Desde que el gran filósofo de la lengua de Cervantes, José Ortega y Gasset, afirmara que “la claridad es la cortesía del filósofo”, la escritura filosófica (al menos en el orbe hispánico) dio un nuevo giro literario y ético, y la filosofía dejó de verse solamente en forma de tratado científico para adoptar la del ensayo, con vocación de estilo. Sin embargo, ya con Voltaire durante la Ilustración, en el siglo XVIII, Nietzsche en el siglo XIX, y en el siglo XX, con Bergson, Camus, Cioran o Russell, la escritura filosófica dio lecciones de estilo, señales de claridad expositiva y elegancia argumentativa. Lo extraño es que la filosofía, en el alba de la tradición clásica griega, nació como poesía, se escribía en fragmentos y aforismos de aliento poético –como se observa en los filósofos presocráticos–, y luego, con Platón, se volvió diálogo, es decir, literatura (teatro de ideas). Es con Aristóteles cuando se vuelve tratado, y se acentúa esta forma de escritura científica en la historia del pensamiento filosófico occidental –no así en el oriental—hasta llegar a su paroxismo durante los siglos XVII, XVIII y XIX (con Spinoza, Kant, Hegel, Marx, Leibniz, Hume, Locke, entre otros). O hasta la primera mitad del siglo XX, con Husserl y Heidegger, sus últimos mandarines, que representan el último canto de cisne del pensamiento filosófico occidental sistemático, con vocación científica.
Resulta que, como Ortega y Gasset hizo mucha filosofía en diarios y revistas no académicas, su obra está imbuida de un espíritu, que aspiró siempre a dicha vocación de estilo—y de ahí que sus detractores lo califiquen como literato o sociólogo.
La filosofía –desde Platón– es un género literario –pese a que con Aristóteles se volvió tratado—, y en palabras de Daniel Innenarity: “La filosofía es una de las Bellas Artes”. Acaso su vocación de tratado sea anterior a su vocación de ensayo. Es natural, pues el ensayo personal como género, nace con Montaigne, su inventor, en el siglo XVI, y quien fue, a mi juicio, un filósofo, a su modo, tras publicar sus Ensayos, en 1580. Muchos Discursos, y aun Manifiestos –pese a denominarse como tales–, no son más que ensayos, por su forma, soltura expresiva, y acaso por su fuerza persuasiva. El Discurso del método de Descartes, el Discurso a la nación alemana de Fichte, el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres de Rousseau, el Discurso sobre la servidumbre voluntaria de Etienne de la Boetie, El manifiesto comunista de Marx y Engels, por citar de ejemplos, representan emblemas ideológicos y filosóficos, cuya potencia de sus ideas contribuyeron a cimentar, perfilar y definir, en gran medida, el decurso del pensamiento moderno. También, por su influencia, en el adoctrinamiento en la historia de la mentalidad del mundo intelectual de Occidente.
Como la filosofía es una disciplina que nace del mundo académico o, más bien, que sistematiza su enseñanza –con la academia platónica o el liceo aristotélico—, por tanto, pertenece al dominio académico. Y la academia –que se caracteriza por ser rigurosa y con aspiración científica, como la filosofía académica –, por consiguiente, tampoco tiene vocación de estilo. De suerte que, y en suma, el tratado no tiene voluntad de estilo y, en esencia, el ensayo sí. En consecuencia, no hay tratadistas que sean estilistas per se, pero sí ensayistas que son estilistas. No olvidemos que el filósofo Henri Bergson ganó el Premio Nobel de Literatura, en 1927, acaso porque era un enorme prosista o estilista; también el filósofo y matemático Bertrand Russell, en 1950, pese a que no fue un estilista, pero escribía claro como el agua, aunque con prosa tediosa.
Pero resulta que escribir, solo obsesionado por las ideas, profundas y rigurosas, produce un descuido en la expresión formal. Y quien escribe pendiente obsesivamente del estilo se queda, a menudo, en la superficie del pensamiento, en su levedad y ligereza. He ahí el dilema, y acaso la trampa del oficio y el desafío formal, en este difícil equilibrio en el cultivo de la escritura filosófica. Algunos escriben muy pendientes del lector y otros se olvidan de su interlocutor. Cierto, que la escritura literaria es un tejido verbal, en el que convergen y confluyen un ritmo, una prosodia, una música secreta y una musicalidad, en la expresión sintáctica. El escritor de filosofía vive la angustia pendular de no ser aburrido y también de no ser comprendido. Pero el que hace filosofía académica –o profesional– vive bajo la convicción de que escribe para un circuito limitado de lectores especializados: publica en revistas especializadas, académicas, y para un público minoritario.
Quien tiene interés en conquistar una masa crítica de lectores ha de saber que debe escribir en un estilo llano, didáctico y comprensible, lo cual también puede ser un hándicap. Estilo es forma. “El ensayo es forma”, como ya lo dijo Theodor W. Adorno (filósofo que escribía con aridez y cuya prosa era oscura como la noche).
Quien escribe imbuido de una vocación de estilo está pendiente de la forma de decir las cosas, de comunicar sus ideas, con amenidad, gracia y claridad. “Cuando abandoné la voluntad de estilo, me propuse algo más difícil todavía: escribir como todo el mundo”, afirma Fernando Savater, un filósofo, a quien los filósofos sistemáticos y rigurosos no reconocen como tal, sino como un intelectual, un escritor, un ensayista, un periodista o un pensador, no como un filósofo. Prefieren a Eugenio Trías, en la tradición de la filosofía hispánica. Tampoco reivindican a María Zambrano, y a veces ni a Ortega ni a Ferrater Mora, pues fueron estilistas, filósofos con voluntad de estilo, o filósofos-escritores, que no escribieron para el reducido mundo académico sino para el mundo literario, para un público de literatos, lo que los hace aves raris en el ámbito académico y en la tradición filosófica.
Además, ¿para qué siempre hay que ser filósofo? ¿No basta con ser un pensador o intelectual a secas? ¿Por qué siempre hay que filosofar? ¿O siempre ser intelectivo y no intuitivo? ¿No es suficiente con pensar con elegancia, ritmo y gracia? (Paz y Borges fueron pensadores, mas no filósofos, y ni falta les hizo). Dice Savater, no sin ironía y cinismo, y quizás con razón: “Alguna vez, creyendo ofenderme, han dicho de mí que no soy un filósofo, sino un periodista. A mucha honra. La verdad es que no soy un filósofo, sino un philosophe, con minúscula y si es posible en francés del ilustrado siglo XVIII. Cuando llegue el momento de separar el trigo de la cizaña, quiero que me envíen por indigno que sea junto a Montaigne, Voltaire, Camus o Cioran. Junto a Hegel o Heidegger me aburriría demasiado. Para ser filósofo no solo me falta talento sino que me sobra guasa anti solemne o, si se prefiere, alegría escéptica”.
Acaso la forma de hacer filosofía como tratado, como obra científica, irrefutable, al margen de su valor estilístico, pero con voluntad de agotar el tema, y de fundar un sistema de pensamiento, quizás se agotó en el siglo XIX. El último filosófico decimonónico, de estirpe romántica y nihilista, fue Nietzsche, y fue otra ave raris, en la tradición del pensamiento sistemático y tratadístico, con vocación científica, de la filosofía occidental, ya que fue un filósofo fragmentario y aforístico, como los presocráticos de la cultura helenística—a quienes tanto admiraba. La Era de los grandes tratadistas filosóficos se cerró, en el siglo XX, de modo ejemplar –insisto–, con Husserl y Heidegger, y con el Sartre de El ser y la nada. Y volvió a refundarse, con ciertos matices literarios, con los últimos bostezos de Foucault, Deleuze, Derrida o Badiou (en algunos libros), o los alemanes Habermas y Gadamer o los nacionalizados británicos, Popper y Berlin.
Por tanto, asistimos, en la segunda mitad del siglo XX hasta el presente, a una nueva forma de escribir filosofía y, de filosofar. O sea, al fin del espíritu de sistema, de la sistematicidad del pensamiento, a cambio de una forma literaria, elástica, flexible, seductora, encantadora, pero elegante y grácil. Es decir, a una forma expresiva de exponer las ideas y postular el pensamiento como un ejercicio del intelecto, con vocación de estilo, igual que como fue su tradición histórica primigenia, pero despojada de la retórica abstrusa, oscura, sinuosa y ultra sistemática, de los filósofos del pasado clásico.
Como se ve, el predominio del sistema sobre la libertad expresiva o la fragmentación, permearon –o caracterizaron– el decurso del pensamiento filosófico de Occidente. Esa época de los galimatías conceptuales de la filosofía llegó a su clausura hegemónica hacia el crepúsculo del siglo XX, y tomó un giro hacia la transparencia y la claridad expositiva y argumentativa, anhelo de Ortega y Gasset. Ojala que haya sido para bien, que perdure, y que se trasforme en una de las Bellas Artes, como la poesía, como abogó Daniel Innenarity, y como acaso lo prefiguró o anheló Platón, en la aurora del pensamiento filosófico de la antigüedad clásica helenística.