La postmodernidad, como etapa histórica y cultural, ha introducido un marco conceptual diferente que ha cambiado la forma en que concebimos nuestra identidad como seres humanos. Esta era postmoderna ha traído consigo una crisis antropológica que gira en torno a la desvinculación del individuo de su propio ser, un distanciamiento del ser humano de sí mismo y de su entorno.
Las diferentes crisis de los últimos tiempos tienen sus raíces más profundas en la concepción del ser humano, de cómo la persona se percibe a si misma y a los demás
Los conceptos de ser persona, ser hombre, ser mujer, ser madre, ser padre, ser hermano, son dejados a la suerte del subjetivismo sin sujeto. Este marco contemporáneo ha erosionado las identidades fijas y definidas, favoreciendo un pluralismo extremo donde todo es posible y nada está predeterminado. Es decir, un subjetivismo marcado por un profundo relativismo. A través de esta lente, el ser humano se desvincula de su propia identidad, convirtiéndose en un sujeto fluido, descentrado y autorreferencial.
En la era postmoderna, el hombre se encuentra en un estado de dualidad constante, un escenario contradictorio que desafía su sentido de identidad y propósito. Por un lado, está el individualismo, la necesidad de afirmar su unicidad, de distinguirse del resto, de seguir su camino único de autodescubrimiento y desarrollo personal. Sin embargo, este individualismo se ve obstaculizado por la presión de conformarse a una masa, de ser parte de un colectivo, de diluir su identidad en un mar de similitudes. Esta tensión entre el yo y el nosotros puede llevar a un conflicto interno, una crisis de identidad, en la que las personas luchan por preservar su autenticidad en medio de las fuerzas homogeneizantes.
Al mismo tiempo, el hombre postmoderno se encuentra en otro campo de batalla contradictorio: el de la razón frente a la emoción. Como seres racionales, estamos capacitados para el pensamiento lógico, la toma de decisiones basada en hechos y la observación objetiva del mundo. Sin embargo, también somos criaturas altamente sensibles, llenas de pasiones, emociones y sentimientos, que a menudo no se rigen por la lógica. Nuestro desafío en este mundo postmoderno es aprender a navegar entre estas fuerzas contrapuestas, equilibrando nuestro individualismo con nuestra pertenencia colectiva, nuestra racionalidad con nuestra sensibilidad, para construir una identidad auténtica y significativa.
En su exhortación apostólica «Evangelii Gaudium» (La alegría del evangelio), el Papa Francisco advierte sobre una especie de avasallamiento de la cultura con la imposición de estilos y formas de vida uniformes, propulsada por un sistema económico mundial que se nos impone creando una uniformidad que anula al individuo. El papa denuncia esta especie de colonialismo globalizado (véase los números 14, 148, 159, 173). Las grandes naciones y las grandes multinacionales están determinando nuestros gustos, sentimientos, formas de vernos y comprendernos.
El rompimiento cultural va acompañado de un alejamiento de la identidad de cada ciudadano, que al entenderse “ciudadano del mundo” se pierde en el anonimato. La identidad cultural proporciona un sentido de comunidad y pertenencia que puede ser un antídoto contra la alienación y la deshumanización.
Dentro de esta crisis antropológica, la relevancia de la Inteligencia Artificial (IA) adquiere mayor importancia. A medida que la crisis antropológica se profundiza, el humano se vuelve cada vez más dependiente de la IA. Esta dependencia está creando un nuevo paradigma en el que la IA no solo es un complemento para las funciones humanas, sino que se convierte en un substituto.
La crisis podría desembocar en una delegación del ser humano al ser artificial. Esta posibilidad plantea preguntas fundamentales acerca de lo que significa «ser». ¿Puede la IA asumir verdaderamente el atributo del «ser», o simplemente está simulando la apariencia de ser? ¿Es ético permitir que una entidad artificial asuma funciones y roles que históricamente han definido lo que significa ser humano?
En darnos luces ante esta problemática desafiante, La filosofía y el cristianismo juegan un papel importante. La filosofía en su esencia, se ocupa de la interrogación sobre el ser, su significado y sus implicaciones. Así, le corresponde a la filosofía continuar la ruta de la pregunta sobre el ser en este nuevo contexto postmoderno. ¿Cómo evoluciona nuestra comprensión del «ser» en un mundo donde la tecnología puede imitar, replicar y, en cierto sentido, «ser»?. El cristianismo, por su parte, proporciona el sentido de ser hijo de Dios. Ser creado a imagen y semejanza del Creador inspira a la persona a mirar más allá de sus límites personales y aspirar a bienes mayores que trascienden lo humano.
Para concluir es necesario afirmar que ambas inteligencias convivirán de manera colaborativa y esto será posible en la medida que cada una fortalezca su identidad y su rol.