Llegó del campo a París a conquistarlo, con su talento de novelista en ciernes: se dice que con una coleta tan larga que le topaba los tobillos. Venía de un pueblo de menos de mil almas, con acento rural, con ojos de leona rústica, pero vivaz y divertida. Quería tragarse a París como una serpiente a su presa. Llegó de mano de su primer marido, Willy, a quien con cariño le llamaban así, y que podía ser su padre (él tenía 30 años y ella 16: la diferencia de edad con sus amantes siempre la persiguió toda su vida). Él era gordo, pero listo como buen parisino, que alimentó su fama a la sombra de la luz del talento de Colette, pero tenía renombre de buen crítico musical y de escritor, que usurpaba con dinero el talento ajeno, y era exitoso con las mujeres de alcurnia.

Willy usaba varios seudónimos para ocultar su identidad real y firmar libros de otros, por lo que era un vendedor más que un autor, con un ejército de “negros-escritores”. Usaba mercenarios literarios, profesores de pueblos, pobres, sin fama, que escribían textos que, el muy descarado, publicaba como si fueran de su autoría. Lo mismo hacía con Colette, su mujer expoliada, en quien detectó su talento de escritora en las cartas que ella le enviaba, llenas de sensualidad, frescura y morbosidad. Willy fue hábil al descubrir en seguida las destrezas narrativas de su futura esposa, de modo que, aunque no tenía el talento de ella para la escritura, sí tuvo el olfato para detectarlo. (De modo que fue su primer agente literario, sin saberlo). De ahí que le pidió escribiera un libro donde contara su niñez pueblerina en Borgoña, y que destacara su precoz vida sexual y erótica.

Willy quedó satisfecho, hasta el punto que lo editó con su propio nombre. Así nació, sin ella predecir su éxito editorial, el personaje Claudine, que protagonizó su ciclo novelesco. Tanto fue el éxito comercial que provocó, que las adolescentes y colegialas francesas se vistieran como Claudine, y que se crearan marcas de cigarrillos y de perfumes.

Mientras ella escribía como su esclava, él salía por las noches a embaucar a incautos, con sus trabalenguas y mentiras. Salía con ella, siempre de mano, a los salones literarios de París, donde, en ocasiones, se cruzaban palabras con Proust, Debussy, Anatole France o Anna de Noailles, en su etapa bohemia y juvenil, con quienes se codeaban.  Colette actuaba en los espectáculos nocturnos de sórdidos cabarets los siete días de la semana, mientras ella y Missy, casi sin dormir ni comer, trabajaban sin descanso para ahorrar y comprarse así una casa para vivir juntas como pareja. “El music hall es la profesión de los que no han aprendido ninguna profesión”, le decía a su madre.

Colette era feliz, pues paseaba, conocía la elite literaria parisina, se contagiaba de ese mundo y ejercía de esposa sumisa, mientras él gastaba con amantes el dinero que se ganaban con los libros vendidos, hasta que un día se harta del gigoló y lo echa a la calle, divorciándose.

Colette.

Tras la separación, Colette publica, ya con su nombre, Claudine se va, la cuarta de la saga, en la que narra el infierno que fue su matrimonio. Durante su relación con Willy, sostuvo a la vez una relación con Georgie Raoul-Duval, que se volvió irrespirable. Willy tuvo relaciones extramaritales y tampoco le fastidiaban las infidelidades lésbicas de Colette, hasta que la tolerancia mutua llegó un día a su colofón. (Era una pareja que se anticipó a la de Sartre y Simone de Beauvoir). Este “proxeneta literario” –como le llamaron algunos biógrafos a Willy–, escenificó una célebre pareja que representó una tragicomedia parisina del mundo literario. Pero en París ya sabían –o sospechaban—de que aquellas novelas no eran de su autoría sino de Colette. Ella recuperó sus derechos de autora, pero, durante un buen tiempo, siguieron siendo de Willy, pues no quiso desmentirlo para no echar leña al fuego de la moral de su ex marido, por lo que, tras el divorcio, siguió viviendo un periodo en la indigencia, hasta que después se hace rica y compra una mansión– que hoy es un museo.

De vida escandalosa y provocadora, a Colette le importaban un bledo las convenciones sociales y las buenas costumbres del París de le Belle Epoque. Quería llevar al plano de la realidad la vida ficticia de sus personajes que creaba, con puro desenfado, acaso porque aprendió de Madame Bovary, a quien quiso imitar en la vida personal y real, no en su tragedia final, que noveló Flaubert. Venerada por Proust y Cocteau, experimentó en vida el éxito de la representación de sus obras (en Broadway, en Hollywood o en París) y de la lectura de sus libros.

Sus toples en los escenarios teatrales escandalizaron a más de un puritano, y su bisexualidad sin corsés, asombró una sociedad pacata, en los albores del siglo XX. De una vida bucólica y sin lujos hasta el estrellato, pese a esto, su vida real estuvo, como es natural, poblada de rosa y de espinas. Y también fue difícil para una mujer, que aún no había conquistado la independencia familiar, social y marital, ni logrado “una habitación propia” para escribir –como pedía Virginia Woolf. Lectora de Zola, Balzac, Flaubert, Hugo y Dumas, pero más allá de las lecturas, su otra gran pasión fue la naturaleza o la crianza de gatos (“Nuestros compañeros perfectos nunca tienen menos de cuatro patas”, dijo).

Colette vivió el ambiente parisino de libertad sexual y apertura artística con el inicio de las vanguardias históricas principios del siglo XX, de los años felices, cuando una pléyade de intelectuales  y escritores americanos anclaron en París, buscando fama y gloria, huyendo del provincianismo y el puritanismo de sus países. Pero Colette no intimó con Edith Wharton ni con Gertrudis Stein (pese a que era su vecina) ni con Hemingway ni con Djunas Barnes ni con Scott Fitzgerald, ni con los demás escritores de la “Generación Perdida” cuando “París era un fiesta” (Hemingway, dixit) que no cesaba, hasta que “se acabó la diversión”, en 1940, con la ocupación nazi, durante la segunda Guerra Mundial. Solo la aristócrata, escritora y lesbiana, Natalie Clifford Barney, hizo amistad con ella, y a quien conoció en la Rue Jacob, bailando en el “Templo de la Amistad”, ese jardín griego que mandó construir la Barney, en honor a Safo. (Colette sí fue amiga y confidente de Coco Chanel a quien inspiró como modista).

Coco Chanel. París 1937.

Las novelas de Colette adquieren un éxito de lectoras y lectores. Las adolescentes y las jóvenes obligaban a sus padres a comprar sus libros, que luego tenían que esconder en armarios sellados para evitar censuras y prohibiciones de sus progenitores, por lo urticante de las historias y la alta temperatura erótica de algunos episodios. Willy, ante este éxito y la fama de su mujer, la insta a darse prisa para que escriba más rápido. “Rápido, pequeña, no nos queda un céntimo en la casa”, le decía. Willy la encierra bajo llave para que no pueda salir de la casa y se quede sola, solo escribiendo, hasta 16 horas corridas. La relación se vuelve tóxica y tiránica. Vende medio millón de copias. Las portadas de sus novelas se usan para decorar jarras, libretas, manteles, carteles y tazas. ¡Es un fenómeno”. ¡Un éxito editorial! Una autora de best sellers. Sus libros inundan las librerías. Colette se volvió un tsunami, un acontecimiento literario, un torbellino de escritora, un modelo para las adolescentes en flor. Las Claudines que protagonizan su saga novelesca crean furor y escandalizan, acaso por la pícara perversidad y por el erotismo de las escenas. Colette se corta el pelo y usa pantalones provocadores, que estaban prohibidos, pues  las mujeres solo los podían usar en los escenarios y en las obras teatrales. Se vestía de hombre. Conquista una rica chica americana y la convierte en su amante. Willy se entera, finge no saberlo y se cuela en una relación triangular. Colette desata, con su vida amorosa, los demonios del destape y el desacato. París se convierte, en palabras de Hannah Arendt: en “una morbosa lujuria por lo exótico, anormal y diferente”. La ciudad se vuelve un pandemónium, un hervidero para el cotilleo y la libertad, y un espejo para las modas y la vida bohemia. Los jóvenes se desatan a fumar opio, se inyectan drogas y hacen sesiones espirituales. En cambio, curiosamente, Colette fuma poco, no bebe y detesta las drogas. Prefiere amar a los gatos. Se empareja, sin ningún pudor, con la marquesa de Belbeuf, Mathilde de Morny, alias Missy (sobrina de Napoleón III y nieta ilegítima del Zar Nicolás I), una aristócrata, travesti y lesbiana, con quien protagoniza escándalos que superan sus ficciones novelescas. Y con la que, en la representación de la obra teatral, El sueño de Egipto, en el Moulin Rouge, en una escena donde bailan, y al llegar al éxtasis, se besan, en el clímax de la danza ritual, lo cual provoca la intervención policial. Missy es echada de su casa por su familia que incluso le retira los saludos y la manutención. También sus amigos le retiran la amistad.

Al divorciarse de Willy, Colette recupera la autenticidad de sus libros y la autoría de sus novelas. Ya aparece con su nombre. Además de novelista, como actriz, recorre los music halls, los clubes nocturnos, los cabarets de Montmartre, como gata o gitana, donde se desnuda, muestra un seno al aire o baila semidesnuda. Por fortuna, la madre de Colette la apoya, de quien heredó su conducta rebelde y transgresora y la desobediencia civil. Colette vivía para la escritura, pese a que tuvo vidas múltiples, todas al borde del abismo, pero siempre interesantes.

En 1912, se casa por segunda vez con el jefe de redacción del diario Le Matin, Henry de Jouvenel, con quien tuvo su única hija, a quien le puso Colette. Su marido llegó a ser senador y hasta ministro, y con el que aprendió el oficio de periodista, y en cuyo diario hacía crítica teatral. Pero un día, acaso para recordar la etapa de su primera relación, se hace amante de su hijastro, Bertrand de Jouvenel, cuando ella tenía 40 años y él 17. De Jouvenel (1903-1987) se hizo un célebre politólogo, economista, escritor, diplomático, filósofo, jurista, periodista y profesor universitario en Yale, Berkeley, Manchester, Oxford y Chicago, y fue un afamado exponente de la filosofía política e iniciador de la “economía ecológica”.  La biógrafa de Colette, Judith Thurman, dijo de ella: “En su obra, los hombres son débiles o muy jóvenes o despreciables, excepto para el placer”. Por su estilo de vida y forma de ser, se pensaría que era feminista, pero no. Lo negaba. “¿Feminista yo? Usted bromea. Las sufragistas me asquean… ¿Saben lo que se merecen? El látigo y el harén”, respondió a un periodista, en 1910. De modo que Colette era inclasificable y difícil de definir. Era la época.

Confesó, al final de su vida, haber tenido solo tres maridos y tres amantes. En 1935, se casó con su tercer y último marido, Maurice Goudeket, 26 años menor que ella, quien la cuidó hasta su muerte. “Es un santo”, dijo de él. En su etapa final, puso un salón de belleza en el que ella misma maquillaba a las mujeres, y quienes –se dice—iban más bien a conocerla. Murió en 1954, recibió un funeral de Estado, con bombos y pompas fúnebres, pero la Iglesia católica se lo negó por ser divorciada dos veces y atea. El día de la ceremonia no faltó la solemnidad. Se despidió del mundo con letras de oro. En vida conoció y disfrutó el éxito como escritora. Fue admirada por Proust y Cocteau, quienes aplaudieron su escritura desenfadada (Truman Capote la visitó en su lecho antes de morir). Hipnotizó a sus admiradores, que la leían con fruición y toleraron su “vida loca”, y también –cosa importante—fue aclamada por la crítica literaria y terminó reconocida por las instituciones culturales. “¡Qué maravillosa vida he tenido! ¡Ojalá me hubiera dado cuenta antes!”, exclamó poco antes de exhalar su último aliento de vida.