Curú y Zoraida me engendraron, me parieron y me criaron en el municipio Pedernales, 307 kilómetros al sudoeste de la capital. Para más señas, en el 4 de la simbólica calle Juan López, la más ancha del pueblo (16 metros), a unos dos kilómetros de la comuna Anse -a- Pitre, Haití, distrito Belle-Anse, del departamento sureste.

Hasta el primer lustro de los noventa, esta vía era la última del pueblo en dirección norte-sur, entre la 27 de Febrero, que lleva a la “puerta” de entrada y salida de la profundamente empobrecida comunidad haitiana, y la Sánchez.

Juan López, porque así le llamaron a la sabana a donde habían llegado los primeros pobladores de la  colonia de 1927, procedentes de Las Damas (hoy Duvergé), cruzando los pinares de sierra Baoruco.

Cuentan que la designación es en honor a un “hacendado” que había vivido en aquel lugar inhóspito, en el siglo XIX, pero un día se esfumó por la frontera y jamás nadie supo su paradero. Otros dicen que se trata de un geógrafo que cartografió el área.

Mercado improvisado en una calle del pueblo.
Mercado improvisado en una calle del pueblo.

Calle de los Perros la llamaba la gente durante las décadas sesenta y setenta por la jauría que salía en tropel de los patios e interceptaban a transeúntes, motocicletas y automóviles, creando pánico en algunos sorprendidos.

Hacia el oeste, camino a la línea, todo era potreros y conucos de viejas familias que, por el impacto del desfallecimiento del río, languidecieron. La autoridad municipal aprovechó la crisis y promovió allí una anárquica e impertinente explotación urbana.

Aún quedan las nostalgias sobre las tierras de Atila y Tatá, Maldó y Pompeya, Bao y Zulina, Ña y Tila, Yara y Eduardo, Julio Hernández y Olga, Vencedor y Felicia, Carlos Titingo, Cervantes y Leticia.

Las hileras de viviendas vigentes, a ambos lados, fueron construidas tras el huracán Katie (1955) por el ingeniero Huáscar Tejeda Pimentel (hoy héroe nacional), como parte del plan de reconstrucción ejecutado por el gobierno del tirano Trujillo. Fueron inauguradas para los actos de fundación de la provincia, el 1 de abril de 1958.

Las viejas casitas de madera de los forjadores de la colonia estaban en los solares donde el gobierno había construido los nuevos alojamientos de cemento, con dos y tres habitaciones y baño integrado.

Simbólica calle Juan López.

Con la entrega, los propietarios debían eliminar las que habían sobrevivido al fenómeno hidrometeorológico. Era el compromiso con las autoridades gubernamentales.

Solo macho Bao se libró del aquel acuerdo, nadie sabe cómo. La suya, de una habitación y una sala, de madera fuerte y techada de zinc, aún existe en la Sánchez esquina Juan López, ahora prolongada hasta la playa. Ha resistido todos los ciclones y coquetea con los cien años. La habitan su nieto Darío Reyes y familia.

En la memoria del pueblo están grabados los nombres de familias originarias que formaron hogares bajo aquellos techos.

En la hilera oeste vivían: Zulina y Bautista  (Macho Bao), Curú y Zora, Chechén y Jembra, Memén y Atina, Chen y Beata, Pellín y Amantina, Mandín, Riquita Minerva, Antonia Purra, Mimina, Gelín, Ña y Atila, Osema (luego Ángel Jeremías).

En la este: Caonabo y Carmela, José Altagracia y Antonia, Julia Ñaña, Nemia, Gina, Leonor o Nonoy (vivienda para empleados públicos), Morales y Rosa, Chimbé y Tututa, Ulises y Nola, Buenamoza y Fabio.

EL OLOR A CLERÉN

Anse-a-Pitre, al otro lado del río.

Desde la habitación donde dormíamos los cuatro varones de la familia de ocho (a razón de dos por cama), en las madrugadas escuchaba el rumor de los tambores y los coros de las fiestas nocturnas en Anse –a- Pitre, hasta que el sueño me vencía.

Desde ahí hasta la misma frontera, nada que se pareciera a un desierto, pues, pese a la aridez de las tierras, había agua y los “viejos” se las ingeniaban para hacer crecer yerbas de pastos y plantas comestibles. Nada que facilitara la proyección de los sonidos de los bailes emitidos en aquel país isleño y caribeño, salvo la calma de la noche y la dureza con que vibraban los tambores y las guitarras electrónicas.

El patio de la 4, la casa nuestra, era tan grande como el terreno de un estadio de béisbol (6,000 metros cuadrados). Lo bordeaba por el este-oeste el famoso callejón que llevaba a los potreros y conucos, pero también a Anse -a- Pitre.

En realidad, en aquellos tiempos, tal espacio era un atractivo bosque de aguacates, anones, mamones, cocos, cañas, limones, mangos, guanábana, almendros, maíz, tomates, patatas, memisos, cerezas. Lugar ideal para los pasadías de moda en la época, en que la camaradería era la norma.

Abundaba el agua derivada del río Pedernales hacia las rigolas, como abundaba la solidaridad y el respeto entre las familias, principalmente a los mayores y a los niños.

Pescar guabinas, camarones, anguilas y hasta cangrejos y cultivar hortalizas en el mismo patio, era uno de nuestros entretenimientos, más que por afán de búsqueda de alimentos porque no faltaban en la cocina.

Belleza inigualable de Bahía de las Águilas.

Por el callejón patrullaban a pie guardias del Ejército, con fusiles Mauser en las espaldas, para perseguir contrabandistas de clerén y visitantes clandestinos.

El cruceteo de haitianos y dominicanos estaba prohibido, pero la frontera era y es una ficción. Los indocumentados conocían las innumerables veredas y estrategias discursivas para evadir la vigilancia.

El olor a alcohol haitiano en la boca, o un macuto atisbado de productos menores al hombro de un dominicano sorprendido en el camino, era suficiente para “arrearle” a punta de arma hacia la vieja cárcel del pueblo. Y hasta ser llevado ante el juez de  caminar “eléctrico” y voz aflautada, Henry.

Así les sucedió al pintor de brocha gorda, Teo, y al agricultor Yeyén, mi tío paterno. Uno liberado por negar que regresaba del país vecino, como le aconsejó el abogado; y el otro, condenado, por jurar ante el Dios en un cuadro colgado en la pared del tribunal, que no podía hablar mentiras y debía la aceptar la imputación.

En aquel ambiente viví los primeros 19 años de mi vida, sin mancar.

Haitianos y haitianas solían visitar nuestra casa, y no resultaban extraños, aunque rondaban en el imaginario colectivo de los pedernalenses narrativas tétricas sobre bacás que operaban desde Haití.

Unos pasaban a ofertar chucherías; otros, su fuerza de trabajo. Sisí hacía lo propio. Era una mulata dulce, de ojos verdes, sin instrucción académica, que se ganó a tiro de lealtad el cariño de la familia. Colaboraba con mi mamá en el lavado de ropas.

Pasaron los años y murió mi madre; años después, mi padre. Ella quiso estar en los velatorios. Luego, no cruzaba al pueblo sin pasar a saber de los demás. Siempre se sentaba a dialogar a la sombra del centenario guayacán centenario, frente a la galería.

A Sisí, le perdí de vista. Me han dicho que ya los años le pesan, pero aún cruza al pueblo con una ponchera de chucherías que equilibra con un babonuco sobre su cabeza.

Al final de 1979, mudé al Distrito Nacional para estudiar en la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Y, entre los compañeros que cursábamos el Colegio Universitario (requisito para entrar a carrera), había un haitiano cuyo nombre ahora no recuerdo. Pero era un manojo de decencia. Sí recuerdo que usaba lentes, hablaba en tono bajo y era aplicado. No le he vuelto a ver desde el día en que él optó por una carrera diferente a la mía.

Cada vez que me coincidían vacaciones de estudios y laborales, viajaba a Pedernales. Igual cuando, en tanto dirigente, iba a dar seguimiento a actividades organizadas por las asociaciones de Pedernalenses Ausentes (ASPA) y Estudiantes Universitarios (Adeupe).

Pero en mi agenda no faltaba visitar a Anse –a- Pitre, por la “puerta” (lugar donde está el control militar formal y Aduana). Solo necesitaba el permiso de la autoridad militar para pasar a comprar un perfume o un “Barbacourt del mejor” para regalar.

OTRO MUNDO

Presidente Luis Abinader, en una de sus visitas a Pedernales para anunciar inversiones.

A la vuelta de los años, la casa de la Juan López 4 está ahí con el diseño original. Otras han perdido su arquitectura por los procesos de remodelación y conversión en negocios.

El patio sí ha cambiado. Ya no es el bosque aquel. Las rigolas desaparecieron desde el 30 de noviembre 1979 en que, arriba, en Paso Sena, el presidente dominicano Antonio Guzmán y su par haitiano Jean Claude Duvalier se reunieron en la ribera del río Pedernales e inauguraron un dique derivador internacional que dividía las aguas en partes iguales entre los dos Estados. El líquido del acueducto apenas llega. Y llueve poco.

El patio ahora está dividido en solares por razones de herencia. He comenzado a reforestar con frutales, a golpe de chorritos sobre los troncos, para recuperar algo de su pasado positivo.

La simbólica calle Juan López ya no es la misma. Los “viejos robles” que la avivaron durante los años sesenta, setenta y ochenta, murieron. El silencio que la vestía, se fue con ellos.

Ahora los protagonistas son jóvenes que la usan a cualquier hora para hacer piruetas suicidas en motocicletas ruidosas porque esas acciones les excitan. Parece que nadie les ve.

Hacia el oeste, camino hacia Anse –a-  Pitre, viviendas y más viviendas, unas formales, otras de hojalata, con servicios básicos precarios.

Los potreros y sus vacas son cosa del pasado. Han sido urbanizados. Unos por sus dueños; otros, por invasores apoyados por políticos locales populistas e indolentes.

El callejón ya no es el callejón solitario, estrecho y polvoriento de otras décadas. Al comienzo ha sido ampliado y pavimentado; un tramo ya es calle, y hay viviendas de uno y otro lado.

Y el flujo hacia y desde la frontera es más intenso. Los motores truenan a cualquier hora, zigzaguean entre adultos y niños; van y vienen con sus encomiendas, sin reparar en peligro. Sus conductores alegan que no hay empleos y necesitan conseguir los pesos de la comida.

El crecimiento urbano del municipio Pedernales se ha extendido anárquicamente  hacia la línea divisoria de los dos países, abonando cada día la inseguridad y las dificultades para su control.

Anse -a- Pitre (Ansapito) no registra ni por asomo el alto grado de violencia de Puerto Príncipe y otras ciudades del norte de Haití sitiadas por bandas criminales con alto poder de fuego y de desplazamiento, que tienen como fuentes económicas los secuestros y el narcotráfico. Ventaja relativa que analistas atribuyen al infernal sistema de carreteras norte-sur y al escaso movimiento económico.

Pero no deja de ser una comarca haitiana arrinconada por el hambre y la carencia de institucionalidad, donde la vida diaria depende del azar y las mafias se han instalado hace mucho aunque su furia esté en conveniente latencia. El volcán solo está dormido.

Pedernales, empobrecido también y con su  identidad erosionada, tiene un riesgo de violencia social potencial, que aumentará con la explotación del turismo.

El gobierno ejecuta el ambicioso Proyecto de Desarrollo Turístico de Pedernales, y ha dicho que será ecológico y sostenible con miras a conquistar al nuevo turista del mundo y gestionar el bienestar general de los habitantes de las provincias de la  Región Enriquillo.

Conforme ha repetido, los ecohoteles serán construidos en Cabo Rojo y el aeropuerto en Manuel Goya de Oviedo, y habrá respeto absoluto a las normas medioambientales.

Una empresa privada avanza en las gestiones para desarrollar el complejo turístico Bucanyé, desde el frente de la hermosa playa del mismo nombre, en la   ciudad de Pedernales.

Un ejecutivo consultado ha garantizado que el proyecto no se detendrá, pese a un conflicto entre ocupantes “legales” de una porción de la parcela 40 donde será edificada la obra.

La frontera por Pedernales, vista de cerca, sin las lentes del negocio ni de pagados dólares de agencias a voceros, muestra todas sus rugosidades. A a lo lejos, no; a lo lejos se ve lisa, sin los altibajos graves.

Esa franja ya no es la misma de antes en que el detestable contrabando de azúcar era el protagonista de cada jornada y enriquecía a unos cuantos estafadores.

En estos tiempos son las armas, las drogas, la trata de personas, los robos de vehículos, el trasiego de indocumentados, la protección de criminales, la oligarquía, los políticos, la violencia sin fin… el caos. Y las naciones poderosas, tan celosas con la democracia en otros países, indiferentes.

Hay señales premonitorias sobre grave inseguridad en Pedernales, a la par con la reactivación económica del turismo. La simbólica calle Juan López, ancha y olvidada, es testigo.