Los asientos del Austin rojo de capota blanca olían a puros vómitos, aunque nadie haya expulsado lo último de la cena sobre ellos. A Juanito no le importaba que oliera a mierda. Lo que valía la pena era que lo llevaran a pasear todos los domingos al Malecón, siempre invitado por los hijos del vecino. No importaba el mal olor emanado de los asientos del Austin recién comprado por Don Leonardo. No, para conchar, claro que no. Simplemente le gustaban los Austin que importaba al país Donald Reid Cabral, un tutumpote, amigo d de los gringos, un hombre presidenciable. Amigo de Don Leonardo. Su Austin rojo de capota blanca brillaba al sol. y su claxon sonaba “amerenguiao”.

Nada, que lo importante para Juanito era que lo sacaran del barrio. El bajo se aguanta y la brisa marina hará lo suyo.

La familia de Juanito no tenia ningún clase de vehículos de motor . Solo Juanito poseía una patineta de madera: dos ruedas caja e bola y tres pedazos de madera más su habilitad para ensamblar esas carencias y convertirlas en su juguete más preciado.

Domingo a las tres de la tarde. El Austin rojo de capota blanca de Don Leonardo bajaba lento por la Delgado hasta toparse con el Obelisco Macho. En el asiento delantero, Vitico el mayor de Don Leonardo. En los asientos traseros, Juanito, más feliz que una lombriz, y Ney, el menor, siempre pensativo y distante. Su padre no sabía si estaba harto del monótono paseo dominical -Guibia y sus carritos chocones-helados Frigor al lado del Restaurante Bahía del Mar y luego al atardecer pá casita de nuevo- con Ney nunca se sabía. Años más tarde se hizo escritor, sin nunca mencionar el mar en sus cuentos y novelas.

¿Juanito? Ya les dije. ¡Feliz como una lombriz! Un cliché que le iba muy bien. Era flaco como una lombriz, sí, como las lombrices que expulsaba en la pequeña letrina del patio de su casa. Contento con lo bueno y con lo malo. Ya sea beberse el sancochito, un aceite de ricino con sal que sabia a diablo, un veneno contra el catarro. Juanito se lo bebía cucucú sin parar con la nariz tapada y el pechito palante, como un hombrecito.

Y para lo bueno como empujar en “las tenebrosas aguas de Boca Chica”, la yola que su padre alquilaba por dos pesos con el objetivo de que la familia viviera la experiencia de la navegación marítima y sus placeres, entre ellos, lanzar al agua a la abuela y reírse del incidente. Ojo, a la abuela nunca le pasó nada. La más charlatana de todos.

Como decimos ahora, Juanito todo lo cogía chilin. Era un “paracaídas” natural. Después de la comida del domingo, casi siempre arroz con muchooooooo pitipuá y dos trozos de pollo, el “paracaídas” se acercaba lento a la verja de la casa de Don Leonardo. Se apostaba al tetero del sol a esperar ls hora Malecón de las tres de la tarde.

Era Don Leonardo que salía primero de la casa. Camina Juanito, móntate en el carro, Vitico y Ney ya vienen por ahí.

Abría la puerta del Peugeot y el olor a mierda le da la bienvenida . No importa, la brisa marina y el yodo despejaran la incomodidad.

¿Le avisaste a Doña Ramona que venías con nosotros al Malecón?

Juanito contesta distraído mirando el mar . No , no le dije nada. Saca la cabeza y la brisa le deforma la cara. Siente cosquillas en el rostro y se ríe solo. El olor a mierda se ha ido por completo.