De inmediato se dio cuenta de que en la selva no existía otro dios que no fuera la selva misma. Esta conclusión de Santa (personaje de la novela), no es solo de ella: termina siendo la conclusión de todos los personajes, de muchos lectores; esta selva es tan dios que podría serlo incluso más que la misma Elaine Vilar Madruga, autora de El cielo de la selva (Lava 2022, Elefanta 2024), novela que promete ser una lectura como ninguna otra que nadie haya encontrado en los escritores de los últimos años.
Ocurre que Elaine construye una selva con alma, codiciosa, cuyos caprichos exceden por mucho las proporciones de sus bondades. La selva da, sí, pero quita mucho, quita demasiado, quita tanto que recuerda a la diosa hindú Kali, quien, aunque es vista como una madre protectora y una fuerza necesaria para la transformación, es temida por su carácter destructivo. Al igual que esta diosa, la selva también espera sus sacrificios humanos, solo que estos sacrificios no son unos sacrificios cualesquiera: hay que parir, parir para que ella se coma a los hijos, y no cualquier hijo, sino el que la selva elija.
Es esta entonces la premisa elemental de El cielo de la selva, el punto de partida y eje transversal sobre el cual Elaine construye la historia de esta novela que ofrece una experiencia literaria ingeniosa, inquietante, y que deja la imborrable sensación de que nunca más se volverá a leer algo como ese libro. Esto porque, no solo resulta curiosa la idea de una selva que come niños a cambio de dejar vivir en ella a sus pocos habitantes, sino que, además, Elaine la complementó con los recursos, técnicas y perspectivas de las que se sirvió para contarnos esta historia.
Tenemos, por ejemplo, la exploración de un atípico realismo mágico. Ya en su novela La tiranía de las moscas Elaine propuso un realismo mágico sórdido y disruptivo; ahora, en El cielo de la selva (Barret, 2021), nos ofrece otro con un tono mucho más perverso y macabro, que no se limita a niños con flores en el ombligo ni a tataguas habitando la cabeza de una niña muerta, sino que además se desliza muy bien por la ironía que resulta de la poesía que en ocasiones presenta su lenguaje para describir las escenas más grises y tétricas.
Esto último puede observarse en expresiones como “y rompió a llorar a los pies de la selva, de ese dios que se alimenta de las lágrimas del mundo” (pág. 25 del Kindle), o en oraciones como “ahora se acuerdan de todos los cadáveres, ahora los monstruos realmente existen porque Ifigenia los ha nombrado” (pág. 154 del Kindle).
Por otro lado, Elaine se sirve de la técnica del terror polifónico que evoca a La casa de hojas (2000). Esta novela de Mark Z. Danielewski, replantea el género del terror a través de su técnica polifónica, donde múltiples narrativas y voces se entrelazan para crear una experiencia singular e inquietante. La historia principal sigue a una familia que descubre que su casa es más grande por dentro que por fuera, desatando una serie de eventos terroríficos y surrealistas. A través de notas al pie, relatos en diferentes perspectivas y distintos formatos tipográficos, Danielewski construye un laberinto literario que refleja el caos y el horror de la trama, creando una atmósfera de constante tensión y desconcierto. De manera análoga, en El cielo de la selva tenemos un despliegue de voces no solo en segunda y tercera persona, sino además en primera persona del singular y en primera persona del plural, que permite un acercamiento más íntimo con los temores y conflictos subyacentes en cada uno de los personajes que intervienen en la narración; estas voces, a su vez, navegan entre el pasado y el presente a través de flashbacks que logran fluir con estos intercambios de puntos de vista. Este juego de voces moviéndose por el hoy/ayer, constituye una pieza importante en cuanto al hacer de la novela un dispositivo dinámico, que aleja al lector del riesgo de encontrarse en una narrativa monótona y lineal.
Aun con todo esto, la novela se sostiene sobre todo en la paleta de personajes que exhibe y las simbologías que tras ellos se despliega. Se trata de un conjunto de individuos que, aunque a primera vista no lo parezca, ninguno es bueno y ninguno es malo: todos están construidos o degradados por el entorno de muerte que les hace vivir la selva. Están corrompidos y su carencia de empatía los hace rayar en la misantropía, son egoístas y tan desprovistos de casi toda sensibilidad que se encuentran imbuidos por un aura de implícita supervivencia que no puede tener otro resultado que no sea la locura.
Pero, ¿cómo no serlo en una selva que te obliga a degollar en sacrificio a los niños que engendras (Lázaro), pares y crías (La vieja, Santa)?; ¿cómo no serlo en una selva que te dice que no eres más que carne para su hambre y encima debes vivir hasta ese momento con la indiferencia y hasta el desprecio de tus padres (Los niños, Ifigenia)?; ¿cómo no serlo en una selva en la que te es fatalmente arrebatado lo único que tenía valor para ti porque no querías parir (La perra)?; ¿cómo no serlo en una selva en la que buscaste un refugio y terminaste en una especie de olla de presión a punto de estallar en la que se cocina el odio y la desgracia y el desprecio (Romina)?; ¿cómo no serlo, insisto, en una selva que no le permite a nadie salir de ella sin que haya cumplido con lo que su voluntad haya designado para cada quien, y donde pase lo que pase, el propósito de todo es saciar su hambre de carne infantil? Es sencillamente imposible.
Así, lo anterior deja en evidencia que la selva no solo es también un personaje, sino que es el personaje. La selva es la verdadera protagonista de esta especie de mitología sacada de un fragmento anacrónico de Latinoamérica. La selva quizás no tiene una voz específica en el juego polifónico de voces que configuran la obra, pero sin duda se expresa a través de los demás, porque todos y cada uno de los personajes están hechos a su imagen y semejanza, ellos son los que ella necesita que sean, son el testimonio de que ella y su hambre viven y vivirán para siempre.
Todos estos personajes (incluida la selva) son trágicos, cada cual a su manera, sí, pero sus tragedias irremediablemente conviven y se rechazan y se solapan y se enfrentan como en una amalgama de sustancias obligadas a mezclarse para no desaparecer, como en una simbiosis que nadie quiere, que nadie pidió, pero que nadie puede evitar.
Si de algo peca El cielo de la selva, es del uso a veces excesivo de ciertas palabras que en ocasiones, en algunas oraciones, sentí que eran perfectamente ahorrables, que prescindir de ellas aquí o allí no hubiera restado en lo más mínimo a lo que Elaine buscaba conseguir, todo lo contrario: ese ahorro hubiera profundizado lo bien trabajada que se siente que está la novela.
En todo caso, El cielo de la selva es una obra que posee una estructura que podría visualizarse como lineal, pero con la que Elaine ha conseguido contar una historia a través de la exploración de un realismo mágico propositivo, sirviéndose de una técnica polifónica y un lenguaje que es a la vez inquietante y poético, que terminan por ofrecernos una especie de drama infinito. Con unos personajes que difuminan la legítima y antigua lucha entre el bien y el mal, y que a pesar de ello sus existencias parecieran una comprensible aberración, leer esta novela es una promesa hacia una experiencia irrepetible.