Un trago y otro trago y otro más. Y un libro y otro libro y otro más para celebrar a Conde Olmos y para celebrar su vida. Ya se fue, nuestro amigo querido. Pero eso es físicamente.
Si queremos que él se quede entre nosotros, él se queda. Se queda entre las páginas de un libro, se queda sentado en su silla en una librería. Se queda en la brisa de las tardes de marzo, el mes que lo vio partir, y se queda en los susurros que entona el viento en las noches de noviembre, el mes que lo vio nacer.
Conde se queda entre nosotros, que lo quisimos por encima de todo.
Conde tuvo una vida profesional fructífera y aquí están sus compañeros de profesión para atestiguarlo. Si el éxito profesional se mide por el respeto, la calidad del trabajo, la humildad ante el conocimiento y la consideración, él fue el mejor. Vivió entre la espuma y la brisa, y tenía una mirada inquieta que estaba hecha con pedacitos de lluvia, por si había que llorar, y con pequeños colores del arcoíris, por si había que reír.
Cuando lo necesitemos, él estará aquí, llevándonos de las manos hacia las páginas de un libro.
Ese era su mundo y ahí se queda sembrado para siempre. Tuvo una vida difícil, nuestro Conde Olmos, y todos lo sabemos. Pero llegó el momento de recordarlo por las cosas hermosas que nos dejó, por su sonrisa, por los libros que leyó y por los libros que nos recomendó. Conde fue un gran lector, el mejor que he conocido, y fue un gran “recomendador” de libros. Nadie más que él sabía cuál era la tendencia literaria del momento y nadie sabía más que él cuál era el libro indispensable. Los libros eran el sol de su vida.
Así que vamos a recordarlo con un trago de horizonte, el horizonte que él siempre buscó y que nunca alcanzó. Y cada vez que queramos hablar con él, vámonos a la librería -a su librería- a tomarnos un café con él y con su recuerdo. El estará allí, vestido de luz, esperándonos y convidándonos a leer con él. “Escucha este párrafo que no tiene desperdicio”, nos dirá bajito al oído y nos lo leerá, como si estuviera cantando una pequeña canción de amor.
Nunca olvidemos que antes de irse -quizás por las condiciones en que se nos fue- nos unió a todos, sus amigos y familiares, en la dificultad. Un día el mundo tiene que ser más justo para que la tristeza de una partida sea menos triste que como fue la de él y para que el Conde los últimos días no vuelva a suceder.
Cuando nos estaba diciendo adiós, todos, de una manera o de otra, estuvimos a su lado. Así que además de su sonrisa, sus libros y la bien ganada condición del mejor lector, Conde nos dejó el mejor legado que se le puede dejar al lastimado mundo de hoy: LA AMISTAD.
Que Conde sea siempre lluvia fresca, que su sonrisa sea eterna, que la vida se parezca a los libros que leía y que ese inmenso torrente de solidaridad que desató desde el primer día que empezó a morir nunca se olvide.