En su acepción moderna, la democracia no se limita simplemente a ser la regla de la mayoría. Se refiere, más bien, «a un sistema político que combina un gobierno representativo y responsable con los derechos fundamentales, el Estado de Derecho, los frenos y contrapesos, una administración imparcial y medios para el compromiso participativo y la discusión pública abierta»; «democracia» también significa hablar de diferencias de intereses y opiniones (International IDEA). En consecuencia, la «simplificación del sujeto democrático» o del pueblo «como una entidad con identidad única» conlleva una equiparación incorrecta de la noción de «mayoría» con la idea de «democracia», al tiempo que ignora que la ciudadanía es, en realidad, «un ente político complejo, donde existen múltiples formas de relaciones de poder, ideologías e intereses» (Sued y Morel).
Por consiguiente, la construcción de una ciudadanía activa en el ejercicio democrático solo es posible cuando el tejido social en el que se desenvuelve es capaz de absorber los complejos y dinámicos procesos de integración social a los que están continuamente sometidos los Estados. Este tipo de integración persigue la aceptación de las minorías y los grupos vulnerables o desfavorecidos de la sociedad en aras de proteger su dignidad y mejorar su calidad de vida (Durkheim). Se trata, además, de una figura que se desprende de la idea de cohesión social, intrínseca a los derechos, deberes y obligaciones consagrados en nuestra Constitución y, en consecuencia, pilar y guía del ordenamiento, conforme hemos subrayado en publicaciones anteriores.
La protección cabal de este tipo de integración requiere de políticas públicas especialmente diseñadas para el permanente reconocimiento y garantía -a nivel social, político, jurídico e institucional- de la diversidad, el multiculturalismo y el pluralismo que permea toda sociedad contemporánea, incluyendo la de la República Dominicana, así como de la igualdad social y cultural y de la cláusula general de libertad que nutren al resto de los derechos fundamentales. Ello pretende impedir aquellas actuaciones u omisiones de los poderes públicos que desencadenan, directa o indirectamente, procesos de exclusión social que se convierten, a su vez, en mecanismos de marginación, fragmentación o polarización o que recrudecen los existentes.
Por tanto, cualquier norma, política, posición o decisión que emane de los operadores del sistema debe estar encaminada a fomentar la integración y con ello generar un sentimiento de comunidad, solidaridad, convivencia y aceptación de los distintos espacios humanos que concurren dentro del Estado. Pues aquel donde exista un alto nivel de relaciones asimétricas o desigualdad subyacente -social, económica o de cualquier otra índole- es incapaz de afrontar adecuadamente los cambios sociales y generacionales propios del devenir del tiempo o de responder a los continuos retos democráticos que resulten de estos.
Así las cosas, el avance socio-político, el desarrollo económico, la materialización de la cohesión social y la concretización de los ideales constitucionales para alcanzar el interés general como bien humano básico requiere reconocer proactivamente el valor de cada persona y de cada grupo al que pertenece en el proceso de perfeccionamiento del Estado. Por ende, hay que evitar que en el ordenamiento se active una especie de «sistema de castas» que divida a sus habitantes conforme al mayor o menor nivel de derechos que el sistema les reconozca; invalidando así sus identidades y minimizando la esencialidad de su rol en el fomento y fortalecimiento de la cultura democrática de la sociedad.
Para ello, el Ejecutivo, los legisladores, los jueces, los funcionarios y servidores, así como cada uno de nosotros, de manera individual y, paralelamente, como miembros de distintas colectividades a la vez, debemos actuar con inmediatez, ser partícipes dinámicos y diligentes en la institucionalización del Estado y en la realización del programa constitucional de lo que este debe hacer. Y es que los intereses de libertad e igualdad de cada persona no se encuentran amenazados únicamente por peligros que se originan en el seno del Estado, sino también entre las personas, razón por la cual los derechos fundamentales regulan tanto las relaciones públicas como las relaciones entre particulares (Borowski). Ergo, ya no es una opción viable permanecer en los márgenes y alimentar con nuestro silencio un status quo ajeno a las diversas realidades que existen dentro del Estado.