-Para Luis Manuel Ledesma
Un escritor es su lenguaje. Pero cuidado: el lenguaje de un escritor no es su “vocabulario personal”, como algunos pretenden decir que paloma, pez, piedra, caracola, etc. son las “palabras claves” de Pablo Neruda, o que ángeles, golondrinas, aldeas, niños, mariposas, flores, bosques, etc. son las “palabras claves” de Juan Sánchez Lamouth.
Decir que un escritor es su lenguaje no se refiere tampoco al “estilo” o al “registro” de lengua que emplea dicho escritor, sino a la manera particular en que el escritor se enfrenta a esa universalidad-totalidad que es el lenguaje como un nadador se enfrenta a esa otra universalidad-totalidad que es el océano.
Sin embargo, a diferencia del nadador, el cual no deja huellas de su paso sobre el agua en la que nada, las marcas que el escritor deja de su exploración del lenguaje permanecen en su escritura durante un tiempo más o menos largo, definiendo eso que algunos llaman su “voz”. Es así como puede hablarse, por ejemplo, de la escritura Henry Miller o de la escritura Céline, para mencionar únicamente dos autores que supieron crear sus propias zonas de escritura.
Más que la de Céline, sin embargo, cuya obra es hasta cierto punto bastante desigual y aun bastante marcada por la retórica decimonónica, la prosa de Miller expone la gran violencia inaugural (un verdadero big bang) que prefigura o anuncia la inminente llegada de la posmodernidad y del clima cultural de nuestra época neoliberal, desvergonzada y deconstruida. Miller irrumpe en la escena literaria de su época con un lenguaje procaz, vulgar y marginal, sobre todo (aunque no de manera exclusiva) en lo que respecta a los términos y expresiones propias de la vida sexual.
Sin embargo, este lenguaje no era más que el sesgo propio de su posicionamiento comunicativo: su objetivo, esto es, el público al cual se dirigía, era aquella masa de lectores obreros o empleados a destajo que, en el metro, en los autobuses o en su ratos de ocio, tomaban un libro con el único propósito de entretenerse y, al abrir uno de los libros de Miller, se encontraban con personajes como ellos, los cuales tenían deseos como los suyos, problemas con sus jefes parecidos a los suyos, estrecheces y limitaciones semejantes a las que les aquejaban a ellos.
En una palabra: las novelas de Miller terminaron de borrar la distancia entre el autor y el lector, a la que otros autores como Hemingway y Bellow habían disminuido ya bastante, cabe decirlo. De golpe, lo que aquellos lectores leían ya no eran las “fantasías”, ni los “sueños”, ni las “imaginaciones” de un autor literario, sino las tribulaciones y proezas de su vida sexual, las miserias de su vida laboral y matrimonial y las glorias, vergüenzas y fracasos de sus días de bohemia parisina, entre otras cosas de la misma ralea.
El desprecio de Miller por la vida “abstracta”, metafísica, despersonalizada de su época lo colocó en la misma orilla en que se encontraban un Joyce o un D.H. Lawrence. Así, igual que Joyce, Miller construyó sus obras a partir de un esquema de tipo testimonial, o más bien, confesional. A diferencia de Joyce, sin embargo, Miller asume su tarea de escritor con una honesta arrogancia parecida a la de Rabelais, quien en el siglo XVI, aconsejaba, como San Agustín: “aimez et faites ce que vous voulez” (“amen y hagan lo que quieran”).
En efecto, es como un moderno Rabelais, que Miller invoca en sus obras la comida y el sexo como factores que potencializan sentimientos “heroicos”, llegando incluso a convertir dichos sentimientos en principios axiológicos. Su atención como escritor está puesta en la vida cotidiana (sobre todo en la suya personal, que le sirve de medida para todas las demás).
Esto implica el rechazo de ese supuesto “mundo de las ideas” cuya caducidad y desmoronamiento constituyen el telón de fondo tanto de sus novelas “tropicales” [Trópico de Cáncer (1934) y Trópico de Capricornio (1939)] como las de su famosa trilogía La crucifixión rosa [Sexus (1949), Plexus (1953) y, Nexus (1960)], así como de ese libro delicioso, sabia mezcla de ensayo autobiográfico y de ficción, titulado El mundo del sexo (1940). Escritas y publicadas en París, donde conocieron un éxito inmediato, sus novelas estuvieron prohibidas en los EE.UU. debido a sus numerosas escenas sexuales, y solo pudieron ser vendidas allí a partir de 1961.
Ese desmoronamiento del mundo de las ideas, causa directa del desprecio que muestra Miller en sus novelas por los distintos órdenes de la gran tradición occidental, es el resultado de los efectos devastadores que tuvo el período conocido como la Gran Depresión sobre la mentalidad colectiva de los años 30 del siglo pasado. Fue aquel un periodo de gran sinceramiento, como se diría hoy, de los hábitos sociales, particularmente en lo relativo a los distintos órdenes morales y éticos.
Cierta zona de la prensa escrita neoyorkina del periodo de entre-dos-guerras permitía suponer la preferencia del gran público por las narraciones basadas en personajes y escenas de la vida cotidiana y el estilo coloquial: pienso no solo en autores populares como Damon Runyon, sino en autores más artísticamente depurados, como Scott Fitzgerald o como John Dos Passos, quien muestra en novelas como Manhattan Transfer (1925) o la Trilogía USA (1930-1936) la realidad de las clases trabajadoras y el fracaso de sus expectativas.
Al final de una juventud díscola, durante la cual desempeñó numerosos oficios en empleos de poca paga y de corta duración, y luego de separarse de su primera esposa, Miller decidió emigrar a París. La vida bohemia que llevó durante sus primeros años en la Ciudad Luz constituirá el tema de sus primeras novelas. Muy poco ficticios son los rasgos grotescos, el universo cosmopolita y la conducta anárquica que manifiestan muchos de los personajes de las primeras novelas de Miller, si se considera que prácticamente todos pertenecen a los sectores marginales de la sociedad parisina de la época. En su mayoría, se trata de inmigrantes extranjeros, aspirantes a artistas y escritores en busca de ser publicados, mujeres de vida alegre, borrachos y chulos, etc.
Pero tal vez lo más interesante de la escritura Miller es la estrategia de figuración que adopta el narrador de sus novelas para valorar a cada uno de esos personajes a partir del momento mismo en que se refiere a ellos, como se observa en el siguiente ejemplo, tomado del segundo párrafo de Trópico de Cáncer:
Anoche Boris descubrió que tenía piojos. Tuve que afeitarle los sobacos, y ni siquiera así se le pasó el picor. ¿Cómo puede uno coger piojos en un lugar tan bello como este? Pero no importa. Puede que no hubiéramos llegado nunca a conocernos tan íntimamente Boris y yo, si no hubiese sido por los piojos.
El gusto por lo grotesco-ordinario emparenta al narrador de las novelas de Miller con una línea de escritura francesa que va de Rabelais a Houllebecq, pasando por Céline y luego por Boris Vian, y que luego será retomada por varios de los narradores de la llamada Beat Generation, denotando la voluntad expresa del autor por desprenderse de la serie de máscaras sociales que, como las del “prestigio”, la “autoridad”, la “maestría”, etc. contribuyen a menudo a disimular, cuando no a ocultar, la radical humanidad del escritor. Sin embargo, el clima predominante en la mayoría de sus novelas, mezcla de ironía, humorismo, cinismo, anarquía y erotismo, es posible encontrarlo en varios escritores estadounidenses de la época de la Gran Depresión.
Conviene tener en cuenta, en efecto, que la de Miller es una escritura surgida en tiempos de crisis y que gran parte de su público tuvo que vivir una existencia suspendida, primero por la gran crisis económica, y luego por el estallido de la Segunda Guerra Mundial, la cual sorprendió a Miller en París. Al asumir en su escritura una postura “sin pose de autor”, esto es, de la manera más directa posible, el autor echa por el suelo las murallas que tienden a separarlo socioculturalmente de su lector, permitiendo que este último se convierta en testigo, o mejor en cómplice de las acciones contadas.
A este proceso que conduce a la desnudez enunciativa es precisamente a lo que Miller llama «matar al hombre literario». En su caso, este proceso se ve reforzado por el empleo de una terminología comúnmente considerada “procaz”, “soez” o “vulgar”. En lugar de “espantar” a sus lectores —como sus censores norteamericanos creían que sucedería— el empleo de este tipo de léxico se convirtió en el principal motor de una escritura eminentemente transgresiva.
En ese sentido, conviene señalar que, en 1932, o sea dos años antes de la publicación de Trópico de Cáncer, el francés Louis Ferdinand Céline publicó su novela titulada Voyage au bout de la nuit (Viaje al fin de la noche), en la que pone de manifiesto una base enunciativa en primera persona del singular, un movimiento narrativo de corte autobiográfico, un gusto por lo grotesco-ordinario y una procacidad expresiva sumamente parecidos a la que pocos años después quedarían expuestos en la prosa de Miller, aunque con un marco narrativo ubicado en el París de la Primera Guerra mundial.
Tanto en Miller como en Céline resulta notorio un mismo desenfado en el relato en primera persona de acciones y sucesos grotescos que afectan de manera directa al narrador, así como una misma actitud anómica y amoral respecto a los valores establecidos de las sociedades occidentales.
No es extraño, por tanto que ambos escritores hayan disfrutado ampliamente del fervor público a pesar de la censura que les afectó por igual, aunque por razones distintas (Céline fue censurado en Francia bajo acusación de haber colaborado con los nazis bajo la Ocupación): ambos autores escogieron escribir para personas reales.
Así, mientras que fuera de los EE.UU. Miller fue leído ampliamente por esa gran franja de público que leía libros cómicos, en los Estados Unidos, a causa de la prohibición que afectaba la venta de sus obras, únicamente fue leído durante décadas por los escasos miembros del público “escandalizable” que podían adquirir sus libros en Europa.
Al leer a Miller en nuestra época, descubrimos a un autor que supo detectar una de las últimas zonas todavía vírgenes en el amplio espectro de la literatura universal. Consideradas desde este punto de vista, un sector importante de las manifestaciones artísticas populares (desde el soul, el funky y el rice and beams hasta el hip-hop y el dembow, pasando por el reguetton) resultaron viables debido al “efecto mariposa” que produjo la irrupción de las novelas de Henry Miller en el mercado de bienes simbólicos.
La revolución sexual de la década de 1960 lo convirtió en uno de sus iconos, junto con el filósofo alemán Herbert Marcuse, y varios números de revistas de amplia circulación como Playboy, Penthouse y American Lampoon, entre otras, publicaron entrevistas y textos suyos de corte erótico. Así comenzó la “moda Miller”: al otro extremo de la escritura Miller.