La figura del intelectual no existió siempre; sí la del escritor, al menos desde el surgimiento del autor. Su aparición es relativamente reciente. O, más bien, surgió en el crespúsculo del siglo XIX y en los albores del siglo XX, en Francia, a raíz del famoso “Caso Dreyfus”, liderado por el escritor Emile Zola, expresado en su célebre Carta al presidente de la República, titulada Yo acuso. La verdad en marcha, publicada en el periódico L’ Aurora, el 13 de julio de 1894, en la que, sin embargo, Zola nunca usa la palabra intelectual. Este concepto era visto, en la época, de manera despectiva, por tener un tufo sacerdotal o de compromiso político. De ahí que Julien Benda, les llamó “clérigos” a los intelectuales, en su libro La traición de los clérigos, de 1927.  (Algunos dicen que en inglés se usó primero este concepto, entre los siglos XVI y XVIII; Byron y Ruskin, en el siglo XIX, y en español, A. Ayala hacia 1848).

Todo comenzó, al revelarse la información de que el capitán francés, de origen judío, Alfred Dreyfus, de 35 años, de Alsacia, fue acusado, arrestado por alta traición al ejército, condenado a la “degradación militar y a cumplir cadena perpetua en la isla del Diablo, en la Guyana francesa”. En tal virtud, fue juzgado por un consejo de guerra, lo que despertó la indignación de Zola, quien empuñó su pluma para defenderlo, pero no impidió que Dreyfus fuera condenado a un año de prisión.  Este hecho generó en la vida intelectual francesa un clima de malestar, que terminó en la puesta en entredicho de la justicia, la Iglesia, los medios de comunicación y el Estado mismo. Esta polémica dio a luz la condición del “intelectual comprometido” (luego engage, según Sartre) o del hombre de letras con conciencia de la historia y abierta preocupación en defensa de la verdad. A Zola, y a los dreyfusistas, les apoyaron los escritores: Anatole France, André Gide, Marcel Proust, Charles Peguy, Alfred Jarry, Félix Feneón, Jules Renard, Claude Monet, Emile Durkheim, entre otros. En tanto que, del otro bando, se situaron los escritores antidreyfusistas: Maurice Barres, Pierre Loti, Jules Verne, León Daudet, etc.

Esta polémica encendió el debate de las ideas, que provocó la radicalización de ambas tendencias: los militantes de la izquierda socialista y los militantes de la derecha conservadora, los nacionalistas y universalistas, los antisemitas y los pro-semitas, los católicos y los librepensadores. Zola llevó la peor parte: recibió todo tipo de insultos, diatribas y amenazas de muerte por sus adversarios, quienes lo acusaron de difamación e injuria en una carta pública. Se le condenó a un año de prisión, al pago de tres mil francos y se le despojó de la Legión de Honor. Zola apela la sentencia, pero el tribunal ratifica la condena, y el escritor se ve precisado, por consejos de sus amigos, a autoexiliarse en Inglaterra, por lo que es declarado en rebeldía. Sus amigos alegaron que, con el exilio, evitaba la consumación de la sentencia y la posibilidad de que se cerrara definitivamente el juicio y que se instrumentar un nuevo proceso. Así lo hizo. Zola, junto a su mujer, se dirigió a una estación del tren, con poco equipaje para no despertar sospecha. Se embarcó a Inglaterra, donde deambularía con nombres falsos, de casa en casa, y sin saber ni una palabra de inglés. Semanas después del juicio, se comprueba que el documento acusatorio contra Dreyfus era falso. Se descubre que había sido falsificado por el coronel Henry, quien se declara culpable y luego se suicida. Zola, ante este desenlace, regresa a Francia en 1899; Dreyfus, en un segundo juicio, recibe la misma condena de un año de prisión, pues los militares no aceptan el error judicial de 1894, pero el presidente de la República, Emile Loubet, le concede el indulto a Dreyfus. No es sino hasta 1906, cuando el ejército lo rehabilita. En 1902, Zola, tras varias amenazas de muerte, fallece asfixiado en su casa, extrañamente, de regreso a Paris, de unas vacaciones de Medan. Se dice que su muerte se debió a que inhaló monóxido de carbono de una chimenea. Dreyfus murió en 1935, con dudas sobre su inocencia, pero con altos cargos en el tren militar.

Emile Zola reunió, en Yo acuso (J´accuse. La verité en marche), en formato de libro, los artículos que público sobre el “Caso Dreyfus”, durante tres años. (Se dice que quien le puso el título al texto no fue Zola, sino George Clemenceau, el director del periódico L´Aurore). Sus juicios morales sobre este acontecimiento político y judicial, que estremecieron la conciencia de la sociedad francesa, reflejan la responsabilidad intelectual que asumió el autor de las novelas Germinal y Nana, teórico y fundador del movimiento literario denominado el Naturalismo de la novela francesa. Novelista de éxito, fecundo escritor, sin embargo, era odiado por cierto sector de la crítica burguesa y del mundo intelectual francés, que lo consideraba obsceno (una “alcantarilla”, una “cloaca”), un autor “maldito”, por lo que fue vilipendiado por la prensa católica por anticlerical, lo que le impidió ingresar como miembro de número a la Academia Francesa de la Lengua. Pese a todo, era rico y famoso, lo que no fue óbice para que asumiera a Dreyfus como una víctima de la sociedad y la justicia francesas. Durante este histórico juicio, mientras en las calles parisinas se oían los gritos antisemitas, los abucheos a Zola, y se escuchaban los aplausos a favor del ejército. Según la prensa francesa, así nació un nuevo poder: el de los “intelectuales”. De este modo surgió la figura del intelectual con vocación y derecho a intervenir en el debate público de las ideas, pese a que Zola y los dreyfusistas fueron vistos por los poderes establecidos como “malos franceses”, que enfrentaron el espíritu de una Nación, acusación y querella que habría de tener una dilatada historia en el futuro.

Los riesgos que corrió, el autoexilio, la soledad y la persecución de que fue víctima Zola lo sitúan en la dimensión de un escritor con una ética y una conciencia moral a la altura de Voltaire, cuando este defendió, en su obra Tratado sobre la tolerancia (1763), a Jean Calas, un hugonote, injustamente acusado y ejecutado, en 1762. Zola fue conmovido por este susodicho drama y atraído por el tema. Luego fue impulsado por la piedad, la indignación, la sed de justicia y la fe en la verdad, elementos que además lo condujeron a abandonar, momentáneamente, la escritura de novelas para asumir un rol histórico.

En su carta al presidente de la República, Zola, entre otras afirmaciones, dice: “La verdad está en marcha y nada la detendrá. El caso no ha comenzado hasta hoy, pues solo hoy las posiciones están claras: de un lado, los culpables que no quieren que se haga la luz; del otro, los justicieros que darán su vida por que se haga. Lo dije en otro lugar y lo repito aquí: cuando se oculta la verdad bajo tierra, esta se concentra, adquiere tal fuerza explosiva que, el día en que estalla, salta todo con ella. Ya veremos si no acaba de fraguarse más adelante el más estrepitoso desastre”.

En otro párrafo afirma: “No existe aflicción más dolorosa para un hombre honrado que sufrir martirio a causa de su honradez. Es asesinar en ese hombre su fe en el mañana, envenenarle la esperanza”. Esta frase contiene una enorme carga moral y posee una gran significación simbólica e histórica. Este caso prefiguró, en cierta manera, el destino del pueblo judío con el nacimiento del nazismo en Europa: constituyó un desenmascaramiento de los prejuicios de la justicia en manos del poder militar, prejuiciado y sesgado.

Otra parte de la famosa Carta al presidente contiene más fuerza moral, determinación, firmeza y valentía, con frases dignas de quedar en la historia universal, grabadas con letras de oro, en los anales de los tribunales judiciales y militares, como modelo o paradigma para un hombre acusado injustamente. Zola sentencia: “Pero ¡que error cometerían si creyeran que, al condenarme, restablecerían el orden en nuestro infortunado país! ¿No comprenden ahora que el país muere de la oscuridad en que se empeñan en sumirlo, del equívoco en que agoniza? Los errores de los gobernantes se amontonan sobre otros errores, las mentiras traen nuevas mentiras, de modo que el cúmulo llega a ser espantoso. Se ha cometido un error judicial y desde entonces, para disimularlo, no ha habido más remedio que cometer cada día un nuevo atentado contra la sensatez y la equidad. La condena de un inocente conllevó la absolución de un culpable; y hoy les piden que me condenen a mí porque grité mi angustia al ver que la patria se encaminaba hacia un destino atroz. ¡Pues condénenme!, pero será un error más, otro más, un error con cuyo peso cargarán ustedes en la historia futura. Mi condena, en lugar de traer la paz que sean, que deseamos todos, no será más que una nueva semilla de pasión y desorden. El vaso está colme, se lo aseguro, no hagan que se desborde”.

Estas palabras tienen una enorme carga de sabiduría jurídica y la lucidez de un pensador, que arriesgó su vida para ponerse del lado de la verdad y la justicia, y contra el abuso de poder. Una prueba más de sus convicciones y de sus razones en la defensa de la inocencia de Dreyfus, son estas: “Dreyfus es inocente, lo juro. Respondo con mi vida, respondo con mi honor. En esta hora solemne, ante este tribunal que representa a la justicia humana, ante ustedes, señores del jurado, que son la esencia misma de la nación, ante toda Francia, ante el mundo entero, juro que Dreyfus es inocente. Por mis cuarenta años de trabajo, por la autoridad que esa labor pueda haberme dado, juro que Dreyfus es inocente. Y por todo lo que conquisté, por la fama que labré, por mis obras, que ayudaron a la difusión de las letras francesas, juro que Dreyfus es inocente. ¡Que todo se desmorone, que desaparezcan mis obras, si Dreyfus no es inocente! Dreyfus es inocente. Todo parece confabularse contra mí: las dos Cámaras, el poder civil, el poder militar, los periódicos de gran tirada, la opinión pública, a la que han envenenado. Solo me queda la idea, un ideal de verdad y de justicia. Y me siento muy tranquilo; venceré. No quería que mi país siguiera viviendo en la mentira y en la injusticia. Podrán ustedes condenarme aquí mismo. Algún día, Francia me dará las gracias por haberla ayudado a salvar su honor”.

Con estas históricas palabras concluye su alegato Zola, apelando a una retórica jurídica y moral, con visos de una pieza oratoria, llena de fervor, vehemencia, coraje y firmeza, y contra todos los poderes establecidos.

En cambio, para los opositores de Zola, lo que estaba en juego –en este proceso judicial que tuvo quince audiencias–, era la “defensa de la patria” y del ejército, “ultrajado” por el intelectual. Durante todo el juicio, Zola tuvo que entrar y salir por detrás del Palacio de Justicia, escoltado por amigos, cambiar de ruta a su casa, tras recibir amenazas de muerte desde las ventanas de las casas. Pese a no ser buen orador, Zola, con voz trémula, leyó su texto de marra, en medio de mordaces insultos en la sala de audiencia. El 23 de febrero de 1898, Zola fue condenado. Apeló al Tribunal Supremo, y ganó la apelación que obligó al Tribunal a anular la sentencia el 2 de abril de 1898, bajo el alegato de que “era el consejo de guerra y no el ministro de guerra quien debía emplazarlo”. El “caso Dreyfus” quedó en los anales de la historia de Francia y de Europa como un histórico juicio que, de militar, pasó a ser público, convirtiéndose en el origen o génesis del intelectual, y en la semilla de la discordia, que dividió en dos bandos ideológicos y políticos a la intelectualidad francesa en los albores del siglo XX.