Tuve la osadía, a principios de este año, de abordar un género distante y, a la vez, cercano, a lo que considero novelas, cuentos, crónicas y ensayos. Más bien, pretendía hacer poesía partiendo de mis particulares experiencias como lectora de poetas universales y no universales. Confieso, sigo  en pañales en cuanto a hallar la verdad  objetiva sobre aquello que es inigualable y puro toda vez que elijo echar una ojeada  al resultado de mis escritos, que de forma maníaca y atolondrada fueron trazando pautas en medio de  páginas  blancas, pues siempre tuve la sensación   de que la poesía, dentro de lo que todos conocemos como arte, va más allá de una palabra  articulada dentro de unas evocaciones e imágenes que solo se construyen con  un lenguaje estructurado en el  fondo y la forma, al que llamamos prosa, adornado por elocuentes adverbios, certeros adjetivos, metáforas y sustantivos.  Desde mi opinión, quizá, ante la colectividad, errada, creo que la poesía, fuera del tecnicismo primario con sus herramientas de vanguardia, necesarias para su construcción, es solo un fluir etéreo, subjetivo, sincero, libre, que solamente se hace cuando sientes la poderosa necesidad de expresar algo que no logras describir, de decir, de saber decir, pero que este decir   salga de esa entraña situacional   que, a mi entender, hilvana una energía sublime que solo radica en el alma de todos los que habitamos este complejo planeta. Y el alma, sigo creyendo, es el universo mismo: la supremacía de la vida desde donde emerge la luz.

He aquí, cinco muestras que arrojo al noble lector mediante esta plataforma cultural e informativa en función del poemario: Remiendos de arena que, aún no sale a relucir, del que desconozco, en este aquí y ahora, si en algún momento se haga efectiva su entera publicación.

El viento sopla

Entre el andar de las estaciones, elijo las que desprenden despreocupadas hojas de los sauces.

Y esos Sauces, arremolinados en cualquier parte, se dejan mecer por el viento. Si es ligero, las hojas despendidas bailan conforme a la música de ese viento, o si es un breve viento o una brisa leve, las hojas, sin importan su estado o color, tendrán un tránsito dilatado hasta caer y morir marchitas.

Si me preguntaran por qué la sensación de otoño, de invierno, si hay nieve, o de fresca primavera, disuelven mis días malos, diría que jamás he vivido los doce meses del año en un país de clima frio como para apreciar, de manera absoluta, tal sensación.

pero, mi imaginación es capaz de prefigurar situaciones generosas, igual que el universo, a veces vago, misterioso y repleto de posibilidades auténticas como para aseverar lo que digo.

por eso sostengo:

Me tornan gratamente melancólica las estaciones cuando se muestran complejas, claro, dentro de ellas, si pudiera, eliminaría el verano porque su color trae amargos.

En la medida de mi fluir, en este presente, me conformo con acariciar la sensación abstracta del viento cuando sopla bondadoso desprendiendo las hojas de los sauces, pero también disfruto cuando, de forma imaginaria, el viento mece mis ligeros cabellos, aún más, disfruto cuando hace flotar los cabellos de otros caminantes, entonces, esa naturaleza inventada se confunde con el columpiar tranquilo de  aguas que se distanciaron de la olas

y al ver esto, al sentir realmente esto, mi cuerpo, blando y envejecido, se trastoca a una luz celeste, similar al aura de las caléndulas.

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Dos sauces.

La pintura

En casa de Joaquina, la mujer que habita en el cuadro de trazos leves, me causa espasmos de lástima.

Un paño de considerable anchura cubre la cabecilla y dentro de ese manto de puntos oscuros, blancos, deshizo el resto: brazos, piernas y esa perla que navega en el espesor velludo, debajo del vientre, en el centro de la femineidad que nadie pudo tocar.

Lágrimas en la orilla lineal de los ojos desprenden luz.

De repente, en la estancia, se agudizan los olores. Olores a fluidos que transpiran cuerpos. Pero ella, desde su inmovilidad, enigmática, orgullosa y ajena a su presente, solo observa el insinuar de la noche que se escurre desde una ventana semi cerrada. Noche disuelta entre carcajadas de amantes y zumbidos de luciérnagas.

 La hora

Sobre la cama tendida, sábanas blancas con el rosario posado en el almohadón, agoniza la tía Esequiela. El cuarto, curiosamente recogido, promueve el final de quien ya no es parte de este grupo.

En el centro de la cama, la figura desecha no alcanza a ser alguien. La cabeza, único elemento que podríamos distinguir, portaba un rostro de dolor infinito, no se acorta ni siquiera en ese momento en que busca el aire negado a entrar en las fosas y, como consecuencia, su boca, extremadamente abierta, alardea aquel cuadro colgado en el centro de la habitación.

Huele a alcanfor

Desparramado en el aire irrumpe acicalado de morbosidad el espacio atrincherado por los lamentos de quienes la lloran para luego convertirse en un trozo de la muerte.

Eran esos sollozos parte de una escena actuada ante el cansancio, por ello no tuve oportunidad de entristecer con la terrorífica escena de su agonía en la que pedía que su alma se elevara, en tanto que la protagonista, en la insensatez de su estado, parecía aferrarse a un existir inexistente.

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Imagen de cruz colgada en una pared.

Cerradura

Sobre el viejo puente: vehículos y caminantes.

Debajo, casas sobreviven a su crucifixión, piedras las sostienen,

debajo, la negrura del río consume la tarde bajo un clamor silencioso.

Sigue el tintinear del agua en su pesado vaivén, clac, clac, clac, se aferra a un tiempo luminoso,

sigue el olor a peces muertos, crujir de algas que asfixian el entorno, El cantar de niños con chichiguas en manos rondando la orilla todo lo limpia, la vida igual pasa con sus balsas.

Arriba, el cielo promete, arriba, las columnas del puente parecen balancearse con el campanear del péndulo distanciado del Gólgota.

Arriba: la pulcra claridad desplazada ante el ocaso.

Arriba, los fierros amorrados aún resplandecen,

Arriba, el puente se deja mimar por la luz naranja que hermosa ilumina al botellero, y en su incesante recorrer sujeta la carreta

Arriba, ráfagas de arcoíris bajan como pinceladas doradas, se disgregan en los enramados de aquel pasaje conector de civilizaciones,

Debajo, arriba,

en un parpadear reaparece el rostro del Creador.

Armonía

¡Qué es esa cosa que brilla y arde¡, dentro de mi pecho late como llama que se aviva cuando la enrrostra la brisa, a veces fresca y marga de un improvisado otoño.

Desde que llevo esa cosa altiva, en el centro figura henchida porque detuvo lo días donde el pasar solo existe en lo racional de la mente.

¿Será una estrella perdida que dentro de una era sin ser era escapó de las mil lunas que aluzaba obediente?

Para fortuna o suerte, el buen Creador enterado concedió un deseo. Esa estrella se tornó esperanza mía en cuyo centro desprende partículas de luz incandescente, que florece en el alma ávida del más puro amor

Como cubierta de fuerte pergamino embalsama la carne que muere en desdichas. Ahora renace ante un placer inexplicable, en la fuente, luz que no es nimiedad, ni epopeya ni elegía

palabras exactas deambulan en su manto, pedazos de átomos, arenas infinitas representan al Supremo, la creación, la nada y el todo.

Manos sosteniendo un trozo de luz.
Sobre la autora
Ana Almonte es licenciada en Comunicación Social. Realizó una maestría en Ciencias humanas en la Universidad de Sevilla, España. Ha trabajado en varios medios de comunicación, entre ellos prensa escrita, televisión y revistas culturales de medios digitales como el periódico Quisqueya News, que se divulga desde Segovia, España. En la actualidad es la editora redaccional e informativa de Ocadys Enterprise, una agencia promocional de artistas internacionales de habla hispana en Estados Unidos.