Aturdido, aprisionado dentro de la jeepeta virada tras caer en un declive desproporcionado entre avenida y acera y colisionar con un muro, en plena Kennedy frente al edificio de Agencia Bella, centro de la ciudad, intentaba abrir la puerta del conductor. Imposible. Ahí estaba el pavimento para impedirlo.

Por instinto, miré al techo corredizo (sunroof) e intenté abrirlo. Laqueado, o no pude, tal vez por traición de nervios. Aún con el cinturón triturándome el pecho, vi que el vehículo seguía conectado y atiné a pulsar el botón de encedido/apagado (pushbotton) con la intención de evitar el fuego.

Sin problemas, me zafé de la correa de seguridad, pero, en ese momento, solo dentro del vehículo, sentí que carecía de posibilidades de escape si no contaba con auxilio de alguien.

Por el cristal delantero, vi que un joven mulato espigado, afanoso, desde el centro de la peligrosa vía capitalina, abría los brazos y urgía apoyo para el rescate.

-¡Un accidente, hay un hombre adentro-, clamaba mientras veía, impotente, cómo aceleraban en dirección oeste-este. Hasta que un joven de unos 25 años, se acercó dispuesto a colaborar.

Miraron al interior y preguntaron: – ¿Cómo se siente señor? –Bien, bien, le respondí. Les vi afanosos, buscando opciones para liberarme. Entonces, lograron abrir la compuerta trasera. Oí que me dijeron: -Venga, señor, por acá.

Obedecí. No sé´de dónde me salieron tales destrezas para evadir obstáculos y, al llegar a la parte trasera, ellos me tomaron de los brazos para ayudarme a bajar.

Luego, el joven espigado que había llegado primero y rogó auxilio se acercó y le pidió al joven que había accedido a su llamado que se quedara conmigo, porque “tengo que seguir al aeropuerto Las Américas a buscar unas personas”. Él aceptó gustoso. Fernando Decena, supe minutos después que le llaman. Había estacionado más adelante su guagüita negra ,con las luces intermitentes prendidas.

Llegó una unidad del 9-1-1, franqueada por una de la Policía. Yaritza Panigua y un auxiliar entraron en acción. Me subieron, hicieron preguntas de rigor. Presión medida: Casi 18. Glicemia, normal. A una propuesta de llevarme a un hospital, le respondí “es innecesario, estoy bien”.

Ella insistió en que, aunque me sintiera bien, “debe hacerse una plaquita, señor, para descartar cualquier cosa”. Su insistencia me hizo revolotear en la memoria el caso de un colega profesor de la UASD que, cuando viajaba a Santiago a impartir a docencia, como yo, sufrió un aparatosa colisión y fue llevado al hospital traumatólogico Juan Bosch, carretera Duarte territorio de La Vega.

El maestro aseguró a los médicos que “estoy bien” y prefirió seguir en ruta hacia su destino. Murió horas después a causa de traumas internos. La paramédico, como el policía franqueador, De la Rosa Féliz, ultra decentes, hicieron más de lo que debían como empleados.

Aún sentado dentro de la móvil del 9-1-1, en pleno proceso de chequeo y observación de mi estado, vi que llegó una grúa de la Dirección General de Seguridad de Tránsito y Transporte Terrestre (Digesett), luces intermitentes encendidas y demás, y cuadrándose.

Uno de dos policías, el superior, se acercó y con cara de ogro, sin reparar en que la paramédico me evaluaba, cortante me reclamó la licencia de conducir. Respiré hondo, le miré fijamente los ojos para no responder a su arrogancia y no responderle, pero también para tratar de comprender su trato inhumano.

Una persona presente me alertó: “Se la llevan al canódromo y, luego, es un lío; mejor usted se la lleva a su casa o algún otro sitio”.

Condición de periodista

La actitud hostil del mayor cambió, solo cambió cuando alguien que había visto mi documentación le llamó aparte y le susurró sobre mi condición de periodista.

El joven policía que le acompañaba se me acercó, preguntó qué haría y garantizó que la jeepeta sería movida de la avenida para colocarla en una calle, perpendicular, lado sur, frente a estacionamiento de una empresa,  donde no obstaculizara el tráfico.

La grúa al servicio del seguro del vehículo llegaría hora y media después de la llamada para el rescate. Ese sábado, durante todo el día, nadie en la empresa aseguradora cogió la llamada para recibir los pormenores del accidente.

Fernando, el jovenzuelo mulato, me acompañó, animó y protegió cada minuto, hasta el final. Se le propuso remunerarle por el servicio. Se negó rotundamente. Nos despedimos de él con agradecimiento eterno. “Lo importante es que usted está vivo y bien”, expresó.

Más allá de los graves daños del vehículo, todo parecía normal. Pero, cerca de las 11 a.m., comencé a sentir un dolor insufrible en la parte posterior del externón. Tan punzante que cortaba la respiración e impedía la movilidad.

El fatal desenlace del profesor amigo que hace menos de cinco años se accidentó en la carretera Duarte remarcó en mi memoria. Accedí a que me llevaran a emergencia del Centro de Diagnóstico Medicina Avanzada y Telemedicina (Cedimat).

Un día de juicio entre la firma de una hoja con un texto de compromiso sobre pago total sin apelación de la deuda contraída, so pena de demanda legal; una insoportable espera de horas (dijeron en corrillos que emergencia estaba colapsada), triage, analítica, imágenes, analgésico y la propuesta de seguir en esa camilla de tres cuartos de metro de ancho, hasta el domingo.

Todo el que ha visto las fotografías del vehículo, incluyeron los curiosos que usaron los celular sólo para capturar imágenes sin ayudar, con los ojos desorbitados, dicen que “si está vivo, es chepa, suerte que no iba rápido”.  Un exceso de velocidad

Al final del día, sí reafirmo mi convicción de que, como ha escritor el autor de El Viejo y el Mar, Ernest Hemingwey, “el secreto de la sabiduría, el poder y el conocimiento es la humildad”. Y lo que ha planteado el compositor Pedro Dabdoub: “Hay gente que le apasiona tener el poder sobre otros y gente que le apasiona el poder que otros tienen sobre uno, y así, la humanidad está totalmente desvinculada de su propio poder personal”.

La vida -se ha repetido- es un tránsito corto hacia la muerte. Dura años para construirla… y un segundo para perderla.

Y, al menos, en los cementerios, no vale la arrogancia de funcionarios, por alto que sea el poder político económico y político ostentado. El poder es como una rueda, transitorio, y solo tiene sentido cuando se sirve a los demás y la humildad predomina como constante. Todos somos mortales.

Solo se eternizan los nombres de las personas buenas y sencillas como el joven chófer que viajaba hacia el aeropuerto, Fernando, quien escuchó el ruego de pare, para auxiliar, Yaritza la paramédico, el auxiliar y el policía franqueador del 911.

Que sean ellos una lección para quienes están arriba y han perdido el norte.00