Existe una frontera entre las instituciones y los individuos. La dialéctica: «lo instituido/lo institucional», es una dinámica que contiene diversas formas y es preciso conocerlas si queremos entender su comportamiento.
Las instituciones juegan un considerable rol en las sociedades y adquieren su propia naturaleza de acuerdo con sus funciones o finalidades con las que fueron creadas. Sus componentes les son inherentes y la pérdida de uno de ellos tiene gravísimas consecuencias. Llamo a estos módulos funtores, en analogía con la ciencia lógica y matemáticas. Un funtor es un término utilizado para designar cualquier operador lógico o conectiva, esgrimido para establecer relaciones entre contenidos. Así, por ejemplo, suponiendo que en una institución exista un reglamento, este es capaz de formar vínculos con los sujetos que en ella participan. A falta de esta operatividad se corre el riesgo de caer en una trayectoria negativa que se conoce bajo el nombre de “falta de institucionalidad”.
Pero cuidado, esta última no se reduce a la violación de los reglamentos. También reside en la descomposición de las relaciones interhumanas que allí se dan. En el entendido de que no podemos seguir todas las reglas establecidas sin un mínimo ético común que pueda reajustar el orden primario de las cosas.
¿Pero qué es una sociedad decente? Lo recuerdo una vez más: aquella en las que sus instituciones no humillan a sus ciudadanos.
Las instituciones existen para mediar entre el individuo y la sociedad. Pero, más aún, facilitar la intersubjetividad y llevar el proceso de comunicación global a fin de integrarlas. Por lo tanto, crean sentido y establecen significados con los cuales gestionamos procesos, imaginamos lo político y formamos creencias acerca de la existencia de un orden que rige en las posibilidades del caos social.
Pero, cuando en las instituciones acontece un quiebre que las amenaza, esto es, que van perdiendo funtores y luego se atomizan, nos queda dos caminos: o los reconstruimos o deshacemos y formamos el mismo funtor bajo las categorías con los que fueron diseñados desde su inicio.
Podemos poner otro ejemplo. Admitamos que en una institución académica existe un funtor cardinal que es el “coordinador de cátedra”, pero que en su trayectoria histórica va perdiendo su “esencia” en virtud de la imposición de “lo no institucional”. Solo hay dos alternativas: o la desaparecemos o restablecemos a su oficio originario a modo de un replanteamiento adecuado al contexto.
No obstante, la manera de proteger a las instituciones no consiste tan solo en ejecutar los estatutos. Hace falta diseñar actitudes éticas que salvaguarden su propia naturaleza carismática. Por eso, la ética es de vital importancia y urge su implementación.
Pero aquellos que les interesa solo el dominio de los otros y controlar los recursos desde una razón irracional forman parte de la corrupción de las instituciones, esto es, de su quiebre, provocando una pérdida de su sentido y de sus funtores. De aquí emana un brutalismo absurdo y autoritario que opera bajo el discurso “yo soy yo… tú eres nada…”. Más allá de vigilar y castigar, necesitamos vitalizarlas con el fin de construir una sociedad decente.
¿Pero qué es una sociedad decente? Lo recuerdo una vez más: aquella en las que sus instituciones no humillan a sus ciudadanos. Sin embargo, para evitar este sometimiento, solo la ética puede salvarnos junto a una decisión política que sea capaz de asumirla como su verdadera vocación.