Tuve el honor de compartir trabajo y de disfrutar su talento como artista del teatro con Juan Carlos Campos Sagaseta de Ilurdoz (Koldo) o Nepomuceno Concepción – uno de sus pseudónimos y llego a la conclusión de que, más que un excelente actor, más que un irreverente dramaturgo, más que un atrevido y sarcástico columnista de periódico, quien se ha ido, con ceremonial de muerte asistida o no (eso no tiene importancia) era un creador de pensamiento nuevo. De pensamiento propio.
A estas alturas en que ya se ha ido, nos queda la certidumbre de que habrá de ser bien recordado por su familia, sus tres hijas Irene, Itaxo y Haizea, por la madre de Irene, Oleka Fernández.
Me adentro en algunos de sus artículos, y de ellos brota abundante y fino el sarcasmo, consistente y limpio, ese tono de verdades necesarias. La principal característica de Koldo era su coherencia.
No le importaba el rechazo local a su condición de artista y de creador. Las antologías de poesía y teatro están ahí, en la cuales su nombre- a pesar del valor de su obra- está ausente. Lo consideraban un extranjero intruso en nuestras letras. Y no. Las letras, por una parte, son un código sin nacionalidad y, por otra parte, era dominicano de pleno derecho por nacionalización.
Koldo (Juan Carlos Campos Sagaseta) , in memoriam.
Koldo (Juan Carlos Campos Sagaseta) , in memoriam.

Se trataba de un creador de la palabra, de un sentido tan asertivo como brutal.  Veamos este artículo:

Papanatas

El pasado sábado, el canal 24 horas de TVE, entre otros cintillos con información pasaba uno que me dio vergüenza… vergüenza ajena para ser preciso, al constatar, una vez más, como esta sociedad, mediocridad mediante, persiste en el empeño de guardar lealtad a su más patético y legendario esperpento.

Hablamos de una sociedad conformada en su mayor parte por papanatas, esa especie que, interesada, raya en la candidez más desoladora para poner a buen recaudo lo pusilánime de su grito de guerra.

“Se reafirma el principio estadounidense de que nadie está por encima de la ley”.  

Se deduce, en consecuencia, que el `principio ético que establece que nadie esté por encima de la ley es un principio estadounidense, y me pregunto si sabrán estos tristes palmeros del maldito sueño “americano” que el “principio estadounidense” que reverencian, algunos “fascinados”, ya existía mucho antes de que existieran los Estados Unidos.

¿Sabrán que ese “principio”, así sea como enunciado, hace siglos que ha sido y sigue siendo principio universal de convivencia en cualquier sociedad que se respete, insisto, así sea como enunciado?

Hasta el emérito español me daría la razón.

Ahora entiendo el extraordinario éxito de Taylor Swift, con sus Grammys circulando por Madrid, acompañada de un centenar de enormes camiones trasladando miles de toneladas de equipo y cientos de profesionales, para una maravillosa puesta en escena, que contó con un espectacular despliegue de luces y un vistoso manejo del color, así como con más de veinte cambios de vestuario, y eso sin entrar en los millones que deja y que se lleva de beneficio, y que en todos los espacios informativos, humorísticos, deportivos, meteorológicos, concursos… se dio cobertura informativa al espectáculo de los dos días y los previos, celebrando reiteradamente a la cantante y productora.

Ahora lo entiendo todo, pero, a propósito, ¿alguien habló de música? Yo, hablo de papanatas.

(Preso politikoak aske)

Y otro artículo de Cronopiando, que nos muestra su perspectiva política:

Sobre colonialismos e ideologías desacralizadoras

Es posible que Monroe no tuviera intención de referirse al nombre cuando puso su firma a tan alevosa doctrina, pero quienes más tarde se ocuparon de seguir implementando la ilustre canallada, han llegado, incluso, a usurpar el derecho al americano apelativo.

Si en el Norte no han tenido empacho en desvirtuar en su provecho todos los acentos y maneras de un surtido continente de patrias a las que se niega su independencia, menos razón habría para suponer que se les fuera a respetar sus nombres, su identidad, su derecho a ser americanas.

Cierto es que, para muchos americanos de los Andes o el Caribe, para muchos pobladores de favelas o inquilinos coloniales, no hay más americano que el nacido o proveniente de los Estados Unidos y, por extensión, todo turista blanco no importa su lugar de procedencia.

Quienes siendo de origen europeo vivimos o hemos vivido en América, con frecuencia, nos convertimos en los únicos "americanos” de una americana comunidad que, ignorando su derecho, cedía gustosamente su nombre a los únicos vecinos no americanos.

Pero habrá que recuperar cuanto antes el propio nombre para poder reconquistar después también la propia identidad, y más tarde el derecho y la vergüenza, y terminar honrando finalmente una real y verdadera independencia.

En esa lucha inicial por ganarse el derecho al propio nombre, mucho ayudaría que desde fuera, desde Europa, por ejemplo, no se contribuya con ese nominal despojo, para que no sigamos hablando del presidente  “americano” cuando nos refiramos al presidente de los Estados Unidos de Norteamérica; que no sigamos hablando o escribiendo del cineasta ”americano” ese que nunca es argentino o chileno; del escritor “americano que tampoco es uruguayo o colombiano; del jugador “americano” que nunca es brasileño o mexicano…

No es necesario apelar a la imaginación para suponer la opinión y la actitud de españoles, ingleses o italianos, por ejemplo, si América diera en negar el apellido europeo a esos países para adjudicárselo en exclusiva a los franceses, o si fueran los alemanes quienes se apropiaran del común nombre en detrimento del derecho de todos los demás países europeos a considerarse tales.

Si somos capaces de entender la necesidad de contribuir al desarme de la ideología machista desarmando, por ejemplo, el lenguaje sexista, ¿por qué no considerar también la urgencia de no seguir siendo cómplices de un continental despojo, cada vez que reducimos América a la exclusiva y excluyente dimensión de los Estados Unidos?

Cuba, Perú, Nicaragua, la República Dominicana…  son americanas, tanto o más que esos Estados Unidos de Norteamérica que se han apropiado, también, del nombre, y cada vez que, por comodidad, costumbre o ignorancia, usamos el término americano como sinónimo de estadounidense, estamos siendo cómplices de un robo, de una infamia.

Y sí, América debe ser para los americanos… pero para todos los pueblos americanos.

El Nacional febrero 19, 2009

Y este  trabajo fue su respuesta a quienes le negaban en e país toda cualidad artística:

El club de los innombrables

Los poetas del patio siempre me han considerado, en el mejor de los casos, un buen dramaturgo.

Los dramaturgos por su parte nunca han tenido reparos en elogiar mi poesía y, unos y otros han coincido en admitir que soy un buen columnista.

Por suerte no escribo novela…todavía.

Pero a estas alturas, 21 años después de vivir y escribir en Santo Domingo, casi los mismos en que porto en mi cédula la nacionalidad dominicana, semejantes olvidos ni me sorprenden ni me afligen. Puedo vivir con ellos.

A veces me he entretenido en repasar en las numerosas antologías poéticas publicadas en el país en relación a las últimos veinte años si acaso algún desubicado cronista tuvo a bien citarme, aunque sólo fuera para dejar constancia de que existí como poeta o dramaturgo, pero ni siquiera en el exhaustivo inventario de publicaciones y premios literarios que Balaguer adjuntaba en sus cortesanas memorias y en el que se reconocen hasta las más conspicuas medianías y todas las premiaciones habidas, aparece "Hágase la Mujer", como primer premio de teatro en el 87, en Casa de Teatro, o "The Chusma Herald", primer premio en el concurso internacional de poesía Gregorio Aguilar Barea, en Nicaragua.

También, por curiosidad, me he entretenido en ocasiones en tratar de sorprender mis apellidos en alguno de los movimientos literarios que los expertos acostumbran a registrar para la historia patria, ya sea la generación del 80, de los 90, de los constructivistas, de los metafísicos, de los urbanos, de los rurales, de los postmodernos, pero ni siquiera he llegado a saberme o encontrarme entre los ilustres miembros de la generación de los indecentes.

Como tampoco nunca he buscado aliados en el gremio para, al conjuro de algún rasgo común, encontrar acomodo y espacio en un posible colectivo de poetas calvos o encoletados o carnívoros y he rumiado siempre solo mi decir, nadie va a encontrarme asociado a alguna familia literaria.

Y para mayor desgracia, al no haber nacido aquí, nunca podré ser parte del grupo de poetas de Santiago, de Puerto Plata o de Las Matas de Farfán.

Me queda, eso sí, el Club de los Poetas Muertos, pero hasta para ingresar en tan distinguida nómina es obligatorio haber vivido antes, haber gozado siquiera de una efímera existencia, así que, a la espera de que alguna antología o cronista recoja la modesta aportación de los poetas innombrables, sólo me queda dar las gracias a las excepciones, a Manuel Chapuseaux, a Reynaldo Disla, a León David y a Jesús Sosa, ese que siempre que me encuentra me dice…"¡poeta!".

(Publicado en julio de 2002)

Y para terminar, este otro articulo en que juega con la fábula y la imaginación propia y la del lector, en  torno a su versión de Jack el Destripador:

Jack el Destripador en los Sanfermines

Antes de que respinguen, me siento en la obligación de confesarles que sigo vivo y que las únicas dos verdades que se han dicho o escrito sobre mi persona es que me llamo Jack y que mi leyenda nació en Londres.

Nada tuve que ver con los crímenes que se me imputaron.

Cierto que, para entonces, yo me había ganado una sólida reputación como degollador privado, pero doy fe de que sólo aplicaba mis buenos oficios a violadores, pederastas y proxenetas. Nunca he levantado ni mano ni cuchilla contra mujer o infante.

Tampoco contra un animal.

Lo que ocurrió en Londres y que fue la causa de que empezara a tejerse la mala fama a la que debo mi buen nombre, es que Scotland Yard al no saber dar con la respuesta a la violencia machista que tenía a la ciudad en vilo, optó por buscar a un Jack expiatorio al que poder acusar de todos los feminicidios pendientes. Caso cerrado. Scotland Yard había hecho su trabajo y, al día siguiente del anuncio, Londres amanecía en paz.

Para la patriarcal sociedad inglesa era preferible centrar todo el horror en una sola persona que aceptar que, detrás de cada cuchillo feminicida, siempre hay más de una mano, y que ningún crimen tiene tantos cómplices como el que le cuesta la vida a una mujer.

Tuve que huir de Londres y, gracias a mis rentas en blanco y diferido, dedicarme a hacer turismo por el mundo releyendo a cada rato mis andanzas en esos medios de comunicación que, no teniendo a mano una maldita guerra de la que ocuparse, se dedicaban a especular sobre mi identidad e itinerario.

Viviendo en Estocolmo me descubrieron en Tananarive; los diez años que residí en Marsella, fui visto en California y Katmandú, y peor suerte corrí en Beirut donde se llegó a anticipar mi muerte. De mi estadía en Santo Domingo no se enteró nadie. Para entonces yo andaba por Bucarest, Ankara y la Polinesia.

Lo que tampoco nadie supo nunca fue que, entre puertos y aeropuertos, un buen día recalé en Pamplona.

Casualidad también: “Sanfermines!”

Conseguí, y un 6 de julio, la última plaza hotelera que quedaba en la ciudad y fue gracias a una repentina anulación en el hotel en el preciso momento en que yo le insistía al encargado que comprobase, por favor, si no le quedaba alguna habitación libre.

Un australiano que había llegado a Pamplona decidido a tirarse de cabeza de la fuente de Navarrería, se entrenaba en su habitación lanzándose desde arriba del armario de cabeza a la cama y falló el tiro.

Antes de perder el conocimiento acusó a un desconocido que se había colado en la habitación de haberle movido la cama en el momento del lanzamiento y, lo que es peor, también en el momento del impacto.

El testigo era yo y, al margen de desmentir sus infundios, nada pude hacer por él. Antes de que se lo llevara la ambulancia anuló su plaza y yo ocupé la habitación en el hotel La Perla en el que, por cierto, aseguran que se alojaba Ernest Hemingway.

Del hotel salí a la calle por curiosear un rato y comprar el periódico. Ya no volví al hotel. Desde que la primera charanga me pasó por al lado mis piernas decidieron seguirla y, una hora más tarde, cuando ya lo había bailado y cantado todo, una comparsa de txistularis y gaiteros me salió al paso en Chapitela. Junto a tres mozos más con los que había empezado a andar, tinto arriba y tinto abajo, rendido caí frente al Ayuntamiento a tiempo del txupinazo.

Tras el cohete y el champán, la locura se apoderó del gentío y, en volandas, trago va trago viene, bailé junto a mis cinco amigos por San Nicolás hasta arribar a la Plaza del Castillo, tal y como acostumbraba Hemingway.

Me sentía como en casa, hasta en sus más húmedos detalles. Le llaman “txiri-miri”. Estaba feliz… bueno, y un poco menos abstemio de lo que siempre he sido, pero es que, en El Marceliano, donde acostumbrara, dicen, a comer Hemingway, la txistorra pide vino como los calamares una buena cerveza.

Me fascinaba el humor natural de este pueblo. En Pamplona la gente, para bailar y reír, no tenía que pedir permiso. Hasta me decidí a correr en el encierro, al igual que Hemingway.

Es cierto sí que, si del animal dependiese, seguro que preferiría seguir pastando tranquilamente en su retiro o contribuyendo a traer terneros al mundo, pero al menos no lo torturan ni lo matan como en una corrida de toros.

Junto al monumento a los fueros, unos tragos más tarde, disfruté la música y la danza de este pueblo, su manera de ser y compartir. Ya éramos ocho la alegre cofradía que reconfortaba el espíritu de taberna en taberna; y muy pronto fuimos una docena los feligreses que asistimos en Navarrería al tradicional salto de la fuente de la que también, me dicen, saltaba Hemingway.

Al que no vi fue al australiano del hotel. Una hora después ya éramos veinte los nazarenos que nos flagelábamos kalimotxos y txupitos para mejor sobrellevar la oportuna visita a las barracas.

Los fuegos artificiales me sorprendieron solo en un banco de la Vuelta del Castillo y, a su término, levantada la veda de la ginebra por unas horas, proseguí mi periplo por los bares del Casco Viejo donde me fui a encontrar con Hemingway hasta en cuatro barras, para acabar, Hemingway y yo, emborrachándonos en las “txosnas” y paliar a dos manos horas más tarde la común resaca con un chocolate con churros en La Mañueta.

Tarde, pero de buen humor, amanecí al día siguiente. Lo que no recuerdo es dónde. Sé que iba paseando por la calle de la mano de mi resaca cuando en una esquina, de improviso, se me heló la sonrisa en pleno Julio. Volví a leer el cartel que me sobrecogiera y se volvió a repetir el mismo escalofrío.

No lo podía creer y, desolado, pedí ayuda al primero que me pasó cerca para que me lo explicara. El buen hombre acabó confirmando todas mis sospechas. Yo no podía apartar mis ojos del cartel. Me estaba quedando sin aire y, esta vez, no podía echarle la culpa sólo al enfisema. Y era cerca de allí, en la Plaza de Toros.

No tarde más de diez minutos en llegar. Lentamente me quité la capa, negra como la noche, y la puse a flotar sobre la arena en medio de la plaza. No sonaron timbales ni clarines, si acaso, los bufidos del animal escrutando las sombras, oteando al enemigo.

Lo cité de lejos, mirando al tendido, y se vino hacia mí, ajeno a la suerte que el destino iba a depararle, decidido a embestirme con su hambre de gloria.

Tres verónicas más tarde, recorté sus urgencias con un oportuno afarolado y otra media verónica y un molinete más, antes de permitir que se alejara resollando su temprana frustración, buscando el burladero.

Cambié de tercio y, a falta de un caballo y su correspondiente picador, le asesté tres rejonazos que dejaron desnuda su ambición y tiñeron de sangre el redondel. Aquel blanco chorreao, de grana y oro, ya nunca sería el mismo.

Cambié otra vez la suerte y, uno tras otro, con maestría y gracia, le coloqué tres pares en lo alto. El primer par de palitroques en desagravio por los tantos toros muertos en siglos de festejos tan inmundos; el segundo par de banderillas, a la salud de la fiesta nacional; y el tercer par de garapullos, por si no comprendía el acertijo e insistía en llamar arte a la tortura.

El animal buscó las tablas, rumiando la inminencia del fracaso, mientras yo, chistera en mano, saludaba desde el centro del coso los desiertos tendidos, y un torero pasodoble rubricaba mi artística faena.

Muleta en mano acometí el último tercio en tandas cortas, medidas y elegantes.

Soltando gañafones y derrotes volvió hacia mí, buscándome la espalda. Lo recibí con un pase de pecho y otro más mirando hacia el tendido. Después un natural, cuatro redondos y un desplante maestro de rodillas.

Varié de mano para una nueva serie. Cuatro manoletinas en silencio, otro pase de pecho hasta cuadrarlo y, entonces, saqué el acero oculto en la muleta.

Ya estaba medio muerto el animal, pero, irguió el testuz a falta de un respiro, como si me pidiera un nuevo aire, un imposible gesto de piedad.

Para que descansara la cabeza, puse a sus patas la bolsa del dinero, un titular glorioso a ocho columnas, un cortijo andaluz, un relicario, una tonadillera, un par de coplas, una mantilla negra… y cuando al fin, jadeante, reclinó su amenaza en busca de la fama, le asesté en todo lo alto una estocada que hizo rodar al torero por el suelo.

Después, a falta de un buen rabo, le corté los dos huevos y, yo mismo, me saqué a hombros de la plaza.

Una hora más tarde abandoné Pamplona. Ni siquiera me pude despedir de Hemingway.

(Columna Cronopiando de El Nacional)

(Euskal presoak-euskal herrira)

Su vida/su obra

Koldo (Juan Carlos Campos Sagaseta) , in memoriam.

Sobre Koldo/ Medio vasco, medio dominicano, residís en Azkoitia.

Ha publicado los poemarios «Miermelada», «The Chusma Herald» y «La caja negra», así como algunas obras de teatro, entre otras, «¡Hágase la Mujer!», «La Verdadera historia del descubrimiento de América», «El aplaudidor», «La cueva de Salsipuedes» y algunas piezas para café-teatro, como «La Dama de las Camelias…parte atrás».

Poeta, dramaturgo y guionista de cine.

Fue autor, junto a Leticia Tonos, del guión de Juanita (2018). Tambien produjo cuentos infantiles y una novela «La Estatua», inédita.

Fue columnista de los periódicos Gara (www.gara.net) y El Nacional (www.elnacional.com.do).

Su columna periodística «Cronopiando» se publicaba en los periódicos digitales Rebelión (www.rebelion.org) Desacato (www.desacato.info) y  en el desaparecido medio  dominicano www.clavedigital.com.do (Rep. Dominicana).

En el 2008 publicó con la editorial Tiempo de Cerezas «Itxaso, diario de una bebé»; en el 2009, con la misma editorial, «Diario íntimo de Jack el Destripador», ilustrado por J. Kalvellido; en el 2010, igualmente con Tiempo de Cerezas, el poemario «Cronopiando en verso y otras vainas».