De todas las novias de José Cestero la que me queda más clavada del alma, como diría un locutor nocturno de San Francisco de Macorís, es Cher.
Querida Cher: me gustaría abrazarte de nuevo, aunque sospecho que como te habrás quitado alguna costilla desde la última vez, seguramente no apriete yo como quisiera, porque tampoco se puede abusar.
De lo que más me gusta conversar con el artista condiano es sobre sus novias. Son como matas de chinola que tú dejas cultivando, cultivándose solas, hasta que un fin de semana te sientes bendecido por tu tierra sancarleña.
Cestero conserva huellas de todos sus noviazgos en una carpeta que cada vez parece menos la de un artista y más la de algún trabajador del carbón buscando una justa pensión.
¡La carpeta de Cestero! ¡Cuántos secretos! ¡Cuántas fotocopias, esbozos, proyectos que de completarse serán un palo!
Cestero preferiría salir desnudo y sin sombrero antes que olvidar su carpeta.
Maestro, por favor, ¡no nos dibuje la más remota posibilidad de usted en traje de Adán pero con su carpeta!
Pero reembobinemos. No tenemos que destacar algo así que es como el postre de toda personalidad, lo que más quiere, en este caso, en lo que más se apoya, su carpeta, o su Titanic particular de novias ya olvidadas.
¡Oh Sigourney Weaver, que no sé si fue la gran novia del maestro, también incluida en los meandros, en los laberintos, en los recovecos de su carpeta, de tantas tardes bajando un café, mañanas de chocolate, navegaciones a todo estribor, Maestro, porque así no se vale!