Santiago de los Caballeros, 1911. El general Santiago Díaz y Díaz mata a su compadre Daniel Ortiz. Corren diferentes rumores, entre ellos que el primero pretendía que el segundo asumiera la responsabilidad del embarazo de su hermana. Uno de esos asuntos de honor tan comunes en el pasado. El victimario, hermano del gobernador de la provincia, es condenado por homicidio “con circunstancias excusables” y apenas pasa unos meses en prisión.
Pero la protagonista de esta historia es la viuda de Ortiz, Caridad Alfonso, que consideró que ese rumor era una calumnia que manchaba la memoria de su esposo. Mandó erigir en 1915 un sepulcro con una lapidaria (nunca mejor dicho) inscripción: “Aquí yacen los restos de Daniel Ortiz, calumniado y asesinado cínicamente en Jacagua”. La prensa se apresuró a censurar el epitafio (era una falta de respeto al lugar sagrado y sentaba un dañino precedente), y el Ayuntamiento de Santiago ordenó retirarlo. La aguerrida señora vaciló inicialmente y se limitó a cubrirlo con yeso.
El síndico insistió y la viuda se atrincheró: dirigió una encendida carta al Concejo de Regidores en la que defendió su derecho de propiedad de la lápida y censuró el proceso judicial seguido contra Díaz alegando contubernio de jueces y políticos. Ni la prensa se libró de su embestida. Arremetió también contra el autoritarismo: “Aquellos ominosos tiempos en que la prepotencia de mandatarios estúpidos y engreídos, era sostenida por las ballonetas de criminales, y de foragidos [sic] y no por el sufragio y la opinión han pasado, por fortuna” (estamos en el segundo gobierno de Juan Isidro Jimenes).
Pasaron los años y la inscripción continuó allí. En 1928 el Ayuntamiento aprobó un reglamento ad hoc para zanjar este caso, el denominado Reglamento de Inscripciones Tumularias. Caridad fue condenada a pagar una multa y urgida nuevamente a retirar la inscripción. Apeló, perdió y llegó hasta la Suprema Corte de Justicia. El fallo: la norma no se podía aplicar retroactivamente. Caridad Alfonso había ganado la partida.
El epitafio de la discordia siguió allí hasta los años 40; solo entonces el Ayuntamiento logró borrarlo. Tal vez la buena señora, mermadas sus fuerzas, se había dado por vencida, o había fallecido. Lo reseñable es la determinación con que defendió su causa; debió resistir presiones de todo tipo: familiares, sociales, políticas, y todo eso durante décadas. Quién sabe cuántas veces se tambaleó su fortaleza, tal vez le asaltaron dudas sobre la integridad del esposo.
Esta es una historia llena de puntos ciegos (los favoritos del novelista Javier Cercas). Ignoramos las verdaderas motivaciones del crimen, desconocemos la biografía de la protagonista y menos aún sabemos de la otra gran víctima, la hermana del general, enviada por su familia a la entonces apartada Línea Noroeste para intentar apagar el escándalo y, por qué no, para protegerla.
Los pormenores del hecho y las cartas que se cruzaron los recoge con todo detalle Edwin Espinal en su monumental Historia social de Santiago de los Caballeros 1900-1916 (Editora Nacional, 2024), ganadora del Premio Anual de Historia José Gabriel García otorgado por el Ministerio de Cultura. A lo largo de casi dos mil páginas, el autor traza un formidable fresco de la vida en Santiago en esos años, sostenido por una exhaustiva investigación plasmada en casi diez mil notas a pie de página. Un millón de palabras de historia local (las conté porque me correspondió leer la obra como parte de mi labor editorial).
Un esfuerzo ímprobo el de Edwin Espinal que pareciera más propio de otras épocas y que ofrece materia nutricia a historiadores, novelistas, sociólogos, periodistas culturales e investigadores y académicos de diferentes ámbitos. Por sus páginas desfilan miles de personas anónimas y asoman heroicidades cotidianas como la de esta viuda coraje que no suelen llegar a los libros de historia.