Papá trabajaba como repartidor de periódicos en una empresa que había iniciado en el mercado de la comunicación escrita a principios de los años noventa, razón por la que en nuestra casa había periódicos por todos lados. A veces mamá se molestaba, a causa de que estaban desordenados y papá no se animaba a guardarlos en el armario que heredó de la abuela. Tío Rafelo se lo había aconsejado un día que estuvo de visita. Además, mamá no estaba de acuerdo con que continuara trabajando en aquella empresa debido a que los periódicos que no se vendieran papá tenía que pagarlos. Llegaban temporadas en que solo el sueldo de mamá cubría nuestros gastos, sin embargo, papá no abandonaba su empleo pese al salario y las comisiones que perdía. Había meses en que ninguno de los periódicos se vendían, entonces iban a parar en el sofá, en la repisa, en el pequeño cuarto de servicio, incluso en la mesa de la cocina. Muchas veces nos sirvió para proteger la mesa de la comida caliente. En cambio, la idea de que papá trabajara con periódicos nos parecía divertida, ya que con los que no se vendían nos hacía barcos para que Valentina y yo fuéramos al patio a jugar a las marineras en un recipiente holgado que simulaba un océano. Tuvimos la idea de agregarle al agua colorante azul y nos alternábamos para hacer las olas. De hecho, le pedimos a mamá que fuera a la tienda a comprarnos animales marinos. Entre ellos había peces, tiburones, estrellas, plantas marinas y algunos pulpos, que eran mis favoritos. Nos adentramos tanto al mundo marítimo, que le pedimos a mamá para nuestros cumpleaños varios libros de cuentos que relataran historias que transcurrieran en el mar. Mamá era maestra de Literatura en la universidad y nos ayudó a elegir los mejores. Luego creábamos nuestros propios personajes para formar una tripulación de navegantes, o dramatizábamos algunos hechos de historia marítima.

Éramos felices, hasta que empecé a notar que papá siempre hacía el barco de Valentina más grande y resistente que el mío. Mi barco se deshacía más rápido, aunque no era una competencia de cual resistiera más en el agua. Me ponía triste que él no eligiera agregarle otra capa de papel de periódico. Nunca había hecho énfasis en la preferencia de papá por Valentina, hasta que llegó el juego de los barcos de papel. Luego empecé a observar cada gesto que tenía con mi hermana y a describirlos en mi libreta secreta, después los comparaba con el trato hacia mí. Aunque era la hermana mayor, papá le daba una moneda de más a Valentina para la escuela. Le compraba los mejores juguetes y elegía salir con ella los sábados. Valentina me confesaba que se sentaban a degustar un helado y luego iban al parque a alimentar a las palomas. Pero con los barcos de papel yo me enfurecía más, pues era mi juego preferido y cuando me quejé con mamá, papá entendió que era una acusación y un atrevimiento de una niña de diez años. Y me prohibió jugar. Así que estuve por una semana encerrada en mi habitación leyendo más historias sobre navegantes. Disfrutaba leerlas, pero quería poner en práctica mis nuevos descubrimientos y mostrarle a mi hermana los secretos que se escondían en el océano. Miraba todas las tardes por la ventana de mi habitación que daba al patio y veía a Valentina balanceando su barco en nuestra escenografía, lo que me parecía una traición. Me fastidiaba su mutismo ante mi castigo, ya que continuaba jugando con el gran fervor de su personalidad. Me molesté cuando comenzó a utilizar mis personajes sin mi permiso, pero de igual forma no me dirigía la palabra, ni siquiera cuando regresábamos de la escuela. Se había convertido en mi enemiga.

Una mañana papá gritaba muy fuertemente, preguntaba dónde estaban los periódicos que había dejado en el sofá. La discusión llegaba hasta arriba, pero Valentina no era de sueño liviano como yo, por eso no la vi salir de su recámara, la mía le quedaba al frente. Aseguré mi puerta y me senté en el suelo de espalda a la madera. Papá gritaba mi nombre, cada vez más fuerte, me daba vértigo escucharlo. Luego de varias voces, decidí bajar, las manos me temblaban y las escondí para que él no las viera. Como era de esperarse, primero me preguntó por los periódicos y luego comenzó a desabrocharse la correa del pantalón y volvió a repetir:

— ¿Dónde están los periódicos?

— No sé, papá, no los he visto.

— Por Dios, Lorenzo, las niñas dormían cuando llegaste con ellos —interrumpió mamá.

— Loren, estaban ahí.

— Serán esos, papá — señalé a unos cuantos que se encontraban desde hace días cerca de la televisión.

— No, Jimena. ¿Qué fecha es hoy? — me gritó.

— Veintitrés de agosto.

Respondí los más natural posible, no quería que se notara mi nerviosismo.

— Y esos son de hace dos días, apenas son cinco, ¿dónde están, Jimena? — dijo enfurecido y tomando impulso hacia mí con la correa.

— ¿Qué vas a hacer? ¡Por amor a Cristo! —vociferó mamá.

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Papá se acercaba hacia mí a paso lento, como si fuera a cazar una presa indefensa. Busqué refugio detrás de mamá y dije titubeando que escuché a Valentina caminar y tararear una canción por el pasillo durante la madrugada. «Fue Valentina, papá» le dije llorando. Él titubeó por unos segundos y luego se dirigió a la habitación, mamá y yo lo seguimos. Abrió la puerta y nosotras también entramos. Valentina seguía durmiendo, con la lámpara encendida, y a su alrededor estaban los periódicos, algunos tenían la forma de barcos de papel y otros simplemente estaban rotos sobre su edredón favorito. Papá confirmó que eran esos al mirar la fecha y la despertó con impaciencia. Valentina abrió sus ojos cafés y frunció el ceño, su rostro también exigía una explicación, nos miraba sin aun poder entender lo que sucedía y por qué las exaltaciones y nuestras miradas. Papá nos echó a empujones de allí y cerró la puerta para que mamá no interviniera. Se escuchaban los llantos de Valentina cada vez que la correa emitía un sonido. Mamá me miró con una mirada inquisitiva y luego comenzó a golpear la puerta con euforia, no paraba de llorar, lo recuerdo. Papá abrió la puerta y se marchó hasta el mediodía. No hubo más barcos de papel y entonces me sumergí en lecturas sobre animales que existieron hace millones años, mucho antes que nosotros.

Al pasar los años, confesé que fui yo quien hizo los barcos con los periódicos y que me arrepentía. Estábamos almorzando y mamá empezó a llorar. Papá no dijo nada, solo soltó un respiro agotador con la boca. También les contaba mis sueños, pero no me prestaban atención, había una lejanía en ellos. Mis sueños eran recurrentes, soñaba que discutía con papá por los barcos de papel y que mamá le quitaba el periódico con una mirada risueña y con un ademán que buscaba comprender a su esposo y con delicadeza nos hacía un barco tal cual. El sueño siempre era el mismo y terminaba con Valentina alejándose en un barco de una belleza colosal. Mi hermana ya no estaba, por lo que mi disculpa era tardía. Valentina murió tiempo después de una pulmonía, acababa de cumplir nueve años. No hubo fiesta y no era motivo de celebración si permanecía en cama. Mi hermana tosía con vehemencia y por las noches se le dificultaba respirar. Una mañana fui a su habitación con mamá a ayudar a vestirla, pues el doctor llegaría pronto. Pero la vimos quieta, pálida y fría, con una sonrisa y los brazos perfectamente tendidos. Mamá se echó a llorar y la abrazaba, yo me acerqué y le acaricié el pelo y le puse en su mano izquierda un barco que hice en la noche. «Lo siento. Para que juegues en el cielo», le escribí con mi plumón azul. Papá lloró cuando todos ya se marcharon a continuar con sus vidas, se escuchaban los resoplidos desde mi habitación. Cada mes íbamos al cementerio, mamá le llevaba flores y yo le dejaba un barco sobre su lápida, como los que le hacía papá, por si algún día lloviera, para que resistiera.