Estuvimos casados alguna vez… ¿No lo recuerdas? No te culpo, también yo lo olvidé. Perdona, no recuerdo. Iré por una taza de té. No te muevas. ¿De qué hablábamos? Sí… ¡Cómo olvidarlo! Te hablaba de los tiempos de la guerra, cuando Martín se apareció en la casa, herido de muerte. Mi madre le curó con unas vendas para atajar el sangrado. Ya tú eras una viejecita y vivía los últimos días en un monasterio de clausura. Recuerdo esa casona en la colina camino a Peravia. Yo era el muchacho, quien mojaba las flores en el pequeño jardín, sembrado en la parte atrás, cerca de un promontorio…, promontorio… ¡Qué cosas las mías! Hablando de la lucha por el liderato de jonrones entre Mickey Mantle y Roger Maris. ¡No me hagas caso! Esa fue una gran temporada, ¡creo haberme casado contigo alguna vez! Yo aposté a Mantle, ese Maris para mí era un aparecido ante ese monstruo del beisbol.
Los Muñecos del Mesón Aún conservo la rosa en el libro del Quijote. ¿Tú me la regalaste? No, yo te la regalaría esa mañana, cuando te asomaste al portal del monasterio. Pensé, eso es una herejía, regalarle rosas a una mujer con los sueños de monja. Me la guardé y ni siquiera te la mostré.
¿De qué hablamos? ¡Ahora recuerdo…! ¿Cómo podría olvidarlo? Tu belleza iluminaba la noche, mi madre me mecía en sus brazos… y tú lucías un hermoso velo blanco, esperando verme aparecer por esa puerta. Así fue, me aparecí elegantemente trajeado con un esmoquin negro, mi camisa con botonadura adornada y mi corbata de lazo. Entonces, al mirar a los invitados…, tu madre te mecía entre sus brazos y yo me decidí a esperarte. William, entró a la iglesia y boceó el jonrón 61 de Roger Maris. No fue en ese momento cuando nos casamos, porque miré y tú, tomabas la leche del seno de tu madre. Con ojos adormilados mirabas mi corbata de lazo, eras una carajita llenita de babas. Decidí quitarme la ropa, no sabía exactamente de dónde venía con ese traje. Terminé el desyerbo y noté mis manos sucias del lodo del jardín.
Saqué la rosa del libro y soporté la protesta de Dulcinea. Ella la quería para provocar a su Caballero Andante. Yo me pregunté ¿para qué me sirve esta rosa muerta? Las hojas del libro la tostaron y ahora empezaba a desintegrarse como polvo entre mis manos. Decidí leer la página donde estuvo la rosa. Seguro marcaba el lugar donde me quedé en mi última lectura.
No era así, un recuerdo hecho relámpago me trajo tu figura. Tú te encontrabas parada en el portal del monasterio y yo te entregaba una rosa. Solo eso, ahora no recuerdo nada. Quizá estuvimos casados alguna vez. ¿Te entregué una rosa?
Domingo 17 de noviembre de 2024
Publicación en Acento No. 127
Virgilio López Azuán en Acento.com.do