Una vez más, el asesino se detuvo en el último peldaño; y mientras se maravillaba observando, como lo hiciera la primera vez, el póster del mexicano Luis Miguel, que le sonreía con picardía, el disparo le impactó en el centro del pecho. Rodó escaleras abajo. El otro asesino le pasó por encima a su cuerpo agonizante y se perdió con pasos raudos en la noche.
Una moneda puede tener infinitos valores; los determinan las circunstancias. Esa moneda de cinco pesos que acariciaba en el bolsillo adquiriría el valor de acuerdo a la llamada que haría con ella.
Acababa de salir de prisión, acababa de nacer a la libertad y con pasos dubitativos había empezado a caminar sin rumbo. A ratos volvía la mirada, como para cerciorarse de que nadie lo seguía, para comprobar que en verdad era un hombre libre. Pero un tiempo después se detuvo, y se recostó de una pared en donde había un grafitti que decía: la única libertad posible se alcanza detrás de las rejas.
Reemprendió la marcha y más adelante vio un teléfono público y se detuvo de nuevo. Buscó la moneda de cinco pesos, que era todo su capital, y decidió hacer la llamada; la vida de uno o de varios hombres dependía de esa gestión; incluso, el camino que él transitaría a partir de aquel instante estaría signado por el resultado.
La moneda adquirió un gran valor; al otro del lado del teléfono alguien le respondió y le dijeron que irían a recogerlo.
Al poco tiempo se detuvo un vehículo y el hombre lo abordó.
El sujeto que había ido a recogerlo tenía cara de perro Bulldog. Le ofreció un cigarrillo; lo aceptó y en su pensamiento agradeció el gesto, aquella solidaridad criminal; al menos alguien se había ocupado de recogerlo en tan memorable ocasión. Aquel contacto lo había hecho a través de otro presidiario que había salido primero que él, y que se dedicaría al mismo oficio, al de eliminar a sujetos que habían extraviado el camino
Llegaron a una casa que estaba en las afueras de la ciudad y allí lo recibió el patrón; instantes después y sin muchos acercamientos afectivos, con gesto indolente, el patrón desplegó un fajo de fotografías encima de su escritorio. El asesino las fue examinando con ojo de ginecólogo, una por una. Se maravilló al ver a una cara muy conocida, muy familiar. Y una recóndita felicidad se batió en su interior al tener la posibilidad, tan cercana, tan cierta, de poder eliminar a ese sujeto.
-Son seis -le dijo el patrón al asesino- si resultases un individuo eficiente te los podría asignar todos a ti.
-Seré eficiente -le dijo el asesino-. Ahora quiero que señale al primero que deba eliminar.
-Éste -le dijo el patrón, y le entregó un corto prontuario del sujeto.
Allí se encontraban las generales del individuo, los lugares en los que solía permanecer, sus hábitos más elementales.
-Recuerda que queremos dejar una marca, que cada uno de nuestros enemigos sepa que a todos les pasará lo mismo. Queremos dar un escarmiento; por eso, después de que los acribilles a balazos, debes usar este tipo de cuchillo.
El asesino se quedó callado, y al poco rato escuchó el inconfundible chapoteo del agua con que la mujer se aseaba.
Era un cuchillo que al introducirse en la carne producía severos estragos, que no hacía cortes finos ni elegantes, sino horrorosas laceraciones.
-Me encargaré de que todos los cuerpos queden impresentables, haré un trabajo artístico- dijo el asesino.
Tomó la pistola con silenciador, el cuchillo, la fotografía, y un fajo de billetes.
Salió a la calle. Atardecía. Su víctima no residía demasiado lejos del recinto del patrón.
Caminó con pasos cortos y desdeñosos por la calle adoquinada; durante el trayecto no se molestaba en mirar a la cara de los transeúntes. No le importaba la gente; y si le importaba la gente era para odiarla.
Se ubicó en un lugar que le permitía vigilar la entrada al edificio en donde residía el casi difunto. Era un lugar abrumado por el paso de los años, lo percibió como húmedo y gris; una auténtica ratonera.
Durante la espera encendía un cigarrillo tras otro. No se impacientaba. Sus diecinueve años en prisión le habían enseñado muchas cosas, entre ellas la paciencia, una virtud de gran valía para el nuevo oficio al que se dedicaría desde ese instante.
Anocheció. Algunos transeúntes pasaban por su vera. Ninguno sospechaba que él era un asesino a sueldo, que dentro de muy poco tiempo enviaría al más allá a su segunda víctima.
Un repentino chubasco lo obligó a refugiarse en el portal del edificio en donde residía la víctima. Se sentó en el descanso de la escalera y fumó un cigarrillo, dos, tres, cuatro…
No sabía qué hora era; sin embargo, sabía que llevaba ya más de cuatro horas al acecho. ¿En verdad ese sujeto vivía allí?
No tenía más alternativa que aguardar. De repente alguien encendió una bombilla, que irradiaba una luz gastada. Vio que aquella luz le daba a su piel extraños matices. Una mujer bajó por las escaleras.
-Buenas noches -le dijo la mujer, extrañada al verlo allí sentado. ¿Le puedo ayudar en algo?
-Espero a un amigo que vive en el cuarto piso -le respondió el asesino.
-¡Ah, ese es Pedro! Pero a veces viene muy tarde, y otras veces no viene. Se lo digo porque nuestros cuartos están puerta con puerta.
-Él me dijo que vendría, lo esperaré.
-Suerte -le dijo la mujer y se perdió en la semipenumbra de la noche húmeda y desierta.
Subía la noche, el silencio fue endureciéndose. El asesino sintió hambre. Sacó un emparedado que llevaba en un bolsillo del saco. Le dio un mordisco y no le gustó el sabor. El jamón y el queso estaban descomponiéndose y el pan había adquirido la elasticidad de una goma de mascar. Lo colocó a un lado de la escalera. Fumó.
Fumar apaciguaba su hambre.
A pesar de la largueza de la espera seguía tranquilo. Sus nervios eran maestros. Pero estaba un tanto desorientado. Bajó a la calle. Tenía la esperanza de que pasara algún transeúnte con reloj.
Se recostó de la pared, apoyándose en uno de los botines puntiagudos que llevaba puestos. Sintió un poco de cansancio.
Minutos más tarde vislumbro una silueta que se acercaba. Se puso en guardia. Agarró con firmeza la pistola que escondía debajo del saco; el cuchillo Rambo lo llevaba en un bolsillo del pantalón. Su corazón seguía latiendo al mismo ritmo pausado, casi imperceptible.
Tomó la posición anterior al reconocer a la mujer.
-Te dije que llegaba tarde y que a veces no llegaba.
-Veo que tenías razón.
-Si le vas a seguir esperando, puedes subir a mi cuarto, en confianza.
-Te lo agradezco, de verdad.
Subieron la escalera a paso lento. La mujer iba delante, despidiendo vapores de aromas ajenos, de sudores mezclados. Por unos instantes se fijó en lo bien formado del cuerpo de la mujer. Pero no le dio ninguna importancia. Sus preferencias sexuales habían cambiado para siempre en la prisión.
Llegaron al cuarto piso y el asesino se quedó examinando un póster de Luis Miguel que daba la bienvenida a todo aquel que llegaba hasta ese nivel, y le impresionó la sonrisa cargada de felicidad y picardía del artista; le gustaba aquel hombre, en todos los aspectos.
Un lóbrego pasillo dividía a los muchos cuartos de alquiler. La mujer abrió el gran candado Yale y en breves instantes estuvieron instalados en el interior.
-Siéntate -le ofreció la mujer la única silla que tenía.
El asesino se dejó caer y suspiró hondamente.
-¿Qué hora es?-le preguntó a la mujer.
-Las tres de la madrugada -le respondió.
El asesino se quedó callado, y al poco rato escuchó el inconfundible chapoteo del agua con que la mujer se aseaba. Una sábana rameada la aislaba del asesino. Al terminar de asearse la mujer salió.
-Tengo mucha hambre-le dijo el asesino.
La mujer abrió el pequeño refrigerador y le ofreció varias rodajas de salami y unas galletas de soda.
El asesino comió con lento regocijo, y al concluir, la mujer le preguntó si quería una cerveza. Él la rehusó. Tenía tantos años que no probaba alcohol que no sabía cómo reaccionaría su organismo ante su presencia; y además, se propuso no mezclar el alcohol con el trabajo. Sería un asesino honorable, que pondría por encima de todo su trabajo, que no se distraería en liviandades. Al fin su padre iba a estar orgulloso de él, pondría en práctica sus enseñanzas, cumpliría a cabalidad sus compromisos, se haría un hombre respetable con el cuchillo o la pistola. No importaba. De ahora en adelante haría mejor las cosas.
-Tengo sueño -le dijo la mujer- honestamente, creo que Pedro ya no vendrá. Te puedes acostar aquí conmigo. Tal vez venga en la mañana.
El asesino no dijo nada y ceremoniosamente empezó a quitarse la chaqueta.
La mujer pudo ver la pistola que estuvo escondida debajo de la chaqueta y sintió un punzante estremecimiento.
El asesino se tumbó en la cama sin desvestirse, encendió un cigarrillo y le ofreció otro a la mujer. Fumaron. Una hora después seguían fumando. Uno pensativo, otra temerosa.
Un gallo cantó en la distancia.
-Hay que dormir-dijo la mujer.
-Duerme tú, y no temas, nada te pasará.
En poco tiempo los ronquidos de la mujer importunaban los pensamientos del asesino. Estaba concentrado en lo que había sido su vida, una vida tan distinta a las de sus tres hermanos. Pero ahora ya no tendría nada que envidiarles. Con los seis trabajos que tenía por delante se colocaría en una posición económica similar a la de ellos. Dejarían de llamarle basura, vividor, vago, oveja negra. Aunque no lo invitaran a sus fiestas, no le haría falta, aunque no le incluyeran en el testamento, tampoco le haría falta.
La fortuna que conseguiría limpiaría su imagen ante una familia que lo desterró del entorno por el asunto que lo envió diecinueve años a prisión. Pero ellos nunca supieron que aquel asalto a mano armada lo había perpetrado en venganza, en venganza por la forma en que lo trataban, por los desplantes de su padre, que, por encima de los ruegos de la madre, lo ridiculizaba y minimizaba delante de todo el mundo. Ese padre que le exigía que fuera igual a sus hermanos, cuando a él no le importaba ser como ellos; a él no le importaba ser el sujeto exitoso que su padre quería que fuera. Él soñaba con algo menos vulgar.
El sol de la mañana lo encontró con los ojos agarrotados, cansado, pero dispuesto a cumplir con su trabajo, dispuesto a ser un asesino honorable. Y lo sería en honor a su padre.
-Mal inicio -le dijo el patrón cuando a mediodía se dio por vencido y se presentó ante él.
-No apareció por el lugar. Asígneme otro caso, que le juro que no fallaré.
-Aquí está el próximo, es su última oportunidad.
-No fallaré, quédese usted tranquilo.
El asesino no precisó tomar la foto ni el prontuario del nuevo marcado para morir. A éste lo conocía muy bien. Sí le extrañó que un hombre tan honorable estuviese metido en asuntos tan negros.
Ahora caminaba instintivamente; sabía exactamente dónde se encontraba la víctima. Uno, dos, tres balazos le daría; uno, dos, tres tajos con el Rambo; luego sacaría sus vísceras con la saña de una hiena. Entre los estertores de la muerte le diría: tú también eres culpable.
Llegó a la oficina en donde trabajaba la víctima. Lo anunciaron. La pistola y el cuchillo temblaban en su vientre; sudaban sangre. Y reconoció que ya aquel hombre no tendría forma de librarse de la muerte. Pero, de repente, una oleada de nostalgia y ternura lo hicieron vacilar: se acordó de su madre. Sí, estaba ya muerta; pero aún en el cielo o en el infierno sufriría profundamente por el hecho que estaba a punto de cometer.
Ráfagas de lucidez lo hicieron entender, además, que aquel no era el lugar apropiado para asesinar a alguien; sería una estupidez hacerlo allí delante de todo el mundo.
-Pase- le dijo la secretaria del abogado que había ido a asesinar.
-Volveré otro día.
Salió presuroso del lugar pisando sobre una infinita autopista de confusión, dejando una temblorosa estela de dudas.
Caminaba ahora rumbo a la oficina del patrón. Era cerca del mediodía; el sol lanzaba dentelladas de fuego sobre su cabeza y la chaqueta de cuero negro le sacaba profusos chorros de sudor. Llegó al portar del edificio del patrón.
-No está -le informó el encargado de vigilancia.
-Entréguele esto -le dijo al otro, y le extendió seis fotografías, un fajo de billetes intacto y una pistola y un cuchillo Rambo.
Al anochecer decidió ir a visitar a la mujer de nuevo. Ella también había influido en su cambio de rumbo.
Con pasos decididos subió la escalera, y llevaba colgada al alma la esperanza de entablar una buena amistad con aquella desconocida que le había dado un poco de solidaridad y ternura, algo que necesitaba con urgencia. Ahora tenía otros pensamientos; ya no subía con las mismas intenciones de la vez anterior; se detuvo en el último peldaño; y mientras se maravillaba observando, como lo hiciera la primera vez, el póster del mexicano Luis Miguel, que le sonreía con picardía, vio que alguien le apuntaba con un revólver. Reconoció al hombre.
-Te esperaba- le dijo el hombre.
El hombre aguardaba por él desde que la mujer le informara que alguien lo buscaba de manera decidida y sospechosa; esa noche le había hecho el amor a la mujer con los pantalones a mitad de piernas y con los zapatos puestos; con una mano la acariciaba y con la otra sujetaba el revólver. Cuando terminó su faena, se sentó a corta distancia de la escalera que conducía hasta el cuarto piso. Y esperó.
El asesino no encontró palabras para defenderse.
-Si quieres disparar, hazlo; porque si te digo la verdad, no la creerías.
Entonces el hombre lo empujó hacia el interior del cuarto en donde vivía la mujer. Allí estaba ella.
-Lo siento, hermano. Pero este hombre es mi marido de muchos años- le dijo esgrimiendo una excusa.
-Me he retirado. Rompí el acuerdo con el que te quiere asesinar -dijo el asesino.
-Hace mucho tiempo que dejé de creer en cuentecitos de hada -le dijo el hombre.
-No estás obligado a creerme. Dispara, si quieres -le dijo el asesino en medio de su resignación.
-Te daré una oportunidad, pero tienes que hacerme un trabajito -le dijo el hombre.
-¿De qué se trata? -preguntó el asesino, con exasperante displicencia.
-Se trata de matar al hombre que te contrató para que me mataras.
-Lo haré dijo el asesino- pero no tengo armas y es muy difícil acercarse a ese sujeto.
-Encuentra el arma y la forma; es tu problema. Se trata de tu vida o de la suya.
-Entiendo -dijo el asesino-y preguntó: ¿Puedo irme ahora?
-Vete -le dijo el hombre- pero recuerda que si no cumples tu palabra, yo cumpliré la mía.
El asesino respiró hondo, lanzó una mirada entre acusadora y decepcionada a la mujer y bajó raudo las escaleras. No se detuvo a contemplar el póster de Luis Miguel.
Esa noche deambuló por distintos parajes; fue asaltado por una avalancha de pensamientos, algunos realmente absurdos; en algunos instantes acarició, aunque fugazmente, la idea de pedir ayuda a su familia; pero se arrepentía de inmediato. No quería seguir vagabundeando pero tampoco quería ser víctima de nuevas humillaciones, de nuevos desplantes. Nunca dejaría de ser la oveja negra, el motivo del escarnio de la familia. Aunque, ¿era aquella su familia?
El amanecer le sorprendió navegando en cavilaciones; sentía hambre, deseos de darse un baño. Se sintió sin salida. Entonces tomó la decisión.
Cuando lo anunciaron ante el patrón, éste dudó en recibirlo; ya le había fallado; pero tuvo a su favor el hecho de que había sido honesto y no se había quedado con un centavo ni tampoco había intentado huir con el santo y la limosna. Finalmente lo hizo pasar.
-He decidido retomar el trabajo. Ahora no habrá excusas.
El patrón lo miró con ojos severos, y le dijo:
-Acepto tu propuesta, pero, te advierto de que si das marcha atrás o te esfumas con mi dinero, me encargaré de que uno de mis hombres arreglen cuentas contigo.
Al escuchar esta nueva sentencia, el asesino ya no tuvo ninguna duda.
-Entrégueme la pistola, el cuchillo y el dinero -le dijo al patrón.
El patrón le extendió lo que pedía. El asesino ahora se sintió protegido; pensó en el hombre que había ido a asesinar aquella noche y su posterior amenaza; acarició la pistola, se incorporó, y salió presuroso del lugar.
Recostado de la pared, como la primera vez, fumó. La espera, de nuevo, podría resultar larga.