En estos tiempos (hace algunos años de esto) he estado inmerso en los Evangelios, aunque ganado por las dudas y las irreverencias. A veces me da con valorar al Cristo sabio, poeta, filósofo, pero no comulgo con el Cristo también arrogante y vanidoso; con el Cristo amenazante, pronosticador de calamidades.

Me parece de una novelería hasta admirable el hecho de que Cristo expulse demonios del interior de algunos infelices, que devuelva la vista a los ciegos que creen el Él, que con su magia multiplique de forma “milagrosa” los panes y los peces, que reviva a los muertos, y que Él mismo, después de estarlo durante tres días, haya resucitado.

Todo esto me parece prodigioso, maravilloso, y perfectamente aceptable desde el punto de vista de la literatura fantástica. Pero de ahí a querer pasar todo eso como verdad me parece un ejercicio de fábula que no admito.

El Cristo que construyen los evangelistas es un delirante, un filósofo medio poeta, un fabulador alucinado. Muchos tontos “creyentes” tienden a desconcertarme . Algunos “creyentes” inteligentes me asombran hasta la admiración. Cómo negar la verdad de que los muertos no pueden volver a la vida, de que los ciegos no pueden recuperar la vista si no es por medio de procedimientos médicos, no porque a nadie se le ocurra decretar que les vuelva la visión.

Giovanni Papini.

Lo de expulsar demonios (se suele decir que el Demonio es uno pero parece que Dios y sus fanáticos necesitan que Éste pueda multiplicarse en las cantidades que le plazca) y hacer que los tullidos vuelvan a caminar parece más truco de magias que otras cosas. Mis lecturas irreverentes, antes de llegar a las fábulas de los evangelios, me pusieron al tanto de ese Cristo con ciertas “interpretaciones cristianas de Unamuno, con la visión piadosa de Kempis, con el grandioso pretexto de Giovanni Papini de tomar la “vida de Cristo” para arremeter contra un “cristianismo” y un clericalismo católico que son la más absoluta negación de lo que ese Cristo bíblico predicaba.

Admiro cómo este Cristo marca una gran diferencia respecto de Jehová. Mientras Éste manda destruir ciudades completas, con sus niños, mujeres y ancianos indefensos, Jesús pide que los niños vayan a Él “porque de ellos es el reino de los cielos”.

Antes de entrar de cierta serenidad en los evangelios, me demoré en la visión escéptica que sobre Jesús había levantado Ernesto Renan, el gran escritor francés. Recuerdo muy bien aquella, supongo que burlona expresión del señalado pensador galo: “Cristo si no fue Dios mereció serlo”. A mí me parece que ese Cristo novelado es una versión superior a la de su padre del llamado Antiguo Testamento. Sin embargo, ese Cristo generoso, rebelde contra lo que entendía las injusticias de sus tiempo (a diferencia de su supuesto progenitor), también, al igual que Éste, exhibe con frecuencia arrogancia, amenaza con castigos infernales a quienes no cumplan con la “voluntad” de su Padre, Padre cuya megalomanía y crueldad ilustra muy bien el llamado Viejo Testamento; un Padre del que ese Cristo nunca renegó.

De todas maneras, admiro cómo este Cristo marca una gran diferencia respecto de Jehová. Mientras Éste manda destruir ciudades completas, con sus niños, mujeres y ancianos indefensos, Jesús pide que los niños vayan a Él “porque de ellos es el reino de los cielos”. Apela, de manera creíble, al valor de la inocencia y la pureza para que alguien pueda hacerse merecedor de tal “reino”.

Cristo, según el mito bíblico, era el hijo de Dios, y según el mismo mito se sentaría a la diestra de Éste una vez resucitara de su muerte de tres días. Este mismo Cristo que, según la intrincada teología, llegaría luego a fundirse con el mismo Dios, y que Él mismo sería Dios, una vez venciera con su muerte la humana condición, tuvo el coraje de decir (siempre según la leyenda), en medio de su enorme sufrimiento:

“¡Padre, ¿por qué me has abandonado?!” ¿Se atrevería un creyente sincero, un cristiano de verdad, en medio de grandes sufrimientos, a expresarse con tal nivel de desengaño y desesperación, ante el abandono de su dios? ¿Se atrevería a decir “¡Padre, por qué me has abandonado!”? Lo dudo, porque quien lo hiciera en ese momento estaría expresando que ya no cree más en el poder y la generosidad de su dios.

Con lo que me encuentro a diario (y lo estoy viviendo ahora; nadie me lo puede contar) es con una situación contraria, que me hace comprobar que mientras un “cristiano” sufre más, mientras más golpes y humillaciones recibe de la vida, más dice sentir el amor, el poder y la misericordia de su dios; ya he hablado en más de una ocasión en estas notas (me refiero a un amplio libro de consideraciones varias) de la relación sadomasoquista entre Dios y sus criaturas.