En sus inicios la Constitución no se concibió como la ley fundamental de un Estado ni se definió a partir de los elementos con los que hoy se identifica. Se moldeó, más bien, en atención a la organización política; en cuyo sentido la encontramos en la Grecia y Roma antiguas. No es hasta las revoluciones burguesas del siglo XVIII que surgen las primeras cartas constitucionales en los términos conocidos. Estas reflejaban el pacto social suscrito entre el soberano y sus súbditos sobre la organización del Estado y el reconocimiento de los derechos individuales. Con ello se trataba de asegurar cierta estabilidad en la nueva dinámica política, así como en los procesos de integración y formación de unidad que surgieron como respuesta a la reconfiguración del Estado.

El devenir del tiempo ha cambiado poco la esencia de este primer objetivo del constitucionalismo, pues su acepción contemporánea concibe la Constitución como el mecanismo a través del cual se regula la producción jurídica y la estructura, competencias y procedimientos de las instituciones estatales, al tiempo que existe en el sistema como fuente directa de los derechos y libertades fundamentales y factor de legitimación del sistema y de integración de grupos sociales (Aja). Así las cosas, la Constitución ya no incorpora únicamente la concepción política de lo que el Estado debe ser, sino también el programa de lo que debe hacer (De Otto).

Estos elementos se encuentran ampliamente reflejados en nuestra carta constitucional. Esta, desde su Preámbulo, indica que su finalidad es establecer una república «libre, independiente, soberana y democrática» cuyos valores supremos y principios fundamentales son, en tanto esenciales para la cohesión social, «la dignidad humana, la libertad, la igualdad, el imperio de la ley, la justicia, la solidaridad, la convivencia fraterna, el bienestar social, el equilibrio ecológico, el progreso y la paz». Aquí se evidencia la herencia iusnaturalista que aún permea al constitucionalismo, así como el romanticismo que acompaña al pensamiento de tinte utópico propio del poder constituyente.

El problema radica en que la consecución práctica de este ideal máximo -al que, como sociedad, abnegadamente debemos tratar de alcanzar- dista marcadamente de la ilusión teórica. Día a día lo evidenciamos, por mencionar algunos ejemplos, en la indiferencia a las garantías procesales cuando se encarcelan personas sin que haya mediado procedimiento alguno, en los altos índices de pobreza producto de la inequidad distributiva de los recursos estatales, en los ataques frontales al pluralismo social, o en la potenciación de las desigualdades existentes.

No obstante, el texto fundamental -distinto a las primeras constituciones liberales- consigna un imperativo concreto para que el Estado intervenga en la materialización real y efectiva de lo allí consignado; encomendando a sus poderes públicos a remover los obstáculos que impidan la manifestación plena de la libertad y la igualdad o dificulten la participación de todos en la vida política, económica, cultural y social (Alzaga Villaamil). Para ello los valores y principios antes mencionados buscan guiar al legislador cuando dicta una ley y al juez al aplicar e interpretar el Derecho. Por su parte, el catálogo de derechos y libertades fundamentales juega un rol multidimensional, prominente e influyente en el ordenamiento debido a su naturaleza intrínsecamente evolutiva, lo que le permite responder a las realidades y retos de una sociedad cada vez más plural.

En el Estado constitucional contemporáneo, se replantea la dinámica de decisión política entre las instituciones y se cuestiona la legitimidad de quienes toman decisiones, máxime cuando se dejan fuera los intereses de quienes no hacen parte de la mayoría. En el Estado democrático de Derecho la norma jurídica se reconoce a partir de su vigencia y validez, es decir, de acuerdo con lo que disponga la Carta Sustantiva, el legislador o la voluntad de las partes, siempre y cuando estos últimos no sean abiertamente contrarios al sentido de humanidad. Por último, en el Estado social se procura la remoción de desigualdades, el establecimiento de un régimen de participación ciudadana y la garantía de una igualdad real y material a través del fomento de la libertad, la justicia, la seguridad, los servicios públicos, los derechos fundamentales y las garantías del debido proceso. Estos constituyen preceptos básicos para toda sociedad, intrínsecos a la noción del bien común y esenciales para el fortalecimiento de la idea de solidaridad y la adecuada convivencia e integración social.

Visto así, el «Derecho», para reconocerse como tal, requiere de un mínimo de validez que dependerá, a su vez, de si cumple con ciertos parámetros -como la justicia, la equidad o el respeto a la dignidad humana-. Ello obedece, recordando a Radbruch o a Finnis, al hecho de que la consecución de una sociedad justa es el objetivo final del Derecho en la comunidad. Por ello, la Ley Fundamental dominicana prevé las bases precisas para alcanzar el deber ser allí consignado, iniciando con la cohesión social a la que hace referencia su Preámbulo. Esto requiere encarar de frente, con los recursos necesarios y una inquebrantable voluntad política, las brechas que alimentan la exclusión social por medio de mecanismos para la inclusión (Cepal). Solo así será posible crear un sentido plural de pertenencia de los individuos a la sociedad, configurar un mínimo vital de existencia compatible con la dignidad humana y dotar de legitimidad al Derecho.