“…es menos probable que un niño se infecte en el entorno escolar que en la comunidad”. – Anthony Fauci
Lo imposible es que nuestras aulas sigan vacías por mucho más tiempo, los niños y adolescentes sacrificados en el altar de nuestros hoy injustificados pavores pandémicos. Lo improbable es que recapacitemos a tiempo para evitar una catástrofe generacional, actuando con energía y convicción para remediar una situación que hemos prolongado por no valorar la educación adecuadamente ni respetar los hallazgos de la ciencia, que afirma: “…es menos probable que un niño se infecte en el entorno escolar que en la comunidad”.
Lo cierto es que debemos remover cielo y tierra para evitar la catástrofe generacional que significa prolongar sin horizonte el cierre de las aulas, esperando la salvación por vacunación para reabrir.
Como señalaba UNICEF hace meses en el documento Educación en pausa: “…y cada día que pasa con las escuelas cerradas se va dando forma a una catástrofe generacional, que tendrá profundas consecuencias para la sociedad en su conjunto.” En noviembre, UNICEF ya llevaba meses alertando sobre la necesidad de volver a las aulas y proponiendo medidas para mejorar la seguridad sanitaria en las escuelas en base a los últimos hallazgos de la ciencia. En un documento sobre el Marco para la reapertura de escuelas publicado el 30 de abril 2020, UNICEF, UNESCO, el Programa Mundial de Alimentos y el Banco Mundial habían declarado: “El cierre de escuelas en todo el mundo en respuesta a la pandemia de COVID-19 representa un riesgo sin precedentes para la educación, la protección y el bienestar de los niños.”
Desde la advertencia de UNICEF sobre el costo de mantener las escuelas cerradas han pasado muchos días, mejor expresado en meses. Nosotros seguimos esperando ser vacunados, o que “la positividad baje a 5% o menos en el país”, para permitir el retorno voluntario a las aulas, a pesar de tener protocolos de seguridad para los planteles escolares, propuestos en septiembre por un grupo de distinguidas educadoras criollas. Desde entonces se han multiplicado los daños colaterales del cierre de las aulas que serán difíciles de subsanar, mermando significativamente los futuros ingresos de los hoy estudiantes cuando formen parte de la fuerza laboral, y reduciendo su eventual contribución al PIB dominicano. Hoy somos más pobres por los efectos inmediatos de la pandemia sobre la economía, pero seremos mucho más pobres durante una generación por los efectos duraderos de los aprendizajes perdidos, si mantenemos las escuelas inoportunamente cerradas.
Al inicio de la pandemia, ante la falta de conocimientos sobre la naturaleza del novel coronavirus bautizado SARS-CoV-2 y la resultante COVID-19, se tomaron diversas medidas de emergencia, entre ellas higienizar las calles y espacios interiores así como a las personas con aspersiones químicas, práctica que descontinuamos después de pocos meses de ser alertados por la OMS y otras organizaciones internacionales de su inutilidad, y hasta probable perjuicio para la salud. En ese momento, en el Palacio Nacional se instaló un “túnel desinfectante”, anunciado con bombos y platillos como “una cabina o túnel de desinfección, en cumplimiento con el protocolo establecido por el Ministerio de Salud Pública para evitar la propagación del coronavirus”. Por suerte esa instalación y otras como la de la alcaldía del Distrito Nacional fueron desmanteladas en relativamente poco tiempo. Sin embargo, los operativos de aspersión de las calles siguieron durante meses después de la advertencia de la OMS, reportándose hasta al menos el mes de septiembre 2020. Entendemos que ya hace un tiempo han quedado suspendidos esos vanos esfuerzos por controlar la propagación del virus en nuestros barrios y pueblos. La mayoría de los dominicanos también hemos dejado de quitarnos la ropa y bañarnos al llegar al hogar para desinfectar con cloro los comestibles comprados en supermercados y colmados. Tampoco seguimos utilizando guantes desechables y caretas acrílicas protectoras para ir de compras. Hoy sabemos que nuestro mejor escudo para evitar el contagio consiste en el uso de dos mascarillas juntas y bien ajustadas, una desechable y otra de tela por fuera, el distanciamiento, el frecuente aseo de manos y la buena ventilación. Todas estas son lecciones aprendidas a medida que estudios científicos han ido descubriendo la forma de propagación del SARS-CoV-2 y cómo evitar el contagio, pues resulta que no se transmite exactamente igual que otros virus, como la influenza.
No ha corrido igual suerte la medida de cerrar nuestras escuelas, compartida con la casi totalidad de naciones azotadas por la pandemia en marzo del año pasado, siendo Nicaragua, Suecia y Taiwán notables excepciones a la regla. En pocas semanas empezaron a reabrir las escuelas en Dinamarca. Más cerca de nosotros culturalmente, Uruguay fue el primer país de América Latina en reabrir sus escuelas, comenzando en abril 2020 con las escuelas rurales de baja matrícula, a pesar de ser posiblemente el país latinoamericano con mejores condiciones para la educación a distancia. Podemos aprender mucho de la experiencia uruguaya en reintegrar escalonadamente durante varios meses las clases presenciales de manera voluntaria y con mucha prudencia.
Nosotros hemos quedado a la cola del concierto de naciones en cuanto a preparar el retorno a las aulas después del cierre al inicio de la pandemia. Seguimos rezagados aun con respecto a nuestros vecinos inmediatos, Cuba, Haití, Jamaica y Puerto Rico, este último con planes concretos de reiniciar la docencia presencial en marzo próximo.
No hemos evolucionado en nuestra comprensión del limitado riesgo que corren los docentes y estudiantes en las escuelas, y de los enormes perjuicios de mantener las escuelas cerradas. Los niños no son vectores importantes del SARS-CoV-2, como lo son de la influenza y otros virus, ni son sus principales víctimas. Los maestros no se contagian más en las escuelas que las demás personas en sus respectivos lugares de trabajo. De la experiencia catalana en su retorno a las escuelas después de Navidad, tenemos contundente evidencia estadística de este fenómeno del “bajo nivel de transmisión que se produce en los centros educativos”, reportado por El País recientemente. Eso no se sabía en marzo 2020, pero hace meses que se viene documentando. Y ya hay muchas experiencias que demuestran que la apertura de las escuelas con adecuados protocolos de seguridad sanitaria no ha sido causante de brotes epidémicos comunitarios. Según las recientes recomendaciones de la CDC estadounidense, hay evidencia sólida de que la reapertura de escuelas se puede hacer de manera segura para los estudiantes, los docentes y el personal de apoyo, sin necesidad de vacunación previa (aunque se recomienda como política pública dar prioridad al personal escolar por la importancia de mantener este servicio abierto, no por la peligrosidad de la docencia como ocupación).
Abrir las escuelas para las clases presenciales de la manera más segura y rápida posible, y mantenerlas abiertas, es imprescindible dados los muchos beneficios de la educación presencial. Nadie pretende que de repente se abran todas las escuelas a tiempo completo sin importar las condiciones de cada plantel y la comunidad circundante, precisamente por eso urge iniciar el proceso recorrido por países como Uruguay y Jamaica con protocolos apropiados a sus circunstancias, para solo citar dos ejemplos de países en diferentes etapas de reapertura escolar.
¿Seremos los dominicanos capaces de trabajar en equipo para evitar una catástrofe generacional por el cierre prolongado de nuestras escuelas?
Si bien estamos rezagados en la ineludible tarea de volver a las aulas, debemos mirar atrás solo para coger impulso, aprendiendo de las mejores prácticas de los vecinos, pues no tenemos tiempo para discutir ni lamentar el pasado. Lo que tenemos que hacer es trabajar en equipo para recuperar los aprendizajes rezagados, sobre todo de los niños y jóvenes más afectados en su desarrollo integral por la pandemia, devolviendo a nuestros niños la alegría de volver a la escuela antes de que el cierre de emergencia cumpla su primer aniversario.