Murió mi tío Germán a los ciento cuatro años. La última vez que estuvimos juntos había sobrepasado, lúcido, el centenario. En esa ocasión me permitió grabar nuestra conversación. Yo le hablaba fuerte al oído, y el narraba anécdotas con toda naturalidad. Fue un intercambio excepcional. Hizo galas, como de costumbre, de una memoria excepcional. Se regustó evocando con humor y pinceladas eróticas episodios de su biografía. El pasado mes nos dejó, sin cesar de estar atento al presente y sin olvidar el pasado.

Reproduciendo la grabación, escuchamos a un hombre joven, amante de la vida y sus placeres, y no al anciano que era. Fue una conversación inolvidable, queda en mi memoria y en la de mi teléfono celular como un entrañable paradigma de ese “élan vital”del que habló el filósofo francés Bergson.

De conformación atlética, alto, nariz singular y refinada; labios serios y lineales, mentón cuadrado. Atractivo, rudo y varonil. Mantenía el ceño fruncido y postura antipática. En un primer encuentro, resultaba hostil. Dejaba escapar unos aires de amargura a través de un gesto de desdén, que era muy suyo.  (Con el tiempo concluí que ese mohín desdeñoso emanaba de la tragedia vivida durante su   niñez).

Aquel desplante cariacontecido era postura, cuestión de que nadie le viniera con pendejadas a importunarlo. Pero bastaban unos minutos con él para que bajase la guardia, mostrándose cariñoso, ameno, familiar, y dispuesto a compartir humoradas y tragos con quienes cuidadosamente había escogido estar. Autoritario y moralmente rígido, tuvo bien definidas las fronteras de lo bueno y lo malo.

Contaba mi abuela que no durmió esa noche, preocupada por el más tremendo de sus varones, Germán, que salió a pescar por la tarde y no llegaba todavía. Vivían a metros de la playa y ese día el mar estaba bravo. A las tres de la madrugada escuchó, envuelto en la oscuridad, un grito desde el mar. Al tercer grito, reconoció la voz del hijo y salió a esperarlo al balcón. La pequeña yola de pesca había zozobrado, y él pudo nadar hasta la orilla.

El Atlántico era su elemento natural, allí pescaba, nadaba, y se enfrentaba a panqueadas en la Poza del Castillo. Era un muchacho del litoral, que igual que su amigo Juan Lockward, nació “…a la orilla de la mar, en la falda de la loma, lo arrullaron las plácidas palomas, el cantor de un arroyuelo, y la brisa del palmar…”

Apenas terminando la adolescencia y, sin decírselo a nadie, abordó un yate en el muelle en función de amante de la dueña de la embarcación… y de otra pasajera. A pocas semanas de llegar a Puerto Rico, ambas descubrieron el doble juego y le echaron a la calle. La circunstancia le impuso trabajar de ayudante de mago en un circo. Allí fue a buscarlo un hermano de su padre, y lo trajo de vuelta a casa. Esas y muchas de sus aventuras juveniles han formado parte de nuestra historia familiar por tres generaciones.

Su amor por la entrañable tía Margot le llevó al altar y a colgar los guantes de Don Juan aventurero. Y digo colgar los guantes, porque también hizo pinitos como pugilista aficionado. Se dedicó con devoción a la esposa, a sus hijos, y al trabajo.

Como representante del ron Brugal, viajó toda la república, conociendo gente sin reparar en clases sociales; lo mismo contaba anécdotas de cabaré como de las más encopetadas señoras. Desde Pedernales a Samaná todos le recordaban con cariño.

Fue perdiendo amigos sin quererlo: a ellos les derrotaba el tiempo, mientras que Germán Brugal Mateos les ganaba año tras año. Consciente y orgulloso de que le tumbaba el pulso al calendario, exclamaba: “Qué te parece, son ciento dos, carajo, y estoy bastante bien…”

Pescó hasta que pudo, enseñándoles a sus hijos y a sus sobrinos el arte de la carnada y el cordel.  Asimiló el golpe de la viudez arropado por el cariño de su familia, y el cuidado infatigable de su hija Sarah Inés.

Me parece que hasta los 98 siguió jugando dominó en el club Naco, queriendo más a sus compañeros de mesa que al mismo juego. Rechazó sin ser indiferente los asuntos políticos; comentando indignado y con frecuencia el latrocinio extremo al que han llegado nuestros gobernantes.

Un buen hombre. Inteligente. Su obsesión nunca fue el dinero sino acumular una espléndida fuerza vital, haciéndose con la fortuna de haber vivido sin mucho dolor y lucidez hasta los ciento cuatro años.