Él había escuchado decenas de historias trágicas sobre los viajes ilegales en yolas. Sobre unas olas gigantescas que levantan las embarcaciones repletas de viajeros, como si fueran copos de algodón. Y sobre nubes terroríficas con fauces enormes que aparecen para tragárselos.

El camión celda móvil estacionado en una de las calles del perímetro del famoso parque de barrio Obrero, en Santurce, municipio San Juan, Puerto Rico, tenía las puertas traseras de par en par. En la  periferia de la plaza, los negocios de alcohol comenzaban a activarse. Anochecía. Todo el que vivía en la zona sabía del plan porque era el sitio ideal de entretenimiento de los más buscados en aquellos días.

Corría el rumor que sería cuestión de minutos para que los agentes de Inmigración comenzaran a tirar como cerdos a los dominicanos indocumentados, hasta atisbar las tétricas canastas. En el entorno, algunos celebrarían las escenas de costumbre. Era una tarde de 1999.

La noche siguiente, al restaurante El Consulado, de la avenida Ponce de León, llegaba Darío, un bravo izquierdista, mulato de unos 35 años, quien, al sentirse arrinconado en República Dominicana, por el bloqueo de las oportunidades de empleo en vista de su activismo “comunista”, y las necesidades perentorias de su bebé recién nacida, había cogido yola para cruzar el canal La Mona y probar suerte en la capital de la isla boricua.

“Aquí he hecho de todo, Tony; lo más duro ha sido cargar cemento y aprender a pegar blo, que yo nunca había hecho eso allá”, comentó lloroso frente a una cerveza y un 38 en el bolsillo.

Puerto Rico estaba inseguro. Era la primera vez que yo veía rejas de hierro en las cajas de gasolineras y comercios al menudeo. Los atracos se generalizaban. Los ajustes de cuentas y las refriegas a tiros entre pandillas ligadas al narcotráfico resultaban comunes. Algunos complejos de edificios de apartamentos habían sido tomados por la delincuencia, y, en cualquier momento, el tableteo de metralletas sonaba de uno y otro lado. Tiros vienen, tiros van.

Darío no vivía de los ilícitos, pero la zozobra le abrumaba, aunque había sufrido latigazos de la represión política de los gobiernos de Balaguer en RD y estaba acostumbrado a las tensiones de las persecuciones por parte de policías. No era igual.

Sentado a la mesa del restaurante muy frecuentado por dominicanos (incluidas autoridades diplomáticas), él contó la odisea en su travesía por el mar Caribe.

Llegó un momento en su vida en que no veía más camino que irse del país detrás de los dólares. Nada le importaba.

Había escuchado decenas de historias trágicas sobre los viajes ilegales en yolas.

Sobre olas gigantescas que levantan las endebles embarcaciones repletas de viajeros, como si fuera copos de algodón. Sobre nubes terroríficas que semejan monstruos con bocas astrales en posición de ataque.

De viajeros que vomitan y se defecan hasta quedar exhaustos. De viajeros que rezan y rezan, entran en delirio, comienzan a vociferar, se tiran al mar de profundidad infinita hacia las fauces de los tiburones hambrientos que les atrapan, les zarandean y se les llevan hacia el fondo, y el agua de la superficie se tiñe de rojo.

De viajeros que son sacrificados y tirados al mar por los capitanes, cuando entran en riñas o reclaman; cuando el mar embravece y se complica el equilibrio de la carga, o si se daña uno de los motores fuera de borda.

De las mafias que, desde la sombra, organizan los viajes y viven una vida de lujo, por sus onerosos cobros…

Relató el fortachón de Darío que en su viaje de casi dos días con sus noches conoció el miedo. Las escenas fueron tan desgarradoras que se entregó a la muerte. Las historias que había escuchado en el pueblo tenían mucho de verdad.

Aquella noche, sentado frente a un cerveza, lloró por la nostalgia de su hija que crecía en la República y apenas le recordaba cuando él lograba una llamada telefónica.

Y lloró de impotencia. Quería regresar, pero carecía de dinero, decía. Aunque luego recordó que no podía montarse en el avión porque no había regularizado su estatus. Y regresar en yola, como otros, ni imaginarlo, porque “yo jamás me montaría en esa vaina; a chepita me salvé de esa”.

Razonaba luego que la única salida era entregarse a las autoridades o aguantar para ver si el azar le deparaba un futuro económico digno.

Se decía que Inmigración de Puerto Rico mostraba predisposición contra colombianos, cubanos y dominicanos, aunque estuviesen documentados. Con solo advertir su nacionalidad, se volvía hostil. Pregunté y alguien me contó que los asumen como narcos, mulas, cueros y tratantes de personas.

Yo había llegado tres días antes con la familia en viaje turístico por el aeropuerto Luis Muñoz Marín. Era la segunda vez que visitaba aquel estado libre asociado de Estados Unidos. La primera, en 1973 como parte de la selección dominicana de béisbol de Pequeñas Ligas para participar en la Serie Latinoamericana y del Caribe.

En la segunda ocasión, el trato fue nada amigable. Una oficial de Inmigración dejó pasar a la familia, menos a mí. Miraba el pasaporte y me escrutaba los ojos. Entonces ordenó a un agente que me llevara a un sitio. Y ese sitio era una sala donde había otros hombres y mujeres de otras nacionalidades.

Lucían en paz; yo, no. Nadie explicaba las razones. Imperaba el desprecio. Tras reclamar varias veces, tras 45 minutos de indiferencias, se acercó con mi pasaporte a mano un hombre blanco espigado, con camisa azul mangas cortas, y me instruyó: “Póngase de pie, venga”. Y comenzó su interrogatorio: “¿A qué usted vino? ¿Mide  5.10? ¿Tiene tatuaje en sus brazos?”

Le reclamé una y otra vez; le advertí que yo tenía derecho a saber, y, si él consideraba, podía proceder con la repatriación. Él seguía mudo en su revisión.

Mis acompañantes estaban ya en las afueras del aeropuerto con los equipajes a mano. Pensaban que el procedimiento sería rutinario y rápido.

Cuando el agente terminó la tarea encomendada, me entregó el pasaporte y advirtió secamente: “Señor, nosotros cumplimos con nuestro deber. Aquí entendemos que una persona es extranjera mientras consideremos lo contrario. Todo bien. Váyase tranquilo a buscar a su familia”.

Me marché con la respiración jadeante y las mandíbulas apretadas, pensando en que cada país tiene sus normas migratorias, y usted las toma… o las deja.