(A los que sufren saber )
Después de Lyotard, la postmodernidad tiene tantas definiciones y usos que se ha convertido en incomprensible. Es probable que esa babelización haya sido resultado del propio pensamiento débil que parece acompañar a la postmodernidad. Sin saberlo, los pensadores que abordan con una tesis sólida algún tema, han ido quedando fuera del interés de algunos, deslumbrados por la lectura fácil.
La descalificación de temas y autores es el mecanismo ideal para intentar llenar algún vacío cognitivo, cuando lo esperado sería el estudio y búsqueda formativa. Aunque la debilidad conceptual tiene un sello epocal, en nuestro país se mezcla con la deshonestidad intelectual, dejando a un pequeño grupo sin espacio dialogante y estigmatizado. De esta suerte, perdemos interlocutores prístinos por una intolerancia a sus divergentes miradas.
Uno de los estigmas que he escuchado es el de la opacidad de ciertos discursos. Empero, si estoy interesado en un saber, y tengo la suerte de escuchar a alguien que maneja un trozo del mismo, tengo que asumir una postura de investigador: anoto, busco referencias, recojo apuntes. De este modo ocurre la magia de que lo oscuro se vuelva claro.
Pretender que un discurso especializado sea palabra de moneda común es una ingenuidad o una patraña. El lenguaje no es una simple mediación. La verdad la construye el sujeto receptor con las herramientas conceptuales para comprender.
En nuestro país, hay una profusa producción artística e intelectual que se topa con diferentes escenarios con poca disposición al debate de ideas, pero listos para la descalificación. Guardar silencio es siempre una opción. Quedarnos expectantes ante los saberes, pues en la orilla, con las manos aceradas, los epistemófobos se apostan con piedras. No obstante, la cotidianidad acicatea, amartillan las dudas y las preguntas, inquieta el ruido del espacio social. Y, a pesar de las simulaciones y las ilegítimas presencias que envenenan el aire, germina la idea y el texto aflora.
Aunque el pensador, poeta o narrador, en estas coordenadas de tiempo lugar y circunstancias, no tiene oxígeno, respira, sin embargo. Los pocos espacios que quedan para airear el diálogo (academias, talleres, cenáculos) no deben ser tomados por la banalidad patrañera y la diatriba contra el hombre solo. Si la cuestión es póstuma, entonces tendremos que aceptar con Albert Camus que no se debe buscar sentido a este viaje de Sísifo.
La escritura queda como acto lúdico puro, donde no hay nada que esperar sino el juego y su goce. Quedarnos en un más acá, en la ingenuidad del niño que malabarea con palabras, sin interrumpirse por el acceso abrupto del ignaro al atrio reclamando su dosis de transparencia, olvidando que el velo tiene esa ambigua cualidad de transparencia/opacidad.
La opacidad otorga presencia, está allí, a través del velo se ve. La transparencia le da condición de tal, su propia visualidad como presencia opaca. Eso es la lógica dialéctica: no es posible que A sea solo A. La escritura es un velo cuya opacidad será cada vez más oscura a mayor presbicia y menor distancia del objeto. El interés honesto, ante una córnea corta, supondría una operación para poder ver lo que hay.
El velo está en el lector, no en el texto. Cuando un alumno que no estudió, encuentra difícil la evaluación; asido al mecanismo del desplazamiento, atribuye a la prueba oscuridad. Todo texto será más o menos opaco en función del lector. Interesarse por algún discurso especializado, hace al sujeto partícipe de un grupo pequeño que explora y revisa folios y archivos. Es tan simple como mejorar la lectura comprensiva.
El no-saber sería el inicio de una búsqueda. Se espera la honestidad del que reconoce no saber, y entonces inicia la aventura, la exploración, y la escritura remozada de referencias. Esa es la operación: significar el inicio de una búsqueda. Sin embargo, en la sociedad que celebra la ignorancia, este ejercicio no se realiza, más bien, sobreviene una parálisis contagiosa: el placer sin texto, cuya ganancia secundaria parece completarse en la sorna contra todo el que se aventura a los espacios abiertos por la pregunta.
El saber no es una interpretación de la razón sino un cuestionamiento a su límite. De tal forma que el no saber debería convertirse en un viaje. No se trata de estar seguro de la afirmación y negación, más bien se trata de avanzar en la incertidumbre que nos impone el viaje
Unos amigos profesionales de las ciencias sociales, imbuidos en una sociología del individuo, planteaban que la causa de la indiferencia social era la ignorancia. Otros, consideraron una correlación entre ambos vicios. De allí se podría colegir entonces, que indiferencia e ignorancia son contingentes. La “haraganería intelectual” sería la causa de la ignorancia. Sin embargo, el fenómeno es más complejo y toca la normalización de la estulticia.
El peligro mayor es que se instaure una pedagogía de la ignorancia, de tal modo que cualquier persona que inquiera sobre algún saber, se tope, no solo con ideologías que han suplantado sistemas de ciencia, la interrogación anti aprendizaje y la oficialización de la obscenidad, sino también con el rechazo y el estigma que, en la historia de la humanidad ha sido siempre antesala de persecuciones y crímenes.
Sin tremendismos, ojalá no volvamos a la quema de libros y lapidación de intelectuales.