstancias terribles, esa persona padeció.
Y bajo esas anécdotas, palpitarán las historias personales.
Irene Scheimberg, amiga de Silvia entrevistada en el libro, expresó: “Yo creo que nosotros [los militantes de Montoneros] en gran parte contribuimos a que viniera la represión. Pero hacer una autocrítica es muy difícil. No querés que la derecha te use como arma. A mí me mataron a ciento cinco amigos y conocidos. Pero estábamos equivocados”.
Además de profundizar en el analfabetismo político de Silvia Labayrú, algo que falta en el libro, otro aspecto en que podría ser mejorable (sin restarle nada a su brillantez, que es mucha) es la documentación gráfica: fotos que pongan rostro a nombres, lugares, momentos.
Siempre leemos desde nosotros mismos y nuestra historia, de eso se trata en el fondo leer: Descubrirnos y entendernos a través de otros.