En República Dominicana, en los últimos cinco años, diversas comunidades han denunciado públicamente ser víctimas de desalojos forzosos a manos de autoridades policiales y militares. Sitios como La Mina en San Isidro, Freddy Beras Goico en Los Alcarrizos, La Ciénega y Los Guandules en Domingo Savio, Barceló en Santiago de los Caballeros, entre otros sectores, han sido despojados de sus viviendas, de su zona de confort, de su legado, de su arraigo. Pero, ¿es esto violencia? Veamos.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) define la violencia como “el uso intencional de la fuerza o el poder físico, de hecho o como amenaza, contra uno mismo, otra persona o un grupo o comunidad, que cause o tenga muchas probabilidades de causar lesiones, muerte, daños psicológicos, trastornos del desarrollo o privaciones.” Según la OMS, existen diversos tipos de violencia como autoinfligida, interpersonal y colectiva.
Esta última puede manifestarse a través de actos violentos sociales, políticos y económicos. Curiosamente, los desalojos forzosos califican dentro estas tres categorías. Pero retrocedamos un poco y veamos que es un desalojo forzoso.
El Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (CDESC) de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) define el desalojo forzoso como “el hecho de hacer salir a personas, familias y/o comunidades de los hogares y/o las tierras que ocupan, en forma permanente o provisional, sin ofrecerles medios apropiados de protección legal o de otra índole ni permitirles su acceso a ellos.” Estos pueden originarse por situaciones de violencia, conflictos sobre derechos de tierras y proyectos de desarrollo e infraestructura.
Vistas estas definiciones, podemos plantear que los actos cometidos en las comunidades citadas anteriormente, constituyen el ejercicio de la violencia. El hecho de desalojar a una comunidad, no implica solo destruir una casa, es una forma de invisibilizar y violentar el esfuerzo de crear un espacio, físico y social, para el desarrollo de una persona o familia. Es destruir las memorias y arraigo construidos durante toda una vida. Es pisotear el derecho inherente de vivir dignamente.
Este tipo de violencia ha clavado sus garras en nuestro país, y cada vez más, la lista de víctimas aumenta. Lo preocupante del caso es que las autoridades, responsables de velar por el bienestar de la sociedad, hacen caso omiso al clamor de los y las afectados y afectadas, como si no fuera su problema.
Es tiempo de hacer cumplir el Art.59 de nuestra Constitución, en donde se declara que “toda persona tiene derecho a una vivienda digna con servicios básicos esenciales. El Estado debe fijar las condiciones necesarias para hacer efectivo este derecho y promover planes de viviendas y asentamientos humanos de interés social.”
Basta de hacerse de la vista gorda ante estos actos violentos, basta de calificar como “invasores” a las familias, basta de vulnerar el derecho a una vivienda y hábitat digno.
Si no tomamos cartas en el asunto como país, esta práctica seguirá multiplicándose, como si fuera una de las plagas bíblicas, quitando vidas y derechos, a todo aquel que toca.