El Dr. Diógenes Céspedes tiene razón en una cosa: Rosa Silverio (R. D., 1978) no inventó la locura. Como tampoco la inventó Leopoldo María Panero (España, 1948-2014), reconocido como extraordinario poeta maldito de quien Loreto Sánchez señala (no sin antes aclarar que el poeta pasó los últimos 30 años de su vida interno en un psiquiátrico): “Escribía con la lucidez extrema que manejan solo algunos locos. Sin límites. Era brutal. Obsceno. Atroz. Desconcertante. Te obliga a mirar lo que no quieres ver”. O de quien José Luis Campal Fernández dice: “Es la expresión máxima de un delirio alucinatorio llevado a extremos impensables para ser un fingimiento o un simple ejercicio de funambulismo lírico. Hoy por hoy, puede considerarse a Leopoldo Panero como uno de los escasos poetas que posee un discurso arrollador, un estilo deslumbrante y una voz autorreferencial auténtica”.
Consideremos, además, que la locura tampoco fue `inventada´ por Raúl Gómez Jattin (Colombia, 1945-1997). En un breve ensayo para la sección Cultura del periódico El Espectador, Luis Carlos Muñoz Sarmiento valora positivamente el libro Raúl Gómez Jattin – Entrevistas, evocaciones & 7 poemas inéditos (Letra a Letra, 2018), aclarando que en este “se prescinde, en casi todos del rumor, del chisme, del morbo, para ahondar en su obra y en la trascendencia de ambos, autor y obra”. Queda claro que expresar con respeto el parecer sobre autores que se diseccionan y tienden al sol es un conducirse por los linderos de lo profesional y lo ético. La especulación queda fuera de la objetivad que nos exige el hoy y nos juzgará el mañana. La especulación desalmada ridiculiza a quien la emplea y pone en tela de juicio su planteamiento porque pierde toda credibilidad.
Una `desajustada´ conocida es Alejandra Pizarnik (Argentina, 1936-1972) con quien Rosa Silverio mantiene en su reciente publicación “La invención de la locura” (Madrid: Huerga y Fierro Editores, 2019) un diálogo íntimo como si se tratara de una hermana mayor a quien necesita tomarle de la mano en su paso por los pasajes más oscuros de la existencia. Silverio no acude por ingenuidad a Pizarnik y a otras poetas que coquetearon o se casaron con el suicidio. Lo hace consciente de no ser la primera en beber de la fuente de la locura y su “invención” no es más que una ironía: no por casualidad acude a ellas, las cita, les exige dentro de los poemas, y lo hace consciente de que su tránsito hacia la locura y la convivencia de dos mundos desiguales, lejos de ser un terreno novedoso, ya ha sido más que explorado y conquistado por reconocidas poetas a las que nombra a lo largo de todo el libro. Al revisitar un tema recurrente en la literatura de todos los tiempos Rosa no copia el estilo de ninguna de las poetas que menciona. Al revés: Rosa Silverio se impone con una voz que ya le conocíamos.
Como se ve, escribir con voz propia es un riesgo personal. Quienes escribimos reconocemos que, una vez expuesto nuestro trabajo artístico, puede ser comentado, valorado… discutido. Al principio, cuesta. Pero luego te vas acostumbrando. Las escritoras dominicanas, invisibilizadas como también se hizo con el trabajo de las profesionales de cualquier otra área, estuvieron usualmente atadas con cadenas a un espacio de sombras. Marginadas, fueron acusadas de escribir una literatura muy ligera con temas intrascendentes. ¿A quién le puede importar, en una cultura de supremacía machista, la visión de una mujer sobre `sus temas`? Y en el caso de que su escritura tuviese temas recurrentes como lo son el amor, la muerte, la locura misma, ¿recibe la misma valoración que la escritura de los hombres con siglos establecidos del lado donde el barco tiene el timón? Esta apreciación en cualquier punto del globo fue injusta y el terreno que hemos alcanzado ha sido gracias a enormes sacrificios.
La cosa es como sigue: la percepción que a lo largo de los pocos siglos de existencia de esta República Dominicana sobre lo que escribimos las mujeres tiende a ser adobado con los prejuicios sexistas impuestos por los hombres quienes sí podían libremente salir de bebentina, prestarse libros, compartir en tertulias en una época en la que pocas mujeres se podían permitir un comportamiento semejante. Esta desigualdad fue poco a poco contribuyendo a hacer invisible la producción literaria “femenina”. La gente que ignora el peso de una historia de marginación piensa que las mujeres cacareamos demasiado sobre el tema de la opresión y el feminismo y el bla, bla, bla. Sobran los comentarios en los que se nos ridiculiza por exigir algo legítimo: el respeto a nuestro trabajo, la apreciación en condición de iguales.
La invención de la locura, con prólogo de la Dra. Raquel Lanseros, presenta un registro conocido: no es la primera vez que su poesía se me revela como un desgarramiento desde donde no se está pidiendo ayuda ni rescate al mundo conocido. El Yo lírico de Rosa Silverio no necesita pedirla ni creo que le interese. Su poesía tiene la misma arrogancia que la de Panero, quien orgulloso de nacer con comodidades, se manifiesta todopoderoso, consciente de dormir en un banco de parque desde donde dice: “amo los pájaros, la lluvia y su intemperie”. Y se sabe loco y parece traerle sin cuidado… quizá porque sabe que un poeta que trasciende no necesita la cordura: solo poemas-símbolo de su lucha interior expresados con una voz propia y una estética que lo distinga. Es este también el caso de la poesía de Rosa Silverio en esta reciente edición.
Sin embargo, como Panero, Silverio ruega a un símbolo divino con quien procura un diálogo y ruega a Alejandra Pizarnik, famosa por su obra y por llevarla a cabo con padecimientos de salud mental, a quien -en tono religioso- reta: “ámame en todas las edades/devuélveme lo que me has robado” p. 37. Porque la voz lírica no ruega, exige, se impone consciente por un lado de la dualidad de sí que la presenta simultáneamente como ofendida y agresora y, por otro lado, en el mismo poemario reconoce (poema IV) que ese mal tiene alivio: “Cuando te pienso/se adormece mi dolor en su cuna de carne” p. 38. Y es en la página siguiente cuando confirma esta complicidad: “con suavidad tomo la mano de la muerte y nos unimos”.
Pero no solo se recurre a Alejandra Pizarnik, sino también a otra poeta suicida con quien la autora parece compartir el desamparo: la rusa Marina Tsvetáyeva, (1892-1941) quien, como Rosa Silverio en 2019, también en su momento recibió el prejuicio machista, en su caso uno muy prestigioso, el de Vladimir Nabokov (1899-1977) quien tuvo que rectificar su planteamiento original hacia su compatriota: "leerla sólo causa estupor y dolor de cabeza". Porque ha de tenerse claro: Nabokov tuvo que rectificar su valoración tanto por la poesía de Tsvetáyeva como tuvo que hacerlo con Jane Austen de quien dijo: “La novela de Jane Austin no es una obra maestra intensa y vívida, como lo son algunas de las que vamos a estudiar en este curso. Hay novelas, como Madame Bovary o Ana Karenina, que son explosiones deliciosas sometidas a un admirable control. Mansfield Park, en cambio, es la obra de una dama y el juego de una niña. Pero de ese costurero, sale una labor exquisita y artística, y esa niña posee una vena poética asombrosa y genial”. Como se ve, el gran autor de Lolita fue incapaz de reconocer sin pegas el valor de Mansfield Park para ser por él incluido dentro de los temas a tratar en sus clases de Wellesley College y la Universidad de Cornell en Estados Unidos. Oh no, Nabokov no pudo evitar reducir la imagen de Jane Austin a la de una niña costurera en la misma oración en la que la hace merecedora de halagos por la belleza literaria de su obra y por contarla entre las obras principales de la literatura europea. ¿Cómo es esto posible?
Una breve anécdota rara vez sabe mal: cuando entregué los poemas que conforman mi más reciente libro, Cuarto oscuro (Madrid: Amargord, 2017), un amigo o ángel de la guarda me preguntó si estaba segura de publicar algunos de estos poemas debido a la desconsideración que pudiera sufrir cuando algún inexperto confundiera el yo lírico con el yo poético y, en consecuencia, pudiera ponerme en una situación incómoda. Como una forma de ponerme de pie y de frente ante la opresión machista que me tentaba a la autocensura, me arriesgué a publicar: “Abre la boca y el deseo muerde la lengua./La botella de agua nos recuerda el biberón/que injustamente nos quitaron/cuando el tiempo del mundo estaba listo/para hacerte mayor./Nunca le perdones la infamia a tu madre./Ahora tienes deseos de mamar las botellas,/el control remoto de la tele/los cables y otros objetos./Ahora tienes deseos de lamer los tubos del desecho/que afloran en las construcciones a mitad de camino. (…) Ahora tienes hambre de mamar el mundo/y todo deseo se encauza por la vía de la succión.”. Si el Dr. Diógenes Céspedes leyera mi poema, ¿especularía que trabajo por vocación en el área más productiva de un prostíbulo? Lo curioso es que el autor del artículo crítico sobre La invención de la locura, no es ningún inexperto. Por su formación él sabe muy bien el propósito y el alcance de cada palabra suya: ¿procura disfrazar el sarcasmo con una objetividad implacable? ¿O se hace el loco para minimizar toda la obra de una autora? Como dicen en España: “eso no cuela”. O como decimos en RD: “ahí hay un maco”.
Al margen de sus intenciones ocultas o inconscientes (para que yo también sea psicoanalista), reconozcamos que un artículo crítico también ha de tener su propia belleza. Una necesidad de comunicación cubierta, de llegar a alguien que -del otro lado- lee confiadamente y, por lo tanto, se le debe una visión honesta, la más honesta posible. También un ritmo y una mirada objetiva que procure ayudarnos a revisar todos los recovecos de un texto, en el caso de La invención de la locura, literario. Es decir, es legítimo expresar lo que se razona, como es legítimo plantearlo tanto con un rigor metodológico como con la libertad expresa que nos permite la subjetividad. Sin embargo, ¿debe el crítico literario cruzar la línea roja de la vida personal para especular y machacar a la autora con un fin ajeno a lo literario? Es lo que ha parecido a la gran comunidad de escritores el señalado artículo crítico del Dr. Céspedes y me obliga a escribir este responso que debería ser innecesario. No me gusta escribir sobre poesía. Mi placer el leerla y mi necesidad escribirla.
Debo reconocer estar de acuerdo con el Dr. Céspedes sobre la economía del lenguaje. Pero por razones distintas a las que expuso en su artículo “Rosa Silverio: ¿A quién pertenece ese yo de tu poemario ´Invención de la locura?´”. El crítico enfatiza superficialmente ver sobrado un “que”. Y al margen de que le parezca que esté de más una conjunción o un pronombre demostrativo, un poema puede ganar riqueza `redondeando´ ciertos versos. La poeta dice: “Cuando una gata salta por la ventana/no hay vida que le quede en su peludo cuerpo/las siete se van en la ambulancia que se la lleva/y en el médico que certifica su muerte”. En “La gata salta por la ventana” (p. 31) percibo una imagen fuerte que pudo ser: “Cuando una gata salta por la ventana/no queda vida en su peludo cuerpo/las siete se van en la ambulancia que certifica su muerte”. Pero no ha de prevalecer mi edición, sino el ritmo y la intención de la poeta. Porque se puede hacer crecer a una poeta expresándole ideas sin crueldad y sin ridiculizar su trabajo, su persona y su familia.
Y todo cuenta, pues he leído poemas y poemas de amor, pero ¿es un `lugar común´ ver el amor de este modo?: “Este hombre que amo como a un ángel/este pájaro que canta/esta enorme estrella/se duerme por las noches como un feto/se duerme sin saber los secretos de su casa/no imagina mis purulentas infecciones/no imagina el deterioro de su loca/de esta mujer que él repite que la ama/cuando ella planea su muerte en la cocina/cuando ella se desangra a todas horas”. Ver “Este hombre que amo”, p. 26.
Cuando yo apenas tenía dos años, Diógenes Céspedes se doctoraba en Literatura General (Mención poética) nada más y nada menos que en Francia. Así que por razones cronológicas y literarias puede ser mi padre. Tiene una obra gruesa e importantes distinciones. Y la comunidad dominicana, como expresara el Dr. Jorge Pina, en calidad de psicoanalista y poeta, necesita que uno de los pocos críticos literarios con los que contamos, esté a salvo. Necesitamos tanto su buen juicio como que sea capaz de expresarlo de una manera sencilla, respetuosa y humildemente sabia. No necesitamos a un crítico que se pavonee con términos que pocos comprenderán y huelen a rancio. La crítica actual busca comunicar unas ideas que no aborden lo obvio o lo superficial. Necesitamos críticos que se metan en lo hondo, que se atrevan, que se arriesguen a apostar por lo que no parece, pero es. Y sin “mala leche”. Por ejemplo: en la primera y segunda parte del poemario, la poesía de Rosa Silverio no es impulsiva, es riesgosa, es auténtica, es descarnada y en su generalidad nos presenta una dolorosa visión de la vida, el universo de la casa colmado de monstruos, de amenazas latentes escondidas en lo que parecía lo más seguro e íntimo de un ser humano.
En su artículo el Dr. Céspedes indica, aludiendo a la autora: “El discurso poético de alguien que no sea loco corre el riesgo de quedarse en descripción o deseo de volverse loco sin estarlo”. ¿Qué es un estado de locura y quién lo determina? Definitivamente el crítico literario no está llamado a cuestionar la salud mental de Rosa Silverio o ¿no es posible que una persona viva escriba sobre sus muertes tanto físicas como simbólicas? Para mi propia locura, en el quinto párrafo el Dr. Céspedes hace una revelación ajena a la literatura indicando que es el “yo biográfico” de la autora quien toma Prozac, Trileptal y Seroquel. ¿En serio? No sabía yo que el Dr. Céspedes conocía los medicamentos que tomamos en la intimidad de nuestra casa.
En el sexto párrafo (porque es una detrás de la otra) expresa que Silverio intenta crear: “una historia del caos del yo biográfico, el que a nadie le interesa”, pero es que resulta que sí nos interesa la propuesta estética y temática de Rosa Silverio. Dentro y fuera de República Dominicana. Y solo quien ha estado allí, como yo, que he sentido la camisa de fuerza, que he abierto la pechuga de pollo pensando cuánto tardará el día en acabarse, puede saber qué tanto estos poemas repasan el dolor, un dolor moderno, más práctico que el de la Pizarnik y tan válido como el de Alfonsina Storni o Sylvia Plath.
Es también grotesco que el crítico literario citado se expresara de la siguiente manera: “Queda implícito que el padre quería un machito que fuera su espejo y heredero”. ¿Qué necesidad hay de invadir el ámbito personal de la autora y las especulaciones que hiciera sobre su padre? ¿O no sabe el Dr. Céspedes que el universo que nos es útil y ético es aquel la poesía presenta? ¿Qué representan sus símbolos? A Rosa Silverio no se le puede leer desde la superficialidad porque para ver la poesía hace falta mucho más que conocer de semántica o jugar a ser un psicoanalista que exponga públicamente opiniones irrelevantes al contexto literario. Por lo menos, él reconoce muy discretamente que Rosa Silverio es una combatiente que se revela ante el poder (poder que creo yo que simbolizan sus padres), pero su juicio no pudo alcanzar la gloria porque el mismo Dr. Céspedes lo mata cuando apunta: “Pero la forma de buscar el amor y el reconocimiento paternos refuerza el poder que Rosa Silverio combate y que cualquier otra criatura nacida con esta falencia enfrentaría, salvo trauma severo incapacitante”. ¡Oh, pero qué diagnóstico clínico!
Sobre el poema “Hematomas”, coincido con el Dr. Céspedes: percibo una voz rebelde ante una figura de poder (que pienso yo sería un símbolo escondido en la figura del padre y la madre). Pero también difiero, pues dudo que el poema reseñe lo obvio: creo que las referencias del poema indican que hay que meterse más profundo porque los símbolos religiosos reiterativos escapan de la intimidad del hogar y se convierten en opresivas figuras de poder. Ese poema no me habla de Rosa Silverio: me habla de todas las mujeres a quienes las religiones nos han sometido reduciéndonos a la actividad reproductiva, asqueándose de nuestra menstruación en la cual el yo lírico expresa: “le he orado a todas vuestras vírgenes/mientras me desgarraba y me hacía fuerte/y me volvía loca/una loca libre y pura/con todos mis hematomas”. Fundamentado en el mismo poema, una versión atrevida del Dr. Céspedes violenta nuevamente la línea que divide a un autor de su obra cuando dice sobre Silverio: “La cura sicoanalítica no le vendrá a la autora con estas descripciones sintomáticas, sino cuando el yo del impudor vomite a todo pulmón la herida narcisista que le infligieron ambos progenitores, pero, sobre todo, el padre”. Se le agradece el consejo, pero creo que es más propio que nos lo diga su psiquiatra con autorización de la paciente para hacer público el cuadro médico. El planteamiento del Dr. Céspedes, es puramente especulativo.
Mientras el Dr. Céspedes ve incongruencia en los bosquejos de desprecio hacia la filosofía para acabar en otro poema recurriendo a Platón, yo veo una contradicción válida. Un reafirmarse y anularse como parte de esa conclusión, porque no nos engañemos: en La invención de la locura el yo lírico de Rosa Silverio no está buscando nada. Ya buscó, nos dice, todo lo que tenía que buscar, creyó y renegó. Acudió al dios católico y sus rituales para encomendarle al hombre que ama, sin embargo, al final quien está a su lado no es el gran ojo que la mira, sino la enfermera dándole una pastilla. Y ella es sincera pues sobre la poesía confiesa: “Me resulta difícil recorrer sus profundos laberintos” (p.69). Y se nota ya en ese punto porque los poemas de la primera y segunda parte del libro presentan un lenguaje más poético para transmitir una mirada hacia la realidad que se plantea, sin embargo, la tercera es más explicativa. Y esta es la parte que coincide con un progreso en desesperación y descontrol: todo parece ser ya un caos, no metafísico o filosófico sino un estado de extenuación que se deja ver en algunos poemas que narran situaciones, pero no me parece que aportan una mirada acuciosa como lo consiguen los poemas que de la primera y la segunda parte.
Aunque hay más que decir, no tenemos más remedio que finalizar. Y para ello comparto lo que Joanna Russ nos cuenta en su libro Cómo acabar con la literatura de las mujeres (Ediciones Barret y Dos Bigotes) con la traducción de Gloria Fortún: “Al leer el libro de [Mary] Ellman [Thinking about Women]” una no puede evitar tener la sensación de que gran cantidad de críticos y escritores de los últimos años piensan que hay algo malo en el simple hecho de ser mujer”. O cuando dice (p.74): “Los tabúes siguen siendo los mismos, la obra de Plath es `confesional´, la de Allen Ginsberg no lo es”. Pero es que el Dr. Céspedes solo actúa según ha sido siempre, la literatura escrita por mujeres ha sido devaluada como un arte menor, sus temas señalados como del mundo cotidiano y doméstico, y es entonces cuando releo la p. 85 del último libro citado donde se nos alerta: “Para comportarse de forma, al mismo tiempo sexista y racista y además mantener el privilegio de la clase que se posee, solo hace falta actuar como requieren las costumbres, la normalidad, el día a día, incluso la buena educación”. Y he aquí la explicación de todo: el Dr. Céspedes sigue siendo un crítico culto y en su texto demuestra ser víctima de su tiempo, mientras que Rosa Silverio sigue siendo una voz que se impone y un camino que inicia. Su obra de lucha a muerte con la muerte y la locura que -como símbolo- azota a cada ser humano a su cuenta y riesgo, no me parece un grito de auxilio. Yo solo leo esperanza y fortaleza, intento sobre intento, en el incómodo goce de luchar contra las sombras.