Las magníficas recreaciones pictóricas que en el mundo ha suscitado El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha son ya innumerables, pues de la mano de grandes artistas plásticos Don Quijote ha recorrido en sus andanzas no pocos países, entre ellos la República Dominicana, pues en el sorprendente arte pictórico de José Cestero, como en contados artistas dominicanos, el valeroso caballero Don Quijote llega a suelo dominicano con el fin de empuñar su firme espada en aras de la justicia del país. En estas aventuras, los cofrades por excelencia del indetenible Don Quijote son desde luego Rocinante, Sancho Panza y el Rucio, personajes inherentes a la causa del ilustre caballero andante. Así lo ideó Cervantes en los caminos de La Mancha, y también así lo recreó Cestero en sus andanzas por la Zona Colonial y las áreas adyacentes.
En la mano de este avezado artista plástico, lo que mueve a Don Quijote es el firme propósito de deshacer entuertos y enderezar agravios en la Zona Colonial y a su vez derribar gigantes en los molinos de viento de otros lares citadinos del país. Aquí Cestero se convierte no en Cervantes, sino, más bien, en Alonso Quijano soñando ser Don Quijote y al mismo tiempo es algo así como una especie de Cide Hamete Benengeli contando o recreando las aventuras del ilustre caballero recorriendo en pleno siglo XXI la ciudad de Santo Domingo. A Don Quijote se le acusa de holgazán, pero nada más calumnioso que tal acusación, pues Don Quijote circula en pos de socorrer a los que precisan de una mano amiga. Jamás está quieto. Don Quijote es el mejor amigo del bien y la justicia. Allí donde exista la injusticia irá Don Quijote a hacer justicia con su firme espada.
Como en sus principales trabajos pictóricos, en esta serie cuyo título es Andanzas del Quijote, Cestero se aleja deliberadamente de los academicismos pictóricos y de las fórmulas preconcebidas que imponen las modas, los convencionalismos estéticos, las constantes artísticas gastadas y los encasillamientos epocales, lo que a ojos de algunos le da una apariencia de descuido a su arte, y sin embargo es precisamente en ello donde radica parte de la originalidad del artista, porque, por ejemplo, estas recreaciones pictóricas sólo descuidadas en apariencia ponen de manifiesto que el artista —cuando hace arte— crea un mundo personal, crea un universo paralelo con su sentir y su modo de percibir o ver el mundo real. Como todo artista —como todo extraño ser digno de ese gran nombre—, Cestero no deja de ser fiel a sí mismo; en su arte, Cestero es Cestero y, por ende, no se parece a nadie. Sin duda, es un artista.
No existe nada tan único y especial como la mirada de un artista. Su realidad es exclusiva de él, pero, por medio de su arte, puede transmitir esa forma particular de percibir el mundo a quienes están dispuestos a creerle en su insólito análisis sobre la condición humana. En cambio, todo lo que conspira con las normas propias o la voluntad del artista, es frívolo e impersonal y, por tanto, carece de arte. El arte es indomable y, en consecuencia, nadie puede encasillarlo objetivamente. Todo lo que intente limitar la creatividad del artista es enemigo acérrimo del arte. Eso lo sabe Cestero y lo demuestra en esta serie dedicada a Don Quijote; es evidente que le importa un bledo lo que diga la crítica (he aquí parte de la gran fuerza y la originalidad de su arte). Aunque Cestero estuvo en la Academia e inició sus primeros pasos de conformidad con lo académico, al parecer los postulados académicos son para él meros ejemplos de los encantamientos de los dioses de las novelas de caballerías. Puros dictámenes para novelas de caballerías inventadas por el bachiller Sansón Carrasco.
En un artista de la talla de Cestero las percepciones de la vida son plasmadas a través de signos y símbolos que sirven como puente entre la verdad del artista y la realidad del mundo tal cual es. De ahí que en su haber artístico Don Quijote constituya un símbolo que es un arquetipo de lo visionario en una urbe capitalina saturada por el ostracismo de unos gigantes que, de forma abusiva y demagógica, se escudan en molinos de viento que a todos —excepto a Don Quijote, el cual los ve claramente— hacen pasar gato por liebre. Con su mirada especial, aguda y clarividente, el artista los ve nítidamente y, por supuesto, Don Quijote (como Cestero) es un artista a carta cabal.
En efecto, esa cosmovisión del artista es la que hace de su arte una elevada manifestación de lo real, o sea, es lo vital del mundo reflejado de la forma particular en que él lo ve, porque, como Don Quijote, el artista puede ver lo que otros no pueden ver. Dicho de otro modo: esa realidad que refleja el artista (Cestero, en este caso) a través del mensaje sugerente de su arte, es precisamente la verdad que lo habita; es el mundo y la vida pintados tal como él los visualiza. En su propuesta el artista plantea, consciente o inconscientemente, un problema; lo plasma sutilmente sin una moraleja, pero, valga la contradicción, con un mensaje que nos comunica de forma implícita la posible "solución" que él da al problema que ha planteado con anterioridad. Esto lo logra Cestero con la creación de un Don Quijote dispuesto a enfrentar los gigantes dominicanos que de forma burocrática circundan en la urbe capitalina del país. Lo hace con el poder único del artista, pues cada artista es único, por eso cuando éste logra transmitir a su trabajo esa mirada única —esa visión personal y mágica que lo caracteriza—, logra algo personal, algo único y especial: la obra de arte.
En este artista el color azulino con que casi siempre está revestido Don Quijote evidencia la armonía celestial del personaje; en ello radica la pureza divina del valeroso hidalgo. En ese sentido, Don Quijote es realmente el arquetipo de un ser no sólo visionario sino también puro, íntegro, firme y dispuesto a enfrentar con incomparable valentía las injusticias que encuentra a su paso en suelo dominicano. Como en Cervantes, en Cestero el personaje Don Quijote representa el optimismo y el idealismo. Todo es posible para este valeroso caballero andante. No existe obstáculo que pueda desanimarlo. La esperanza, la seguridad, la valentía y la justicia son los símbolos patrios de la bandera de su espada.
Si para Cestero el color azul representa en Don Quijote el color de la fe y el optimismo, el amarillo representa el color de la locura. Ya lo dijo el mismo Cestero en una entrevista: para él, el color amarillo es el color de la locura. El espectador atento a los cuadros de Cestero puede notar ese amarillo intenso que con frecuencia circunda el escenario de su Don Quijote y asimismo notará el espectador que si todo es locura en derredor de Don Quijote, él en cambio no tiene ni pizca de color amarillo, por lo que es el único que realmente no está loco. Ese azul con que está pintado Don Quijote pone de manifiesto que está cuerdo y que, por tanto, sabe mejor que nadie lo que dice y hace. Es el Quijote cuerdo.
Esa urbe de ambiente asfixiante la muestra el artista en forma de un escenario que se torna quemante, inmensamente ardiente; la locura por doquier. Es además una verdadera vorágine de sentimientos encontrados y, por consiguiente, una incómoda hojarasca que pone de manifiesto la paradoja de lo citadino. Por ello, es un implacable y loco fuego capitalino el que arropa a los ilustres personajes cervantinos llevados de la mano maestra de Cestero; pero, sabido es, nada puede detener la férrea voluntad de Don Quijote, el cual se cree invencible (y en verdad lo es). Para él, un bachiller Sansón Carrasco es sólo un espejismo creado por los encantamientos de los escandalosos, envidiosos, resentidos y pesimistas dioses de las novelas de caballerías. Es el soñador por antonomasia. Y ya lo hemos dicho: Don Quijote puede ver lo que otros no pueden ver. Es el único ser cuerdo en ese manicomio citadino. Lógicamente, Don Quijote es incomprendido; peor aún: es tildado de loco, y precisamente por los locos.
Esto también lo sabe el espectador atento, o, más bien, el lector de Cestero, pues esta serie titulada Andanzas del Quijote es un libro abierto; resulta obvio que en cada lectura del arte pictórico de este formidable y original artista dominicano el lector siente a Don Quijote y, en consecuencia, siente la verdadera magnitud del problema social y estatal de la República Dominicana. Es verdad que todo Quijote encuentra a su Sancho Panza, pero también es cierto que puede estar destinado a tropezar con un bachiller Sansón Carrasco, así como todo Alonso Quijano encuentra a un cura y un barbero que intentan expurgar su biblioteca, pero Cestero presenta a Don Quijote como un paradigma, porque con su ejemplo de caballero en pos del bien común es todo un modelo a seguir. Don Quijote es, por ende, el paladín por excelencia que en esta ocasión envaina su espada contra los obstáculos insalvables de las injusticias de unas instituciones dominicanas que, a su juicio, no son molinos de viento sino, más bien, auténticos gigantes dominicanos. Y desde luego ese amor justiciero que define al Don Quijote de Cestero no es el amor que Don Quijote cree tener hacia la Aldonza Lorenzo creada por Cervantes, sino el desbordante amor a la patria nuestra, esa Dulcinea creada por Duarte y los demás dominicanos ilustres.