Recostado, debajo del cerezo, Alberto duerme tranquilo. Por vez primera, en la suave penumbra de ese estado somnoliento, le veo en regocijo.

El purgar pesares, trato desigual de otros, nubló su mirar. Aquella mirada que estropeó los colores de su destino desde que era mocoso insatisfecho, lo ató a la predicción mal oliente que traía la estrella de un embustero David.

Hacia el cerezo, plantado en La Antlántida de epopeyas, tal vez fraguada en plenitud prosaica de Virgilio, Alberto abraza el azul del cielo que, a sus ojos, redondos y cafés, se torna inmenso toda vez que halló, dentro de un viaje aparentemente interminable, escondrijos serpenteados de oro y diamantes en la oculta ciudad.

Debajo del ´´coyote´´, en torno al surrealismo creciente que el cerezo representa y desprende, mi hermano, amado hermano, no teme a pobrezas banales y a amores pasionales inciertos.

Ausente de prejuicio me acerco, acurrucado él en la sombra del ramaje elongado, extenso, primero y puro, descubro que entre la estructura de su frente amplia hay serenidad. Sus cabellos anillados entonan un baile libertino conforme los hala la brisa, recostado en un rincón cercenado por estatuas que hablan de onduladas olas, debajo del cerezo.

Realmente, ¿en cuáles tiempos andas, aún sigues aquí, o estas allá?

Lo miro, ¡Caaaramba¡

No envejeciste, más bien pareces el niño de la foto que papá, con aquella cámara destartalada, te hizo a puras carcajadas. Y estabas escurrido, remolón, lloriqueando, sentado sobre el piso de cuadrados blancos y negros en casa de tu amigo, Cayito, porque negabas inmortalizarte en un trozo de cartón, ¿te acuerdas?

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Ilustración de La Antlántida, ciudad legendaria, amada dentro de las consignas de Platón, que desapareció, hundiéndose en el mar arábico, dentro de las probabilidades.

Probablemente sigues siendo el mismo, iracundo e irreflexivo, pero no, no eres el mismo en cuanto a distanciarte de una silueta semejante al aura mortal.

De pronto, al percatarse de la vigilia que emprendo, tornándome testigo dentro de un viaje astral, Alberto abre sus ojos lagrimeados, densos y dulces para arrojar una sonrisa leve a esta expectante viajera, ya que, al reconocerme, ese acto de sonreír, significa:

Valió la pena que caminaras hacia constelaciones, planetas y soles aprendiendo lo nuevo de pertenecer a estadios del espíritu, dejando de ser el antiguo forastero para reproducirte en otros elementos.

Valió la pena que de la tierra partieras un día lluvioso, tristemente solitario en pos de conocer semejante sitio.

Valió la pena que tus labios pálidos no se acordaran de pronunciar mi nombre al momento de tu muerte. Por tanto, valió la pena que tus órganos, deformes de tantas agonías, dejaran de funcionar.

Sé, donde habitas, dentro del plató esplendoroso de la nada que es esta Antlántida, te haces luz a los pies del Creador.

Flotas en medio de horizontes, y escarchas blandas que configuran nubes, prendadas de relojes sin manecillas, soportan el peso de delfines.

Percibo lugares ni redondos ni planos, simplemente se acercan a porciones equilibradas de tierra, remansos de aguas claras, benditas… nutren campiñas. A veces, neblina otoñal empaña los reflejos espejeados de una aurora alveolar, la que trajo el eclipse menguante.

Gerberas, burrillos que se llaman Platero y gatos saltarines juguetean en la ciudad, entonces, siendo yo como un temporizador de energía, atada provisionalmente a un cuerpo frágil, se agolpan los deseos en la conciencia suprema ante el hecho de clamar:

Cómo quisiera estar por siempre aquí, Alberto, al descubrir lo bien que te sienta esa calma demorada y, así, acompañar tus silenciosas reflexiones oteando laberintos anaranjados por un sol poniente de simientes, cuyos reflejos lineados se acuesten en ciudades imaginarias como esta, donde se alzan columnas de mármol en la que se deslizan dioses y hadas en tiempos de primavera.

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Ilustración de un cerezo.

Envidia tengo de ti, por saber que, tu cuerpo, gastado en el sepulcro, convertido en polvo, dejaste el ego.

Envidia tengo de ti, por no pertenecer a este lugar de pájaros sin nombres que se detienen y vuelan bajito, sincronizados por montañas multicolores que avistan la brisa conforme caen hojas del cerezo, desde donde, a lo lejos, se oye una música de fondo retumbar infinitos senderos.

Ahí, seres que una vez en materia existieron, doblan las cuerdas de banyos, violines, y cantos gregorianos interpretan, el uno es el todo y el todo: paz avasallante, amor.