Nací en Francia, hija única de padres originarios de Europa del Este, profundamente marcados por el nazismo y el bolchevismo a los cuales pagaron un pesado tributo.
Contrariamente a ellos y a sus angustias, al crecer quise convencerme de que el horror había quedado atrás y de que la humanidad solo podía mejorar. Los genocidios y las guerras raciales eran accidentes y habían desaparecido del horizonte o, por lo menos, así quería creerlo.
En esa época todavía no había entendido hasta qué punto yo estaba condicionada por mi pasado familiar. Me sentía protegida por mi nacionalidad francesa, mientras la memoria de los totalitarismos seguía completamente adherida a la piel de mis progenitores y pesó sobre sus vidas hasta sus últimos alientos.
De allí en adelante, la humanidad podía solo encaminarse hacia un futuro más brillante, amparada en la declaración de los Derechos Humanos, la recién creada ONU que remozaba a la antigua Sociedad de las Naciones, con fe en la democracia, el oprobio hacia el fascismo, el indetenible auge tecnológico y la constante mejoría del bienestar social.
Si bien hubo algunas turbulencias, como las guerras de Indochina y de Vietnam, la de Argelia, la guerra de los 6 días y la de Kippur, las guerras de Irak, Yemen, y algunas otras en África, sin olvidar el genocidio de los Tutsis, todas estas ocurrían en los márgenes del sistema mundial y podían ser consideradas como remanentes del sistema anterior.
Lo que contaba era mantener el equilibrio de la Guerra Fría. Sin embargo, con la caída del muro de Berlín esa teoría del equilibrio (precario, por cierto), parecía desembocar en un algo nuevo que algunos se atrevieron a tildar de “fin de la Historia”, el triunfo del capitalismo y el liberalismo económico, con su subsecuente pensamiento único.
Años después debemos constatar que tal fin de la Historia nunca existió, que nada es lineal y nada funciona como uno quiso o soñó, y que los instrumentos del progreso pueden ser también instrumentos de destrucción.
A mi gran pesar, vuelven a surgir, desafiantes, los fascismos más rancios, los supremacismos más agobiantes, las manipulaciones más repugnantes, el odio del otro, del que no se enmarca en mi comarca, en mi nación, en mi patria.
Fuertes, triunfantes, después de haberse preparado durante años en la sombra y acumulando capital en la tecnología, las criptomonedas, o la inteligencia artificial, el extremismo de derecha está cobrando fuerzas floreciendo en la tierra fértil regada por el neoliberalismo, de la mano del gran capital mundial, cuya responsabilidad es fundamental en el desgaste que acusa hoy el sistema democrático a escala planetaria.
Hoy en día nos reciclan ideas viejas como las del complot que nos acecha, la patria en peligro, la pureza de la raza, como si fuesen conceptos novedosos para luchar contra el estatus quo.
Se pretende que las cosas marcharán mejor imponiendo posiciones por la fuerza, al margen del derecho, incluyendo las reglas del derecho internacional, con los enormes peligros que tal pretensión y comportamiento pueden acarrear.
Las corrientes progresistas y democráticas en el mundo asisten con desconcierto a discursos que responden a una lógica casi olvidada y a la difusión de teorías que van en contra de valores universales que parecían haber sido asumidos por la mayor parte de las sociedades.
En este contexto, me pregunto, ¿dónde va la humanidad si no reconoce la gravedad del fenómeno del cambio climático cuando el tiempo ya está contado? ¿qué hacer en un mundo del que ha desaparecido el derecho internacional y donde los crímenes de guerra son recompensados?
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