Yerran tristemente quienes han creído-y seguirán creyendo- que Miguel de Cervantes tenía problema alguno contra los libros de caballería.
En un pasaje de su obra en el que un barbero, un ama de casa y un sacerdote queman libros a granel-y esto es clave para esta argumentación- Cervantes trata de inocentes a estas criaturas de la imaginación de los autores de estos libros víctimas de las llamas.
(La quema de libros que no gozaban del beneplácito del poder en la España medieval corrió en la realidad esta suerte en esa era oscura y terrorífica). Este hecho terrible se repitió durante la presencia del nazismo en Alemania, en el franquismo y en la junta militar chilena. Centenares de ensayos, miles de libros y kilómetros sobre kilómetros de tinta y papel se han desperdiciado en siglos de escritura con esa creencia equivocada.
Olvidan los autores involucrados que a la novela intercede una estrategia de trabajo como si de una guerra-en este caso psicológica- se tratara y que en ella no se descarta el engaño al lector para darle contenido dramático y efectividad psicológica al relato.
Y eso exactamente fue lo que hizo Cervantes con su Quijote: encubrir situaciones que le impedirían con toda seguridad la publicación de una futura obra maestra de la literatura más un posible carcelazo y cuidado si no la quema lenta de su cuerpo lo cual le hubiera apenado y dolido bastante.
El Quijote-un Cristo que no moriría en una cruz torturado ni difamado sino tranquilamente en una cama- fue escrito, pensado y maquinado, en principio, contra la Santa Inquisición. Pero jamás Cervantes podía revelarlo y ni siquiera insinuarlo en su obra inmortal ni fuera de ella.
Dentro de su estrategia protectiva del Quijote, Cervantes ni siquiera se atrevió a colocarse como autor sino que tomó el nombre preventivo de un escritor arábigo llamado Cide Hamete Berengeli.
La idea de Cervantes era en este caso la de que si el Quijote creaba una impresión no positiva en la Santa Inquisición, tras su lectura entre líneas, el no quedaba como responsable del hecho sino el tal Cide Hamete Berengeli.
Lo hubiera achicharrado la coyunda Iglesia- monarquía que gobernaba en jefe en España y fuera de sus fronteras con un espíritu de intolerancia capaz de destruir con fuego civilizaciones enteras en otros continentes sólo porque sus conquistados no estaban bautizados por la Santa Madre y por tanto “no eran seres humanos” sino bestias que sólo merecían el castigo de la esclavitud y la muerte.
La coartada funcionó a la perfección y el Quijote fue leído, durante tres siglos, como una obra de entretenimiento sin notarse el complejo tejido, la urdimbre oculta, la conjunción simbólica envuelta, como, por ejemplo, el momento en el que el personaje desafía a unos leones metidos en una jaula que eran el símbolo de los reyes de España, y así, por ese estilo, hay innumerables menciones ocultas que no podían ser develadas sin riesgos mayores.
Más adelante, la novela se le fue de las manos y el Quijote tomó autonomía como suele suceder con las grandes producciones escriturales del zigzagueante universo de las letras.