Las fuentes primordiales
Para escribir de la manera en que lo hace Gustavo Olivo Peña es necesario leer y estudiar a los propiciadores de la cuentística y, por tanto, conocer en gran medida la historia de este popular género literario, surgido posiblemente en Egipto alrededor del año 2000 a.n.e. ¿Quién no sabe que la palabra cuento se emplea para designar diversas clases de narraciones breves, como el relato fantástico, el cuento infantil o el cuento folclórico, y que es una de las formas más antiguas de literatura popular de trasmisión oral? De hecho -y nos lo enseñan los investigadores-, el cuento apareció como una necesidad del ser humano de conocerse a sí mismo e informarle al mundo acerca de su existencia. Los primeros cuentos eran de origen folclórico, se trasmitían oralmente y tenían infinidades de elementos mágicos. Su origen circunda entre lo mitológico o histórico, a pesar de haber estado desnaturalizado por la fantasía popular.
En el mundo helénico se le prestó atención a los cuentos llamados milesios, obscenos y festivos por naturaleza. Otras fuentes para el cuento han sido el Panchatantra (relatos indios del siglo IV a.n.e.) y la principal colección de cuentos orientales Las mil y una noches “en la que Scheherazade se salva de la muerte a manos de su esposo, contándole cada noche apasionantes cuentos de diversos orígenes y culturas”.
En cualquier libro de historia de la literatura leemos que gracias a Las mil y una noches, el cuento se desarrolló posteriormente en Europa. En la Europa medieval se escribieron numerosos relatos. En Francia, destacaron los romances de caballeros. Asimismo, Geoffrey Chaucer y Giovanni Boccaccio llevaron a sus culturas lo mejor de la tradición medieval y antigua. Es precisamente a partir de Boccaccio cuando la narrativa breve en prosa y realista (conocida como novella) se desarrolla en Italia como forma artística. Gracias a obras como el Decamerón, en Francia se conocieron Las cien nuevas novelas de un autor anónimo y el Heptamerón de Margarita Navarra. Otro autor francés del siglo XVII, Jean de la Fontaine, escribió fábulas basadas en Esopo. A partir de ese entonces el cuento tomó una preponderancia tal que se difundió por todo el resto de las culturas pos-medievales.
La magia de los números: El Monumento
Pero volvamos a nuestro autor, no sin antes recomendarles que lean cuanto antes “El Monumento”, el cuarto cuento de los once que figuran en su libro premiado: “Un hombre discreto”. A partir de este cuento, “El Monumento”, nuestro autor quiere meternos prisa, pero no para que concluyamos de golpe la lectura, sino con el propósito de acercarnos al terreno limpio, preciso y claro de su narrativa. “A prisa para no perder el tren, Marcos descendió por las escaleras hacia el subterráneo”. “Justo a tiempo, el tren se detuvo y se abrió la puerta. Dos pasajeros salieron, un hombre gordo, de lento andar, y una muchacha que casi corría”. “Marcos se dejó caer sobre el asiento frío y duro. Se desperezó un poco y miró el reloj: Las 22:00” (op.cit. p.59).
Con la aparición de este número, seremos presa del singular encanto del misterio. El número 22 se asociará con el vagón, con la hora y con la suma de los pasajeros: “De un vistazo le pareció que los pasajeros sumaban 22”. Qué raro, nos dirá a seguido el autor, 22:00 horas, 22 pasajeros, vagón 0022. Y luego comenta: “Cada noche ocurría lo mismo. Caminara con lentitud o rapidez, justo a la hora 22 se detenía el tren, le correspondía el vagón 22 y los pasajeros sumaban 22” (op.cit. p.61).
Los números, el tiempo, las coincidencias, la presencia de un tren con su abrir y cerrar de puertas, y allí, sentados, pasajeros silenciosos, como salidos de una pesadilla, que conocerán los arcanos de la velocidad sin fin y la rareza de los números.
No me cabe la menor duda de que Gustavo Olivo Peña sabe que, como diría Pedro Gargantilla: en la mente de todo lector hay una decena de números arrinconados que rememoran grandes obras de la literatura, solo hace falta desempolvarlos. Y sabe también que hablar de números no es hablar sólo de matemáticas o de cálculos científicos, como diría María Merino. Con los números, hacemos alusión a esos caracteres que, de un modo u otro, están presentes en la ciencia, en la historia y en la literatura.
En el campo de las letras, ha sido frecuente que muchos autores hayan utilizado los números para inspirarse. Otros se basan en ellos y los emplean como punto de referencia.
Entre los escritores que han mostrado mayor magnetismo hacia el universo numérico está el francés Julio Verne. Recordemos algunas de sus novelas más famosas: “La vuelta al mundo en ochenta días”, “20.000 leguas de viaje submarino” o “Cinco semanas en globo”. En tiempos más cercanos a nosotros, la profunda relación entre las letras y los números la han puesto de manifiesto escritores como Jorge Luis Borges, Lewis Carroll, Pablo Neruda o Italo Calvino. Y aquí, en nuestra media isla, tenemos a nuestro Gustavo Olivo Peña, quien “De pronto notó (seguimos hablando de Marcos, no de Gustavo) que el tren aumentó la velocidad. Pero su estación de parada parecía más lejana esa noche” (op.cit. p.62).
Lo ya dicho: la distancia, la velocidad, el misterio, y claro, el encanto de los números.
(Nota aclaratoria: Estos cuentos de “Un hombre discreto” me han arrobado tanto que habré de seguir escribiendo sobre los siete (7) que me faltan por leer).