El ejercicio con criterio de la crítica literaria demanda inteligencia, imaginación, placer por la lectura y pasión por los libros. El primer principio –o, si se quiere, ley– de un crítico literario ha de ser, el de alguien que ama los libros, y que haga de la lectura, una experiencia placentera y estimulante. Hay críticos que, curiosamente, odian la literatura, o que asumen la crítica del otro lado de la línea de sombra de la creación. Es decir, como lo opuesto. De ahí que la practiquen como un ejercicio no de creación, sino como un quehacer científico y académico, o como un anatomista, que estudia y disecciona el texto literario, en tanto un cuerpo inerte — esto es: como un cadáver. Y como un acto divorciado de la imaginación, y sin alma ni espíritu. Un crítico ha de ser, pues, un sujeto que sea—insisto– un lector voraz, y que esté actualizado con las novedades editoriales, en materia de poesía, cuento, novela, teatro y ensayo. Un crítico literario desactualizado, y con veinte o treinta años sin conocer el rumbo y el devenir de las producciones textuales de su país y de su lengua, es un crítico desfasado y sin moral para ejercer su oficio, ya que la moral del crítico, y de todo escritor, es la lectura. Además, debe leer los textos desde una experiencia sensual, gozosa, apasionada, aun como un ritual espiritual y estético, y alejado de ataduras ideológicas, maniqueas, doctrinarias o teóricas. Muchos la ejercen con desdén hacia –o contra– el oficio creativo. Otros la usan como excusa para la apología o la diatriba; algunos la practican desde una perspectiva cientificista: emplean una jerga incomprensible y árida, sin ritmo y sin elegancia.
Una línea conduce al camino de lo trivial y otra, de lo ininteligible. La crítica literaria, como género literario y disciplina intelectual, en las letras de América Latina, si no ha desaparecido, ha devenido o derivado, en una práctica minoritaria, matizada por la aridez, las muletillas conceptuales, los tics verbales, la monotonía y la pobreza imaginativa, causas de su crisis, su parálisis o de su invisibilidad. Es preocupante y lastimoso, ya que es una expresión literaria e intelectual, que tuvo cultores y exponentes, de la estirpe de Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña, Emir Rodríguez Monegal, Ángel Rama, Ezequiel Martínez Estrada, Antonio Cándido, Mariano Picón-Salas, Guillermo de Torre, Ramón Xirau, Ricardo Gutiérrez Girardot, Emmanuel Carballo, Cintio Vitier, Saúl Yurkievich, Octavio Paz, Jorge Luis Borges, Guillermo Sucre, José Lezama Lima, José Miguel Oviedo, Enrique Anderson Imbert, Antonio Cornejo Polar, R.H. Moreno Duran, Noé Jitrik, Jaime Alazraki, Roberto Fernández Retamar, Sylvia Molloy, Ana María Barrenechea, entre otros. Fueron críticos y ensayistas que, desde la pasión poética o narrativa, mostraron –y mostraban– solvencia histórica, competencia teórica y versación intelectual en el oficio; amén de que la practicaron con voluntad de estilo, claridad, elegancia, persuasión y vocación informativa, y sin afán doctrinario –y aun la ejercieran desde una perspectiva académica. Eran capaces de valorar, comparar, apreciar, jerarquizar, analizar, interpretar, asociar o ponderar, en su justa dimensión estética y creativa, una obra literaria, Además, de que tenían la competencia para contextualizarla y defenderla, por encima de las variables nacionales o regionales, lingüísticas o históricas. Añoramos esa crítica que descubría talentos, presagiaba trayectorias literarias, vislumbraba la obra naciente –o gestándose– y defendía, contra viento y marea, la calidad de una obra y de un autor. No importa que se hiciera desde las páginas de un suplemento cultural o una revista literaria, desde el aula, o el prólogo de un libro.
Los críticos académicos suelen ver con desdén la crítica periodística o práctica, que muchas veces se pierde en el torbellino de las reseñas, artículos y recensiones del diarismo, pero que, si se hace con imaginación, gracia, vocación de estilo, conocimiento y profundidad (sin caer en lo conceptuoso y abstruso), no suele ser superficial, pasajera y trivial, sino eficaz y elocuente. Esa crítica, sin embargo, ha dejado una tradición, una huella, un legado luminoso y un enorme calado en la vida intelectual y cultural de América Latina y España. La deuda que tienen los autores, los lectores, y la crítica misma, en las letras hispánicas, con este tipo de crítica literaria, es de una insólita relevancia y de una descomunal importancia. De la misma han nacido críticos de enorme influjo, que incluso transformaron y renovaron el género de la crítica y lo convirtieron –o elevaron—en unas de las Bellas Artes, es decir, en una categoría literaria, capaz de competir con la ficción literaria, en lo atinente a estilo, imaginación, pensamiento, elegancia y rigor. A esta filiación, de pensadores, historiadores y literatos, que ejercieron el periodismo cultural, con altísimo rigor y sagacidad, pertenecen, por derecho propio, aquellos intelectuales, filósofos o críticos de la talla de Ortega y Gasset, Unamuno, Martí, Darío, Baldomero Sanín Cano, José Carlos Mariátegui o Hernán Díaz Arrieta (Alone). Sin olvidar a críticos de otras naciones y lenguas como Edmund Wilson, Cyril Connolly o Sainte-Beuve, que, en algún momento, o en buena parte de su trayectoria, ejercieron el periodismo literario. Es decir, críticos de prestigio que –desde el siglo XIX hasta el XX–, tuvieron una colosal gravitación en la escena literaria, desde un ámbito no académico, o sea, desde las páginas de revistas o de diarios, pero que dejaron un legado y una impronta, y que sembraron una tradición de innegable alcance, en la órbita del pensamiento intelectual de Occidente. Este ilustre inventario de críticos dignificó el oficio y confirió al género, un estatus a la par con la creación literaria. Fueron responsables, en buena parte, de la proyección, la difusión y la internacionalización de las letras del Nuevo Mundo. También, desde luego, del prestigio y la dimensión hispánica que alcanzaron las revistas o los suplementos literarios procedentes de España, Argentina, México, Cuba, Chile, Venezuela, Perú o Puerto Rico, cuyas páginas contribuyeron, sin dudas, a darle fisonomía al ensayo hispanoamericano. En síntesis: a la vida intelectual del siglo XX. Estos intelectuales, que escribieron de modo sistemático, sobre el acontecer literario, con rigor y lucidez, crearon un lenguaje que le confirieron autonomía e identidad, al ensayo literario o a la crítica literaria, y en el que sobresalen y se combinan, el brillo de las ideas, la profundidad argumentativa y la elegancia del estilo.
Hoy, en el panorama de la crítica literaria hispanoamericana, no se perciben la efervescencia y el calor de los encendidos debates que suscitaban las obras publicadas, ni el impacto entusiasta que generaban los coloquios o los congresos, ni el liderazgo que ejercían –y ejercieron- Ángel Rama, Emir Rodríguez Monegal, Enrique Anderson Imbert, Fernando Alegría, Jorge Ruffinelli, Fernando Aínsa, Oscar Collazos, Fernando Alegría o Alberto Zum Felde; o en España, Ramón Menéndez Pidal, Marcelino Menéndez Pelayo, Dámaso Alonso, Guillermo Díaz -Plaja, Amado Alonso, Federico de Onís, Francisco Rico, Carlos Bousoño, José María Valverde, Martín de Riquer o Mariano Baquero Goyanes, por citar a algunos críticos, filólogos y ensayistas, quienes tenían bandos, corrientes y tendencias, en la defensa apasionada de una idea, un tema o un autor. Tampoco existen los encarnizados debates que escenificaron novelistas que fueron a la vez críticos, ensayistas y teóricos de la novela y el cuento como Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, Augusto Monterroso, José Donoso, Juan Goytisolo, José María Arguedas, Alejo Carpentier, Arturo Uslar Pietri o Ernesto Sábato. O los debates llenos de lucidez y brillo sobre la poesía y el poema de Octavio Paz, Guillermo Sucre, Saul Yurkievich, Hugo Verani, José Emilio Pacheco o Danubio Torres Fierro. Muchas de las conferencias, artículos y ensayos de estos críticos literarios, constituyen auténticas piezas de estudio y modelos de análisis y de teoría, por su lucidez, penetración, inteligencia y perspicacia argumentativa. Son textos seductores y formativos, fascinantes y persuasivos, escritos con ritmo y gracia expresiva. Estas obras de crítica configuran, en efecto, una fecunda tradición, que dejaron una honda huella en la tradición letrada, la estirpe y el linaje de nuestra crítica literaria, y aun, en el pensamiento intelectual del Occidente hispánico. Todos los lectores, profesores e investigadores, del presente y del futuro, somos, en cierto modo, deudores de este legado literario y esta conciencia crítica, que conforma la historia cultural del siglo XX.
Uno de los rasgos negativos de la crítica literaria académica actual es que se ha tornado árida para los lectores comunes, acaso por su jerga artificiosa, que confina lo psicológico y lo histórico, expulsándolos de la obra y despojándolos de su valor estético y literario, como objeto del análisis o del estudio crítico. Esta postura viene dada bajo el tamiz de que el texto literario es solo forma, no contenido; solo expresión verbal, y no sustancia, emoción y metáfora. La mejor crítica es aquella que busca desentrañar o desenmarañar, de la obra literaria, los signos que emite ella misma, no los presupuestos teóricos que la anteceden o anteponen. Es decir, es la que parte de una experiencia del placer estético y goce del texto –y a la que me adscribo. Es una crítica híbrida, heterodoxa, cuya autonomía reside en la imaginación, el estilo y el buen gusto, sin caer en el uso de su práctica como un pretexto para hacer filosofía, lingüística o sociología. O sea, la de no poner la crítica al servicio de una ideología política o de una corriente filosófica o lingüística, sino la de darle autonomía y categoría estética y literaria, a la crítica.
La crítica, para sobrevivir o ser redimida, ha de emanciparse para no convertirse en un género filosófico, filológico o lingüístico. Su futuro habrá de llegar cuando asuma el ensayo literario –no el ensayo científico– como continente o forma—como pedía Theodor Adorno–, como única garantía de recuperar su identidad, personalidad, fisonomía, categoría estética y autonomía expresiva.
Durante buena parte del siglo XX, la crítica literaria en las letras hispanoamericanas, quizás hasta los años 60, no había tomado el derrotero de su ensimismamiento. Una línea estética tomó la ruta académica, cientificista o seudocientífica, en algunos casos incomprensibles, y otra línea, de carácter periodístico, de matiz informativo, y, desde luego, más comprensible. Lugar aparte ameritan las mujeres que ejercen la crítica literaria, desde una perspectiva académica, pero con vocación periodística y rigor intelectual, como las argentinas Beatriz Sarlo, Alicia Borinsky, Mónica Manzour o María Negroni o la mexicana Margo Glantz. También, la crítica de los mexicanos Adolfo Castañón y Christopher Domínguez Michael, merecen un sitial distinguido y de excepción en el panorama de la vida intelectual y del periodismo literario de Hispanoamérica.