Uno de los temas que más atracción y ocupación está teniendo entre antropólogos, filósofos y sociólogos es el de caminar –o el de la caminata. Desde la aparición del carro, la bicicleta o el motor, el caminar a pie, antes de la rueda y aun del uso del caballo, era signo de salud, felicidad y libertad. Caminando percibimos el ritmo de la naturaleza: captamos paisajes, lugares, espacios y ejercitamos el pensamiento. Podemos disfrutar del silencio y activar la mente. También, evadir los ruidos de la cotidianidad, frenar el ritmo desenfrenado de la vida moderna y disipar el tedium vitae. Henry David Thoreau, el precursor de la ecología, poeta, ensayista y anarquista americano –discípulo de Emerson y su compañero de viaje del trascendentalismo–, postuló la desobediencia civil y prefirió vivir en el bosque, dijo: “Aquel cuyo espíritu está en reposo posee todas las riquezas”. Sus reflexiones filosóficas, de corte anarquista, están contenidas en su autobiografía novelada, Walden o la vida en el bosque.
Caminar, no correr, es una forma de comunión con el mundo exterior, una vía de aproximación y un diálogo con la naturaleza: le permite al ser humano lograr la experiencia de la meditación. En cierto modo, es un aprendizaje en el conocimiento y reconocimiento del cuerpo. Nos permite activar la curiosidad y ejercer la aventura ilusoria del ideal de volar. Asimismo, nos ayuda a afilar los sentidos y es, a menudo, un ritual para conocernos a nosotros mismos y, a la vez, para reencontrarnos en nuestra intimidad. Cuando fuimos capaces, por necesidad, de ponernos de pie, para alcanzar el homo erectus, pudimos desarrollar el pensamiento, la mente y el lenguaje.
Con la invención del automóvil se inició el proceso de atrofia de nuestras extremidades inferiores, y la aparición de múltiples enfermedades. La infrautilización de los pies ha devenido en una anomalía del cuerpo y, por tanto, caminar representa, en el mundo contemporáneo, una nostalgia, una derrota del cuerpo. En un tiempo donde reinan la prisa y la premura caminar sin rumbo, vagar como un flaneur (el poeta francés del siglo XIX, que caminaba sin rumbo en la ciudad), parece un acto de rebeldía, un anacronismo y un arcaísmo. Caminar viene a representar una huida del tiempo. Hubo marchas políticas que persiguieron un propósito de liberación, una causa social, un ideal, una meta: las marchas históricas de Mao (su gran retirada) y la marcha pacífica de Gandhi, o la huida de Mahoma (hégira) o de Dalai Lama. Pero fueron marchas multitudinarias, de un líder político o espiritual, con sus fervorosos seguidores, cargadas de fe, convicción y templanza. O las largas caminatas de Rimbaud por África, que terminaron enfermándolo, a pasos raudos, venciendo obstáculos, durante cientos de kilómetros, comprando y vendiendo armas, metales preciosos y productos agrícolas (que lo condujeron a adquirir una gangrena, luego un cáncer, la amputación de una pierna, y la muerte, a los 37 años).
Hay quienes deambulan por caminos, trillos, senderos, montañas, colinas, bosques, praderas, desfiladeros y mesetas, como los montañistas, senderistas y alpinistas, tan de moda hoy, y que han creado un género literario dentro de la literatura de viaje, como, por ejemplo, Robert Mcfarlane, con sus libros Las montañas de la mente y Bajotierra. Es un estilo de vida caracterizado por el escapismo, la aventura y el turismo, y que depara, en ocasiones, en una secta o religión del nuevo milenio, contrario a muchos jóvenes japoneses (denominados otaku o hikikomori), que son capaces de permanecer semanas sin salir de su habitación, pegados al celular o a la pantalla del computador, jugando manga o practicando videojuegos.
Nadie es más libre que el caminante. La libertad más absoluta proviene del acto de caminar. Caminamos para situarnos en el tiempo y en el espacio. Para gozar, en calma y sin prisa, del tiempo, o disfrutar del buen clima; caminar solo es una aventura solitaria y un monólogo. Caminar acompañado es una aventura diferente (hay quienes lo hacen con su mascota). Rousseau postuló la experiencia de la caminata solitaria, en su libro Ensoñaciones del paseante solitario, en un acto de libertad entre lo soñado, lo evocado y lo vivido. Para Nietzsche, pensar equivale a caminar, por lo que no hay pensamiento que no represente una caminata. Todo pensamiento es un pensamiento caminado. De ahí que, buena parte de los filósofos, artistas y pensadores, antes de pensar, crear y escribir, hacían largas caminatas, después de tomar un té o un café. Es un secreto a voces, que este ritual cotidiano activa la mente creadora, fortalece la memoria y ejercita la imaginación.
En Octavio Paz –como lo observó el crítico, Hugo Verani, en su libro Octavio Paz: la poesía como caminata–, la poesía es una larga caminata, como en el Mono gramático –un texto en prosa, a caballo entre el ensayo filosófico, el poema en prosa y el relato fantástico-surrealista. Caminar con disciplina y propósito es un arte: el arte de caminar: representa una ruptura con el ruido, el bullicio o el caos. Es la creación de un espacio interior y de un estado de ser horizontal, firme, voluntario.
Caminar es, en efecto, una búsqueda de espiritualidad y el origen de grandes transformaciones sociales y políticas. Para Nietzsche, un filósofo debe saber caminar, pues pensar es saber caminar. “La metafísica está en la calle”, decía. Su texto El caminante y su sombra es la obra de un filósofo caminante. Tenía la convicción de que, para pensar libremente, había que hacerlo al aire libre (a plair air o pleno aire, como creían los pintores impresionistas y posimpresionistas), alejado del escritorio y de la biblioteca. La misma convicción tenían los filósofos peripatéticos, discípulos de Aristóteles, quienes filosofaban caminando, cerca del templo de Apolo, entre los que estaban Teofrasto, Sátiro, Eudemo de Rodas, Andrónico de Rodas y Aristoxeno. Justamente, la palabra peripatético significa “dar vueltas”, cuya escuela estaba integrada por pensadores que se dedicaban a deambular, en un itinerario o errancia por jardines. Es decir, filosofaban dando vueltas, en una especie de vagabundeo, sin rumbo fijo o premeditado, como una técnica de activar el pensamiento y alimentar la imaginación.
Nietzsche criticaba los libros de los pensadores indigestos y pesados porque eran escritos entre cuatro paredes, atados a una silla y sobre una mesa. La filosofía del caminar reside en el hecho de que sirve como pausa en el trabajo intelectual y como búsqueda de silencio, de sanación y cura del alma. De ahí que, entre andar y pensar, caminar y pensar, filosofía y creación hay un vínculo entrañable. Otros pensadores escalan montañas buscando impulso intelectual y activación de las ideas: toman altura para ver las cosas más claras, y acaso para encontrar la luz frente a las enfermedades de la voluntad.
Se camina para buscar energía creadora; se anda para darle movimiento al pensamiento. Así llegan con más libertad las ideas. Caminar es hablar con uno mismo, con la otredad, o con los muertos. Lo hacemos para reencontrarnos en un ejercicio de libertad plena. Caminamos, en fin, para romper la velocidad y la prisa de los avatares cotidianos, es decir, para enfriar los nervios y calentar los músculos. Al caminar, perdemos la noción de la temporalidad, y nos despersonalizamos. Caminar es una experiencia de la felicidad, un acto de alegría de la contemplación, en el que alcanzamos la plenitud del vacío, la serenidad de la ansiedad: logramos una introspección del yo. El que camina, camina para sí, para reinventarse en cada caminata, cada día, y para combatir la abulia y el aburrimiento. También, para activar la imaginación y el sueño, para vencer el insomnio, combatir la depresión, la fatiga, la tristeza o la ansiedad. A veces silbamos, susurramos, o tarareamos una canción, una melodía; o memorizamos un poema, un pasaje de una novela o una idea. La mejor manera de aprenderse algo de memoria, o ensayar un discurso, es hacerlo caminando. Al caminar, suspendemos temporalmente preocupaciones y angustias que nos abruman. El caminante traza su ruta de viajero y disfruta del paso del tiempo.
Sendas de Okus (1689), el diario de viaje de Matsho Basho, es emblema y paradigma de un viaje de sabiduría, del caminar para buscar el reposo del espíritu y el movimiento del cuerpo. Fue escrito durante un largo viaje a pie de 156 días, de miles de kilómetros, animado por el impulso de recorrer los lugares sobre los cuales cantaron los poetas antiguos del Japón. De modo que este diario representa una errancia, un viaje poético del arte de vagar –o divagar.
Los primeros pasos del caminante han de ser lentos, ligeros, al filo de la voluntad, para llenarse la mente de imágenes y recuerdos, como forma de atemperar y disipar las asperezas de lo ordinario. Como se ve, caminar cura y sana el cuerpo y el espíritu.
David Le Breton (1953), autor de Caminar la vida. La interminable geografía del caminante y de Elogio del caminar, es un antropólogo y sociólogo francés, que se ha ocupado de estudiar el fenómeno del caminar y del paseo, y su impacto antropológico en el cuerpo del hombre contemporáneo. Para Le Breton, caminar sana, y es un remedio para combatir la melancolía y la tristeza de una separación. Prefiere hablar, más que de resiliencia, de resistencia, pues para él: “caminar es resistir”. Caminar es una práctica tan antigua como curativa. Es una manera de poner a dialogar el cuerpo con la naturaleza y de colocarlo al ritmo del tiempo: una terapia física y mental que sirve para combatir la epidemia del sedentarismo y la adicción a la tecnología. En el ritual de caminar hay una antropología del cuerpo y una filosofía de la naturaleza.
El acto de caminar a la intemperie se opone a la casa, a la vida hogareña. Implica salir del lecho y de la residencia. El caminante elige el camino, y sus pasos al aire libre rompen la idea del reposo del cuerpo dormido: por la noche, en la siesta o en duermevela. El caminante es pues el ser con domicilio, que sale y retorna, divaga y regresa al punto de partida. Inscribe, con sus pasos y sus deseos, su voluntad y su sueño, las horas de reposo y de calma, el cambio del cuerpo horizontal al cuerpo vertical: de lo yacente a lo erguido. La abulia de la quietud, a menudo, se transforma en retiro momentáneo, que nos expulsa a un tiempo: al tiempo de la inmovilidad del espíritu. La mente despierta en medio del camino se despereza y adopta los pasos de la voluntad y del deseo. El caminante es un hombre ensimismado, que monologa, contempla su entorno, disfruta los instantes, evoca lo vivido, mientras camina, con pasos firmes, mide la travesía del espacio y deja que pase el tiempo. La duración de su tránsito se evapora y se disipa a lo largo y ancho del camino. El tiempo de los pasos se ralentiza y mide la sombra del sol o la luz de la luna. El reloj psicológico. El tiempo mental. El tiempo de la naturaleza lo persigue y define la antropología de su cuerpo.