La casi olvidada escritora colombiana, Elisa Mujica (1916-2003), publicó en 1963 la novela “Catalina”, que sorprendió por su lenguaje antirretórico y por la capacidad de la autora para, a lo largo de la narración, evidenciar la conciencia femenina de ser diferente, entre las presiones sociales y las exigencias familiares.
La modernidad de esta obra en el panorama de la literatura femenina en lengua española se manifiesta en el manejo de la intriga y de los tiempos; también en la capacidad de la voz narrativa para dar cuenta de la historia integrada en una saga familiar y, a la vez, indagar en los dilemas íntimos. Pocos antecedentes teníamos por entonces en esta línea en nuestras literaturas hispánicas, quizás la venezolana Teresa de La Parra, a quien ya me he referido, o la española Mercedes Pinto. Así, Elisa Mujica entreteje dramas de hombres y mujeres que padecen los vaivenes de las guerras y de la violencia soterrada que se instala en los hogares.
Catalina, la protagonista, una muchacha acomodada de provincias, forzada a casarse sin amor, recibe a la vez la noticia de la muerte de su amante Giorgio y de su marido Samuel. Estamos ante un caso de adulterio y se espera, como en las narraciones del siglo XIX, que ya he comentado, el castigo a la mujer por alterar el orden social. Pero la autora prefiere indagar en las relaciones de la protagonista con una madre autoritaria, quien, al quedarse viuda, asume el papel del padre e impone a los hijos, especialmente las hijas, una obediencia sin fisuras. El silencio será, por tanto, la estrategia a la que recurre Catalina para sobrevivir.
Esta novela trata, por ello, de la imposición del silencio, de los tabúes relacionados con la historia familiar, del deseo contenido y de la necesidad de la mujer de respirar en libertad. La voz narrativa recuerda y, acaso sienta, la pulsión de escribir para salvarse, aunque no queda claro que Catalina registre en el papel lo que teme, sospecha o desea. Por el contrario, disimula, se esconde y calla. Lo más importante es su conocimiento de la historia de su estirpe y de la relación de las guerras con la suerte de las familias. Así, la protagonista afirma una conciencia crítica poderosa sobre el origen de muchas fortunas derivadas del saqueo y del robo a los vencidos, lo que cuestiona el papel de instituciones como la Iglesia y el Estado, representado éste por los militares, como su propio marido.
Resulta novedoso aquí que la mujer adultera ni se suicide ni muera por enfermedad o apartamiento, sino que supera los escollos. La autora, que vivió sin resentimiento el silencio sobre su obra, cuestiona el dominio de la palabra asignado al varón, quien tiende a emborronar el lenguaje cuando el resultado no es el esperado. Mientras que las mujeres, después de la guerra colombiana de los Mil Días (pues la obra nos instala en las primeras décadas del siglo XX), están sentenciadas a vivir en un limbo. Mújica sabe bien que, en otro tiempo, éstas habían acompañado a los hombres, construyeron con ellos la sociedad, tumbaron árboles, levantaron también las casas, cosieron telas y pusieron a producir la heredad para sostener el hogar. Como dice Catalina, al cerrar el relato, “lo peor ya ha pasado”. Y, al terminar la lectura de esta obra clave de Elisa Mújica, el lector aprecia cómo una esperanza de futuro se abre en el horizonte.
Consuelo Triviño Anzola en Acento.com.do
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