Un anciano muy enfermo las tenía. Las llevaba con tanta vehemencia como si fuera a pactar con la muerte, pero los adoquines les impedían aligerar el paso y el anticuario de la calle Dlazdena de Praga se hacía inaccesible. El anciano solo pensaba en la recompensa.
-No puedo darle más que dos mil coronas. – Con un sutil desdén, esfumaba el intendente del anticuario.
El anciano firmaba un recibo estampado y, con disimulada premura, tomaba el dinero, sin saber que su valor era mucho mayor, se marchaba satisfecho. Había obtenido lo que quería o simplemente lo que consideraba que se merecía.
Recuerdo ese instante como si el tiempo, en un caprichoso pacto con la memoria, hubiera decidido congelarse. Se yergue en mi mente como un susurro del pasado, un eco imperturbable. Como las huellas preservadas en el tiempo o como los disecados excrementos de las gaviotas en las esculturas barrocas de Brokoff, que, atrincheradas y alineadas, contemplan con una elegancia serena la eternidad desde el puente de Carlos IV. Así fue esa tarde de abril de 1987 cuando, leyendo el periódico vespertino praguense 1"Vecerni Praha" en el Café Slavia, me enteraba de que las historias sobre los hallazgos de los últimos manuscritos perdidos de Franz Kafka eran ciertas.
A menudo me cuestionaba. ¿En serio aquel anciano tendría la más mínima idea de la importancia secular del evento? Mientras la prensa mundial se volcaba en ese hallazgo, yo, inevitablemente, dejaba que el tiempo se esfumara en el confinado rincón de la guardilla de Vetrnik.
Los kafkológos y germanistas alemanes occidentales, como detectives literarios, hacían sus ruidosas súplicas al estado socialista checoslovaco, buscando ese codiciado privilegio de verificar la autenticidad de los documentos. El estado socialista, con su ansia de hacer negocios literarios en los mercados del capitalismo occidental, no podía resistirse a sus encantos. La doble moral del entonces "socialismo real" se retorcía como un malabarista ético al otorgar el derecho de venta de las cartas de Kafka. Ese mismo estado totalitario que guardaba la obra de Kafka con más celo que una abuela sus recetas secretas, asegurándose de que se desvaneciera en el olvido para las generaciones futuras, todo mientras ondeaba la bandera de la condición humana. ¡Qué juego tan ingenioso! Los comunistas, en su disfraz de inquisidores de baja intensidad, aseguraban al totalitarismo checoslovaco un lucrativo negocio literario. ¿Quién diría que la ideología no podía convertirse en un espectáculo irónico y rentable?
Comercializar la intimidad de un genio literario por un lado y, por otro, satisfacer los requisitos de la 2Glasnost de Gorbachov en la Era de la 3Perestroika, formaban parte de estas circunstancias turbias. Los beneficios económicos que podrían extraerse de los derechos de autor eclipsarían cualquier consideración ideológica o dogmática.
El anciano, abrumado por la oscura presencia de la muerte, poco reparaba en la esencia de Franz Kafka. En su apremio, su anhelo residía en prorrogar su existencia apenas un año más. Negociar con la parca o jugar una partida de ajedrez con ella, como haría Antonio en el séptimo sello de Bergman, se volvía su eco existencial. Kafka, sujeto de un universo kafkiano, se desvanecía en la eternidad, reflejando así la esencia inmutable de nuestras propias vidas: Un compromiso eterno y un eterno sufrimiento ontológico de ser o no ser, olvidando el ser por el tener.
La dolencia de Kafka fue cimiento para expandir su obra, mientras que la enfermedad del anciano revelaba 32 manuscritos y cartas que Kafka escribiera en sus postreros días en el sanatorio austriaco de Kierling.
Sí, la ironía, esa bromista incorpórea, danzaba en la ignorancia del anciano como si fuera la estrella de su propio enredo. El anciano, ajeno a la familia y obra de Kafka, protagonizaba esta comedia involuntaria. ¿Cómo demonios habían llegado esas cartas a sus manos? ¿Guardaba el anciano el secreto de su llegada, o era simplemente el destinatario despistado de un correo cósmico? Interrogantes existenciales se alzaban como cortinas en un teatro absurdo, dejando al público (y al anciano) con una mezcla de confusión y risas nerviosas. ¡Oh, la tragicomedia de la vida y sus giros inesperados!
En este acto, el temor vital a la muerte inscribiría estas últimas epístolas, escritas por uno de los luminares del siglo XX. Distanciadas de su obra, las cartas desentrañaban simples anécdotas familiares: salud, trivialidades sobre el sanatorio y gratitudes a allegados. Incluso la diferencia de precios de la mantequilla entre Viena y Praga adquiría su espacio en este insondable legado.
Era 1987, yo transitaba mi segundo semestre en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Carolina en Praga. El acontecimiento, como una revelación esperada, cobraba vida. Nuestro docente de género literario nos encomendó un trabajo semestral, cuyo parto editorial se demoró tres años; fue menester que el telón de hierro se desplomara para que viera la luz en el suplemento cultural de un periódico estudiantil local.
En esa época, me embarqué en la ardua tarea de desentrañar una novela del escritor checo Jaroslav Hasek, contemporáneo de Kafka. Su obra maestra, 'Las aventuras del buen soldado Svejk, había conquistado al menos unos cincuenta idiomas, pero desafiaba mi intento de leerla en su lengua original. Al principio, parecía una historia pintoresca y divertida, pero a medida que mi checo se perfeccionaba y conocía más sobre la cultura e historia checa, comencé a entenderla. Intenté buscar similitudes entre este autor y Franz Kafka, quienes compartieron año y ciudad de nacimiento. Sin embargo, me resultaron tan distantes como si hubieran venido de mundos completamente distintos. Con el tiempo, aprecié la afinidad entre los héroes de ambos escritores desde sus propias perspectivas.
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1"Vecerni Praha": periódico vespertino praguense
2Glasnost: (ver: https://es.wikipedia.org/wiki/Gl%C3%A1snost)
3Perestroika: (ver: https://es.wikipedia.org/wiki/Perestro