Se escribe para alguien o al menos ideando un destinatario hipotético, un lector imaginario. Incluso los que, bajo intensa emoción, garabatean cuartillas para sí mismos y engavetarlas después lo hacen pensando en alguien que quizás nunca sabrá que es el objeto de inspiración. En todo caso la escritura es un código de comunicación que, usando un canal determinado —en el caso que nos ocupa, el libro— intenta llegar a un lector potencial, ese lector a veces relegado cuando abordamos la literatura en su sentido amplio.
De modo que apoyar la difusión de las ideas plasmadas mediante el lenguaje es un gesto que apela a la sociedad en su conjunto, aun cuando el “lector” sea una categoría heterogénea y algunas veces una entidad abstracta. Implica sembrar en la sociedad la semilla del conocimiento.
Cuando las entidades públicas y privadas dedican parte de su presupuesto al auspicio de la publicación de libros contribuyen a elevar las referencias culturales de la población y a la vez enaltecen sus propios legados institucionales.
Ninguna entidad suplanta a la otra por el hecho de que se nutran en el acervo común de la nación. Más bien ejercen una labor de complementación que enriquece las opciones de los lectores. El hecho de que BanReservas, por ejemplo, haya invertido en la edición de ocho tomos de la obra de José Gabriel García —el historiador nacional— y decida hacerlo también con la obra casi completa del poeta Pedro Mir no agota las posibilidades para que otras entidades difundan a estos mismos creadores a través de alternativas dirigidas a lectores específicos.
Instituciones como el AGN y otras con resultados similares en el plano cultural no se suplantan entre sí ni sustituyen la labor del Ministerio de Cultura, organismo a las que algunas pertenecen, aun en calidad de instituciones autónomas.
Nuestras bibliotecas, en primer lugar la nacional, tendrían material para alimentar sus fondos y ampliar sus capacidades de servicio social y como reservorios del pensamiento. Quizás no logren ser depósitos de la cultura global, pero a escala de nuestros países pueden erigirse en establecimientos muy útiles para la circulación de las ideas y la preservación del conocimiento local y nacional en beneficio de estudiantes, profesionales y público en general. No es imprescindible emular a la biblioteca de Alejandría, sino lograr solo el espacio que responda a los intereses y a las expectativas educacionales y culturales de sus áreas de influencia.
El Archivo General de la Nación (AGN), que es el caso que conozco más cercanamente, ha logrado un ritmo de publicaciones significativo a lo largo de sus 87 años de fundado, que en la actualidad alcanzan la cifra de alrededor de quinientos libros. La base fundamental de esas ediciones son los fondos documentales que atesora y las investigaciones que auspicia con el común denominador de divulgar la historia dominicana.
En los últimos años ha ampliado su perfil a la ficción histórica, tanto rediciones de obras reconocidas, como abriendo sus puertas a autores contemporáneos, con el único propósito de interesar a los lectores, en especial a los jóvenes y otros sectores de la población, en la historia mostrándoles otras maneras de contarla.
Para ello cuenta con un Consejo del Departamento de Investigación, integrado por expertos en las materias que juzgan, que se encarga de evaluar los contenidos y el nivel estilístico de los manuscritos de posible publicación, así como establecer la relevancia de los proyectos de investigación presentados por historiadores y otros especialistas, además de emitir criterios sobre otros emprendimientos de carácter cultural de la institución.
En adición, el AGN despliega acciones para estimular la investigación con emprendimientos como el Premio de Historia Vetilio Alfau, que premia diferentes enfoques de la historia y tanto a investigadores consagrados como principiantes. Todo ello desde la perspectiva de que el resultado final es poner a disposición de la sociedad —de los lectores potenciales—, un universo de conocimientos, que deberá nutrir también los centros educacionales, las bibliotecas y los espacios de extensión cultural.
Instituciones como el AGN y otras con resultados similares en el plano cultural no se suplantan entre sí ni sustituyen la labor del Ministerio de Cultura, organismo a las que algunas pertenecen, aun en calidad de instituciones autónomas. Por el contrario, aportan al trabajo y al alcance de ese Ministerio como partes de un sistema que, en última instancia, tributa a la política cultural del Estado.
Incrementar las publicaciones de libros avaladas institucionalmente no significa que su destino final sea el pudridero de un almacén, sino que más bien plantea desafío para el Estado y las entidades públicas y privadas, en el sentido de hacer visible la necesidad de diseñar y aplicar políticas relacionadas con la producción, la distribución y la difusión del libro y la literatura.
El apoyo al libro, producto específico que aúna en sí las condicionantes económicas con su cualidad de vehículo de divulgación de ideas y valores, con la intención de que llegue de manera expedita a los lectores por sus bajos precios o su distribución gratuita, en tanto alternativas ante los precios prohibitivos de los libros sometidos a las leyes del mercado, significa subvencionar y fomentar a la creación y al creador, al conocimiento, a la cultura y, en última instancia, al lector, esa entidad a veces abstracta, imprecisa, pero destino final de toda acción cultural.