(*) El derecho a envejecer con derechos: mujeres y trabajo doméstico o el eterno ciclo de la vulnerabilidad
Camila Estévez/Especial para Acento.com.do
En América Latina, conforme a la investigación “Epidemiología del Trabajo Doméstico”, el trabajo doméstico juega un papel invaluable en las economías, siendo uno de los tres principales pilares, pues entre el 20% y el 30% de las mujeres económicamente activas se ubican en esta rama de actividad económica.
Sin embargo, su precarización y subvaloración han sido naturalizados, dado que: las jornadas de trabajos intensas, los salarios por el suelo, los altos riesgos salud y laboral, las situaciones de discriminación de género y servidumbre, el trabajo forzoso, etc., parecieran ser el pan de cada día. Estamos hablando de escenarios en los que la persona trabajadora es violentada y explotada. Hablamos de situaciones, ocultas por la naturaleza del trabajo, que se dan todos los días en nuestras casas o “en la casa de al lado” y pasan desapercibidas, como si esa deshumanización de la vida de la gente y de su trabajo nos beneficiara de alguna manera.
Para el año 2021 en República Dominicana, de acuerdo a MEPYD (2022) , la cantidad de personas que tienen como trabajo principal las labores domésticas era de 226,262 mujeres y 18,840 hombres, correspondiendo a un 92.31% y a un 7.69%, respectivamente. De esas 226,262 mujeres, apenas el 4.6% tiene contrato de trabajo. Y del total del empleo doméstico, apenas 3.53% se encuentra afiliada a un seguro de salud.
¿Qué significa eso en este país? Que a usted, como trabajadora o trabajador doméstico, se le complican las cosas si se es diabética-o, se embaraza, se cae limpiando el suelo, si quiere tomarse un descanso y tener vacaciones, o si, de repente, se presenta una pandemia como de la que nos estamos recuperando actualmente.
¡Por cuánta inseguridad e incertidumbre tiene que pasar la gente de a pie!
Si le echamos un ojo a la investigación realizada por la Fundación Friedrich Ebert Stiftung, “Epidemiología del Trabajo Doméstico”, entre las enfermedades más recurrentes de las trabajadoras domésticas encuestadas están las que tienen que ver con el sistema respiratorio (gripe, influenza); el sistema osteomuscular y el tejido conjuntivo (artritis, problemas musculares en la espalda o los huesos); el sistema nervioso (migrañas o dolores de cabeza); trastornos mentales y del comportamiento (depresión, estrés, ansiedad); lesiones, envenenamiento y otras causas externas (quemaduras, cortes, heridas, caídas) y el sistema circulatorio (hipertensión), siendo esta última, junto con problemas de la vista, las enfermedades más percibidas por las trabajadoras, principalmente cuando van envejeciendo.
Nuestras madres, hermanas, hijas o compueblanas, encargadas de ejercer ese trabajo fundamental e imprescindible para sostener la sociedad y el modelo económico hegemónico, están siendo dejadas a un lado. ¿Y qué pasa con nuestras mujeres mayores que siguen ejerciendo este trabajo? Un 2.5% de las mujeres que ejercen el trabajo doméstico, son mayores de 65 años. Estaríamos hablando de mujeres que, probablemente, trabajan desde los 14 años en hogares, lo que acarrea un proceso de desgaste que engloba una destrucción biopsíquica. No se necesitaría ser Nostradamus para prodigarles un final infeliz sin régimen provisional.
Según el Tercer Estudio Socioeconómico de Hogares, realizado por el SIUBEN, la mitad de todas las personas que reportan al menos una discapacidad son parte de una población adulta mayor de 60 años o más; además de que la población más vulnerable respecto a los riesgos que representan esas discapacidades son, precisamente, las mujeres. Lo que le suma a la certeza fatal de no tener una pensión, la probabilidad de una discapacidad en la postrimería de la vida.
El esfuerzo físico, el trabajo intenso y/o forzado, la depresión, la incertidumbre de la senectud, los resbalones, las quemaduras, los dolores de espalda, los cortes con cuchillo… ¿No deberían estar protegidas nuestras trabajadoras? ¿No deberían tener la opción de pensionarse y tener un seguro de salud efectivo? ¿Por qué se tiene que someter a nuestras mujeres envejecientes a este desasosiego? ¿Por qué después de entregar sus vidas en un ejercicio de cuidado al resto de la sociedad, la protección tiende a cero?
Además de ser privadas de una seguridad social, son alejadas de los centros de las ciudades pobladas de los privilegios -y con ello, del acceso a los servicios públicos-, condenadas a vivir en “ciudades miseria”, en una periferia que las obliga a dejar la hiel en cada paso que dan.
¿Cómo terminan estas mujeres? Envejecientes, ganando una boñiga de salario, sin la posibilidad de que sus necesidades y las de sus familiares sean cubiertas -ni por ellas mismas, ni por el Estado-, viviendo una situación que no hace más que desarrollar sus dolencias, tanto físicas como mentales.
Las encontramos luchando, cargando con lo que les queda de fuerzas el agua las veces que sean necesarias, para lo que sea necesario; rompiéndose la espalda a causa del trabajo invisibilizado, primero en donde laboran y después en sus hogares, que ejercen de lunes a lunes; forzando sus ojos a buscar en la oscuridad con la tenue luz de una vela. Muchas veces, las vemos aterrorizadas por una persona con macana enviada a forzarlas a salir de sus viviendas, por un huracán que se avecina o por una simple lluvia que llega a regar los cultivos. Viviendo una turbación todos los días que les resten de vida -en todos los sentidos, desde todas las perspectivas-, temiendo por sus familiares y por ellas mismas, a causa de esa desprotección que el Estado les escupe.
Es tiempo. Es tiempo de entender que, aunque se desarrollan en un campo de servicios no orientado a la obtención de bienes o mercancías, se deben generar los mecanismos para que el Estado y la sociedad logre monitorear y proporcionar el acceso a lo que por derecho les corresponde: dignidad, igualdad, una vivienda digna, a ser parte de la ciudad y de la sociedad.
Es tiempo de buscar formas de que nuestras mujeres trabajadoras que han garantizado la vida con el fruto de su labor, vivan sus últimos años en descanso, serenas y con la certeza de que tienen a una sociedad y a un Estado que las respalda, respetando su derecho a vivir dignamente y humanizar, de una vez por todas, su trabajo. Encontremos la manera de que la relación con sus trabajos no sea de amor y odio, de que no sea hasta que la muerte les separe.