La corriente realista en literatura cuenta notables novelas desde las primeras publicadas en España hasta nuestros días. Aunque han transcurrido casi dos centurias desde su gestación, esta importante dimensión del arte verbal sigue presente en algunos de nuestros autores, incluso con características similares a la narrativa del clásico novelista español Benito Pérez Galdós.

Estamos ante una tendencia en la que se transforma lo más absurdo y cruel de la vida en estética verbal.  Es precisamente esa facultad de convertir la fealdad en hermosura lo que facilita, en la obra, el estudio de las ideologías ocultas tras el velo dramático y ficticio de la literalidad.

El laureado lingüista, narrador, crítico y poeta dominicano, Manuel Matos Moquete, es uno de los autores nacionales que cuenta con varias novelas enmarcadas en la corriente realista. En el atascadero (Premio Nacional de Novela, 1986), verbigracia, es una auténtica y bien lograda producción a la que no todo lector tiene acceso, debido a la sublimidad metafórica que reviste su trama.

Salvo error de mi parte, esta premiada novela constituye el punto de partida del autor para continuar con una secuencia que incluye relatos inspirados en acciones circunscritas a los revolucionarios cubanos y dominicanos, la Guerra de Abril del 65, las polémicas relaciones dominico-haitianas y vestigios de la dictadura, etc. Resuenan los siguientes títulos de otras de sus novelas realistas, amén del mencionado: Dile adiós a la época, La avalancha, El regreso de Plinio el mesías, Larga vida, Los amantes de abril, entre otras.

Sin embargo, de todas las novelas de nuestro autor, me ha impresionado recientemente La avalancha (2006) porque constituye una narrativa que desborda los límites del realismo para conmutar en un hiperrealismo que sólo puede ser superado por la propia realidad. Hasta los signos pornográficos son reinventados con total crudeza; tanto, que un sujeto lector sensible pudiera introducirse en la escena para actuar tan brutalmente como los actantes.

Estamos, pues, ante una prosa dinámica de oraciones precisas, ni muy breves ni muy extensas.

Se trata de una narrativa impresionante, no sólo por el dinamismo y la elocuencia que instilan sus enunciados metaforizados, sino por el retrato cuasi objetivo que el narrador hace del submundo en el que conviven los inmigrantes haitianos con los dominicanos; en el contexto de la mano de obra ilegal, del comercio, del contrabando y, en sentido general, de la cotidianidades haitianas.

La narrativa incluye detalles muy específicos de la cultura haitiana, entre los que destacan: ritos religiosos, bellas artes, artes culinarias, prácticas mágico-religiosas, semiosis fúnebre y el pensamiento estereotipado entre ambos pueblos, etc.

Estamos ante un narrador omnímodo que concibe un relato para transfigurarse en permafrost literario de un lingüista, antropólogo y sicólogo que, tácitamente, ofrece aspectos de la convivencia entre haitianos y dominicanos; detalles que pueden escapar a cualquier lector que adolezca de la condición de haber nacido y crecido en terreno fronterizo.

El título, La avalancha, responde a una supuesta fuga masiva de haitianos de una cárcel de ese vecino país. Dicha fuga permitió la llegada de un sinnúmero de antisociales, quienes se ubicaron en un barrio pobre de la capital dominicana. El grupo debió estar compuesto por sicópatas, violadores, narcotraficantes, atracadores, enfermos sexuales, homicidas, genocidas, ladrones, mitómanos, cleptómanos, ninfómanos, etc; ya que el principal signo verbal que identifica dicho sector se expresa mediante los sustantivos comunes: sordidez, hechicería, prostitución, atracos, narcotráfico, orgías y otros delitos espeluznantes.

La semiosis olfativa del relato se subsume en el hedor que despide la orina, el semen, las heces defecadas en las calles y en la pared del barrio, así como en el hedor que despiden los cuerpos de los obreros haitianos, como consecuencia de una capa cuasi gelatinosa, cual perpetua ausencia de agua y de jabón en su piel denuncia.

Los inmigrantes haitianos reproducen las malas prácticas que lo llevaron a la cárcel. Por eso, son muy comunes las noticias sobre crímenes, asesinatos, violaciones, robos, etc. Los dominicanos afectados por la invivible anarquía tal vez piensan que esa avalancha de antisociales conforma tan solo una muestra del universo haitiano.

Pero no todo en la novela es sordidez, hedor y dolor. Y, por supuesto, no todos los haitianos que emigran son delincuentes. El narrador le da vida a Irene, una joven estudiante de arquitectura, cuyo padre, a la vez, era un importante arquitecto haitiano que residía en Francia. El narrador coloca a los narratarios frente a dos clases sociales radicalmente opuestas. La primera constituye la más baja representación de la miseria humana, mientras Irene representa la clase burguesa.

Irene no era una mujer común y corriente. Su cuerpo despampanante era deseado por el Ingeniero Santillana, un hombre dominicano de origen español, quien se enamoró hasta la saciedad de Irene. Él logró hacerla suya por el resto de sus días.

Aparentemente, el placer que le daba era superior al de todas las mujeres que a la sazón habían pasado por su lecho. Ella era vista como mujer negra, haitiana, pero hemos de imaginar que usaba buen perfume, hablaba buen francés, además de creole; partiendo de su estatus social. Aún así era despreciada por la familia Santillana y por los prejuiciados socios comerciales de su amante.

Dentro de la simbología de la mujer haitiana de clase alta, el narrador presenta al menos cuatro imágenes masculinas que operan en función de la construcción de Irene como actante femenina. El primer cuadro corresponde al hombre que le gustan tanto las mujeres que logra ganarle a la presión social estereotipada.

El segundo corresponde al hombre que aunque le gusta la hembra, termina vencido por el qué dirán. El tercero representa a hombres haitianos y dominicanos obreros, a quienes les gusta la hembra, pero su posición social les impide conquistarlas. El cuarto cuadro corresponde a un hombre homosexual, quien desprecia a Irene, no porque sea haitiana, sino por el hecho de ser mujer.

La narrativa completa de esta novela está permeada por la relación de Irene con el primer tipo de hombre, personificado en la diégesis del Ingeniero Santillana. El segundo tipo corresponde al Joyero, le gustaba Irene, pero por el hecho de ser haitiana no la conquistó.

El tercero corresponde al conjunto de obreros haitianos y dominicanos, quienes aparentemente se masturbaban al recordar el tongoneo de los bustos y glúteos de la bella Irene. Y el último era Manuel, arquitecto que la odiaba, aparentemente, porque la hermosa chica se había convertido platónicamente en su competencia.

El ingeniero Santillana salió ganando y la clave de su triunfo se subsume, a mi juicio, en tres condiciones notorias en la narrativa. Le gustaban las mujeres hasta la saciedad, tanto que el narrador llega a compararlo con un macho cabrío. No obstante, tal vez dicha comparación no sea la más exacta. Si tomamos en cuenta el cuadro que configura la dotación viril del ingeniero Santillana, hubiese sido más exacto atribuirle los motes de un arrecho e intenso caballo encantado.

Segundo, era un hombre medianamente culto, educado, por lo que los estereotipos no frenaban su ímpetu sexual. Tercero, se perciben en él ciertas cualidades como la humildad, sobre todo, porque estuvo dispuesto a aprender creole, en clases coordinadas con los truquitos cocomordánicos que practicaba con Irene. Por ello, los principios de neurociencias relativos al aprendizaje de una lengua extranjera, en coordinación con los movimientos sensomotrices, relucen en esta llamativa escena.

La novela contiene una crítica social entramada en su narrativa. Ese discurso no proferido por el personaje narrador refiere a haitianos que conviven con dominicanos en situaciones comunes de exclusión social, logrando, incluso, construir una lengua distinta al español y al creole (el creñol). Se colige, entonces, la forma en que la condición humana une a los dos bandos en un mismo fin: Subsistir ante el hambre, la miseria, la delincuencia y la insalubridad, etc.

Una segunda denuncia inusitada tiene que ver con la esfera de ilegalidad que permea las acciones de los actantes. La violación de la ley sirve al ingeniero Santillana para contratar mano de obra barata, con el consentimiento del Capitán, personaje que representa a los funcionarios públicos.

El capitán constituye la imagen viva de quienes deben fiscalizar, perseguir y velar porque se castigue a los criminales. Sin embargo, ese capitán es un corrupto, puesto que se deja sobornar y acepta las mentiras del Ingeniero a cambio de un plato de tostones con salami y chicharrón de cerdo, infiero.

La trama completa recrea anomia social, como consecuencia de las debilidades institucionales de ambos países. Obviamente, la migración no es tema principal de la narrativa, sino detonante de la trama que trasladó todo su campus narrativo a un barrio capitaleño de extrema pobreza.

En la narrativa, la comisión de delitos por parte de haitianos y dominicanos no obedecía a su nacionalidad, ni a su color de piel, mucho menos a su religión o a su idioma. Más bien, eran delincuentes. Y la delincuencia no tiene nacionalidad, ni idioma, ni religión, ni color de piel, ni pobreza, ni riqueza. En cambio, Irene y Santillana formaron una familia porque eran personas educadas, no eran excluidos sociales, ni económica, ni educativamente. Por eso, comprendieron que las diferencias fenotípicas y genotípicas representaban solo variedades interesantes de la raza humana.

El narrador da vida a víctimas de la corrupción institucional de ambos pueblos; víctima de la impunidad, víctima de la complicidad y falta de control fronterizo, víctima de la falta de consciencia ciudadana; víctima de la misma sociedad, de la historia y de los malos funcionarios que han gobernado nuestros pueblos, con honrosas excepciones, tal vez.

En consecuencia, reluce en la narrativa la idea de que la lucha de los dominicanos no debería ser contra las víctimas de la corrupción haitiana, sino contra sus victimarios y contra nuestros victimarios dominicanos; contra quienes se roban las oportunidades del pueblo llano. Esos son los auténticos responsables de la exclusión extrema. El llamado del narrador-autor, entonces, parece ser el siguiente:

“No te dejes engañar, pueblo mío, los haitianos obreros no son tus enemigos. Ellos son sólo las víctimas, como tú y como yo, de la corrupción administrativa y de la impunidad de sus gobernantes”.

Un paralelismo interesante se vislumbra entre el edificio de diez pisos y los amores del ingeniero Santillana e Irene. Se pretendía mudar a la gente del barrio para ese gran inmueble. El propósito era crear el pequeño Bronx del Caribe. Ahora bien, cuando se completaron los diez pisos, la relación amorosa entre Irene y el Ingeniero estaba bien consolidada. Era tan evidente la bonanza, que el edificio fue llevado a quince pisos, de manera que no se quedara nadie sin un apartamento, sin importar que fuera dominicano o haitiano.

El paralelismo entre el edificio y los dos amantes constituye una macrometáfora que refiere a lo fundamentalmente necesario de la legalidad para la construcción de un estado democrático y de derecho. Sin sistema jurídico fuerte y sin sistema de consecuencias no hay democracia que funcione como tal.

Estamos, pues, ante una prosa dinámica de oraciones precisas, ni muy breves ni muy extensas. Esa característica facilita la ilación del relato. Si algún aspecto pudiera enmendarse, desde mi posición de simple y esforzado lector, sería cambiar el tipo de letras. Las mismas son comunes en textos infantiles, niños que tendrán que esperar más de una década para poder disfrutar el placer que reluce del sistema metafórico que literalizan todo el relato.

Definitivamente, esta interesante novela reivindica el importante rol que desempeñan los aparatos ideológicos y represivos de un estado para establecer el orden y el clima de armonía y sosiego en una sociedad. Tal vez por eso el ingeniero Santillana practicaba pequeños actos de corrupción, consistentes en soborno, porque al parecer el aparato ideológico familiar no lo dotó de ética personal y de compromiso ciudadano.

Este es, en parte, el resultado de mi lectura a una de las más representativas novelas de nuestro autor. Nada de lo que he escrito más arriba se asemeja a la obra. Se trata sólo de mi lectura y esta novela hiperrealista soporta varias lecturas. Ojalá y pueda ser leída y dramatizada en nuestras aulas. Ojalá y los guionistas y cineastas dominicanos también la lean. Sería una gran oportunidad para introducir contenido al natimuerto cine dominicano, el cual lo reclama con voces improperadas.

Matos Moquete, Manuel (2006) La avalancha. RD: Editorial Búho. 127 pp.

Gerardo Roa Ogando en Acento Cultura