Desde la era conocida como el Mundo Antiguo, dominada por las civilizaciones grecorromanas, el concepto de civismo ha implicado el sentido de protección y defensa de la patria. En Roma, por ejemplo, se honraba al soldado de grandes sacrificios patrióticos con la corona cívica, hecha con hojas de roble. Pero no todo era lucha armada. Las buenas costumbres, la moral y la ética, y las reglas de cortesía, de urbanidad, como diría Carreño, también contaban como guía del comportamiento de las personas adultas. En 1530, los niños fueron considerados por Erasmo de Rotterdam al publicar en 1530 un manual sobre su comportamiento en el seno familiar y en su entorno social. A finales de siglo, esta práctica se fortaleció en Francia con la participación de la Compañía de Jesús en la publicación del tratado: Reglas de civilidad, cuyas ideas centrales fueron resumidas por George Washington cuando apenas tenía 16 años.
La orientación del civismo prestó mayor atención al aspecto político con el desarrollo de la Edad Moderna. En diferentes tramos de este periodo, el objetivo de la civilidad se ha enriquecido con la idea de formar ciudadanos para la democracia, críticos y respetuosos de la ley. Para lograr estas cualidades en las personas se debe combinar el rol formativo de la familia con la instrucción de la escolaridad. En el primer caso, no puede faltar la proyección de valores como la responsabilidad, la integridad y la dignidad. En cuanto a la escuela, se impone la concentración en la asignatura conocida como Cartilla Cívica, Moral y Cívica, Cívica, Valores y Civismo, Formación Cívica y Ética, y como Educación Ciudadana. Lamentablemente, la conducta ciudadana del mundo de hoy dista mucho de la esencia de esta disciplina. Se entiende que el civismo está en falta cuando leemos la Constitución para memorizarla, no para honrarla; cuando estudiamos las reglas de la democracia y luego las ignoramos y relajamos, no las respetamos; y cuando se sigue al liderazgo nacional sólo para divinizarlo, no para construir con sentido crítico. En nuestro caso, cambiemos el molde, y así, como el soldado de la antigua Roma, seremos merecedores de la corona de civilidad.