I
A través de los siglos de evolución humana, todavía contemplo rostros sin aliento de vida, dispersos en los campos de batalla, como flores marchitas cortadas por la mano del hombre, que mueren día a día.
Observo miradas perdidas que se suman al vacío de múltiples ojos, transformadas en silencio en la profundidad de las voces y arrancadas de raíz por la espada de una muerte vengativa.
Contemplo líderes sin conciencia, tomando decisiones devastadoras; líderes cuyos terribles corazones son el vivero donde diariamente se cultivan vidas para segar otras vidas.
Hoy piso el verde pasto donde descansan generaciones de cadáveres, marcado por cruces muertas que enlutecen los nacientes días de sus naciones.
Desde la distancia, observo madres arrastrando sus pesares sangrantes, sepultando las indelebles imágenes que llevan en sus rostros de las vidas que un día trajeron al mundo y les arrebataron por una guerra no deseada.
Contemplo espejos con rostros de hombres y mujeres hechos añicos, son fragmentos de historias que las guerras han dejado; los días seguirán bebiendo el rocío de los cristales rotos y los niños llorarán con tristeza a sus padres caídos en el tablero del juego de una guerra sin nombre.
Pero también veo a dos amantes uniendo sus labios carnosos y jugosos, donde “sus bocas son la misma carne de varias despedidas de soldados, en lugares remotos”, y de regresos difusos que marchan a la guerra al ritmo de los tambores de la batalla.
Escucho latidos muertos y sangrantes que cubren el espinazo de una tierra salobre quemada por la codicia del ser humano, pero también escucho a la madre orando por su hijo, a la esposa recibiendo la carta de consolación y escucho en los campos sembrados de minas, alambres de púas, cadáveres y charcos de tibia sangre: los hijos del barro luchando por otro día de aire.
También veo, en una colina de cadáveres, una bandera siendo izada y a los dueños de esa conquista reclamando su puño de tierra; por el día de hoy, los vencedores por fin regresarán a sus trincheras y el vencido hermano jamás volverá a su hogar; la tierra se beberá el vino humano de sus venas y los días y los meses devorarán para siempre, sus muertas carnes; los peces nadarán en sus huesos y comerán pedacitos de estrellas en las cuencas de sus vacíos ojos; sus familias siempre recordarán sus nombres, y la historia, sus actos.
II
Perseguido por patrias sin rostros, mi voz clama en vano. En la vorágine de la ambición y la vanidad, las atrocidades del hombre se multiplican. Observo puños poderosos que marchitan nuestros jardines, donde cientos de vidas nacientes aguardan su destino, entregando sus latidos en el altar de la muerte.
En el fragor de la batalla, cuerpos moribundos caen como pétalos marchitos, mientras fusiles vomitan municiones y puñales desgarran la sangre de los soldados. Las creaciones del hombre ennegrecen el día, lanzando bombas que consumen vidas, pero aún sobre las cicatrices de Hiroshima y Nagasaki, la vida se abre paso sobre huesos pulverizados y sonrisas infantiles.
En distintos lugares, padres reciben banderas que cubren los ataúdes de sus hijos, ganadas con sangre en el campo de batalla. La tierra sedienta se alimenta con la sangre de fronteras, mientras jóvenes, peones en el tablero de la guerra, pagan con sus vidas los errores de los adultos. ¿Por qué deben morir por las codicias de quienes nos gobiernan? Nadie responde esta terrible pregunta.
Los buitres llegarán tarde o temprano, devorando los cuerpos y las municiones, dejando solo huesos que con el tiempo se fundirán con la tierra. Soldados de diferentes patrias doblan banderas sobre cuerpos mutilados, recordándonos la fragilidad de la joven humanidad, cuyas tumbas serán testigos mudos de sacrificios en vano.
III
Observo bajo el firme concreto que envuelve los féretros, en lo profundo de la negrura terrenal, fragmentos de huesos que susurran sus historias, clamando justicia, ¡mas no de los hombres, sino divina!
En verdad, el hombre, a través de los siglos, persiste como el mismo Caín de aquel Edén olvidado; de aquel paraíso creado con divina potestad para perpetuar la inmortalidad de la creación.
La desobediencia primigenia aún se esparce sobre la tierra, contaminando cada nuevo nacimiento humano con el pecado original; una sola mordida bastó para sentenciar a la humanidad.
Quizás llegue un día en que la ira del Creador ahogue el cáncer que es el ser humano, pero esta vez no habrá Arca que proteja a la estirpe destructiva llamada humanidad. Mientras tanto, seguimos consumiendo nuestras vidas y escupiendo los huesos de nuestros hermanos, mas, a pesar de todo, mantengo la esperanza de que los Caínes modernos finalmente renuncien a segar las vidas de sus hermanos Abeles.
Tengo la esperanza de que los fusiles y los puñales sean devorados por la paz.
Tengo la esperanza de que la mano del ser humano deje de cortar las rosas, que son arrojadas para siempre por las naciones para pudrirse junto a nuestros muertos en batallas.
Tengo la esperanza de que los hijos e hijas de la humanidad vean morir a sus padres y no al revés.
Tengo la esperanza de que el hombre cese de asesinar el aire que nos otorga vida. Y finalmente, tengo la esperanza de que las naciones sean unidas en un solo mundo, y que nuestras banderas sean nuestras sangres y nuestras identidades.