Poco se ha hablado del cimarrón, aunque algo más de las cimarronadas. Poco se ha penetrado en el estudio de aquel ser hecho de caminos, soledades y libertad. ¿Qué pensaba el cimarrón cuando se alzaba a las montañas huyendo de la esclavitud, de ese espacio hegemónico de largas y agotadoras jornadas de trabajo impuesto por un dominio opresor y violento? ¿Hacia dónde se alzaba la esperanza de ese ser oprimido, vulgarmente sometido cuando se habría pasos por los caminos en tupidos bosques vírgenes?
No pensemos si andaban cinco o seis o más alzados, pensemos en uno, en uno solo. ¿Hacia dónde le guiaba el instinto natural de libertad renegada? ¿Cómo es posible andar los caminos, cuando la soledad extensa, la persecución, la muerte crea los horizontes?
Allí mismo, ese es el principio para que germine la esperanza del cimarrón. Donde parece que se detiene el horizonte, allí empieza la esperanza. Una esperanza que se crea llena de orígenes, en las mismas raíces del tambor, de su sonido; inventores de los truenos del Caribe y la magia del África lejana.
Muchas historias heroicas en esta América nuestra se pierden, la memoria histórica del mundo no recoge esos sentimientos primeros que construyeron un concepto de libertad único en América. Esa América de “luces y de sombras”, esa América que nos corre por las venas, policromada, dulce; con ese olor a melaza y a misterio.
Los ingenios azucareros y los campos de la época colonial guardan los sórdidos y lastimeros quejidos de los esclavos. Las islas del Caribe, sometidas por ingleses, franceses, españoles, portugueses y poderes coloniales, guardan el secreto de como inventar la libertad, porque la libertad no andaba entre los barcos atiborrados de negros, la libertad era una palabra oprobiosa en la trata negrera y era un concepto que había que reinventarlo.
En esa tarea está presente el cimarrón, y qué pena que poco se sepa y que poco se investigue sobre este ser que de tanto andar los caminos tiene los “pies horadados”: “A la montaña te fuiste / con centenares / de latigazos dormidos / en tu cuerpo” (pág. 77) dicen unos versos que adelanto.
De tanto andar con la soledad, sea la soledad misma reinventada, con la fiebre convulsionante de los dioses del África, con el poseso, con el trance, con la comunicación eterna, con el misterio espiritual que habita más allá del misterio, junto a la magia, al ladito de los milagros.
Lidia Milagros González en el Seminario Presencia Africana en el Caribe, refiriéndose al caso de Puerto Rico, nos dice: “los Cimarrones fueron en Puerto Rico, no sólo negros esclavos que se fugaban, sino blancos pobres, tales como militares y prisioneros, e inclusive algún que otro indio, sobreviviente de la masacre a su pueblo” (pág. 325).
El sociólogo Ángel G. Quintero, en su título “La cimarronería como herencia y utopía” del libro David y Goliat nos expresa que la cimarronería estaba constituida por un mundo marginal al estado, al poder, a todo lo oficial, desde lo oculto, en silencio, sin confrontaciones abiertas. La cimarronería conformaba una oposición en retraimiento, no una oposición abierta propiamente dicha en contra de los esclavizadores. Ese proceso no era solamente de negros, sino, que como en el caso de Puerto Rico había moros y andaluces que eran cimarrones por diversas razones, pero principalmente como expresa Quintero porque huían de la inquisición o no podían mostrar la “limpieza de la sangre”.
En Santo Domingo también se verificaron procesos de cimarronajes donde la figura de Sebastián Lemba se levanta como un testimonio histórico que es símbolo de la búsqueda o construcción de la libertad. El establecimiento de los llamados manieles, en el corazón de la Cordillera Central, donde negros libertos que salían de los ingenios azucareros establecidos en Azua tenían su espacio más acá de la vida y más allá de la muerte.
Para finales del siglo XIX y principios del siglo XX, las migraciones impuestas y voluntarias que registra nuestra historia traen, a través de los puertos de entonces, hombres y mujeres, que anduvieron muchos caminos, abrieron muchas trochas y atravesaron mares. Entre ellos, los cocolos, que venían de las colonias británicas, Trinidad, Martinica, Guadalupe, Saint Thomas….
En ese proceso migratorio llegaron a la República Dominicana, destacando su mano de obra en los ingenios azucareros y en otras labores, conservando muchas de sus expresiones culturales. Sus descendientes se han destacado en el mundo intelectual y artístico. Las raíces de la cocolidad están sembradas con sus destacadísimas obras que forman parte del constructo de la sociedad dominicana.
De esas emigraciones hay descendientes en muchos pueblos de América y el mundo, bien lo dijo Johnny Webster, azuano, de padre cocolo y madre dominicana: “Llegaron / a sobrevivir América / a resistir América / a ser América / llegaron”.
Ese Johnny Webster de quien hablo, recibió su doctorado en Literatura Latinoamericana de la Universidad de Albany y fue profesor asistente del Departamento de Español de Wellsley College, Massachusetts. En varios estudios hizo críticas a la cultura de violencia, principalmente la tratada por Arturo Uslar Pietri en las novelas Lanzas coloradas y El camino de El Dorado. Publicó los libros Pies horadados (2000), En un golpe de tos sintió volar la vida: Gaspar Octavio Hernández, Obras escogidas (2003) y varios ensayos en revistas académicas norteamericanas. En sus versos andan las raíces permanentes de la africanía, subyacen los tambores y las deidades generadores de la identidad de un hombre como él, perteneciente a la estirpe de los que reinventaron la libertad: “Con Changó y Llemayá / con obatalá y Ogún / con papabocó / llegaron”, (pág. 101) dicen unos versos del libro Pies horadados, donde muestra deidades de la religiosidad en los negros. (CONTINUARÁ).
Domingo 11 de diciembre de 2022
El autor es experto en Estudios Afroiberoamericanos
(UNIVERSIDAD DE ALCALÁ- UCSD).