Un día mi padre llevó a “Papancho” al médico porque este se quejaba de fuertes y prolongadas molestias en la garganta. Cuando regresaron de la clínica, mi padre me dijo que tres días después yo debía volver con mi abuelo en procura de los resultados de unos análisis que habían mandado a hacerle a éste a La Vega. Así que tres días después, como a eso de las diez de la mañana, Don Pancho y yo estábamos sentados en un amplio sillón en el referido centro de salud, en espera del médico que lo había atendido. Pronto el doctor salió de su consultorio, nos saludó con rostro sereno y le dijo a mi abuelo que todo iría bien, y también le dijo que por favor esperara que él necesitaba hacer un aparte conmigo para explicarme en detalles cómo debían ser aplicados los medicamentos que le prescribiría para corregir la dolencia.

El doctor me hizo entrar y sin preámbulos me dijo que los resultados de los análisis habían arrojado que el abuelo padecía de un cáncer de garganta en etapa terminal y que probablemente al enfermo no le quedaban ni seis meses de vida.

Tuve que hacer un gran esfuerzo para sobreponerme momentáneamente de aquella conmoción que de repente había derribado en mí todo lo que entendía valía algo en la vida. Yo tenía alrededor de veinte años y había conocido el rostro de la muerte en parientes cercanos y queridos, pero nada para mí podía alcanzar dimensión tan dolorosa como la conciencia de que mi abuelo estaba a punto de morir, de que la muerte era una realidad que no lo excluía.

Cuando estábamos frente a la residencia del doctor Balaguer a mí se me ocurró decirle: “Mire “Papancho” ahí vive Balaguer.”

Él, volteando el rostro con acentuado gesto de molestia, simplemente me dijo: “¡No me interesa, no me interesa!”

Compuse mi rostro de turbación y serené mi impulso de llanto para mentir de forma más convincente. Salí, y ante la pregunta de “Papancho” acerca de lo que me había dicho el médico, le contesté con toda normalidad que el doctor me había señalado que todo estaba normal, que las molestias cesarían con los medicamentos que le había recetado, siempre que lo tomara todos y a la hora indicada.

Recuerdo que guardó absoluto silencio, y en el trayecto de regreso apenas pronunció algunas palabras que he olvidado, tal vez porque toda mi atención reposaba en la inminente fatalidad. Desde que llegamos llamé aparte a mi padre y le conté todo. Horas después yo escucharía a mi abuelo decirle a mi padre : “Yo me preocupé cuando el médico llamó a Martín, pero Martín me dijo que el doctor le había sasegurado que todo estaba bien.”

Luego vendría la agonía, entre ella los viajes al Instituto Oncológico de Santo Domingo. Recuerdo en especial aquel viaje de ida en el que, como siempre, pasábamos por la avenida Máximo Gómez.

Cuando estábamos frente a la residencia del doctor Balaguer a mí se me ocurró decirle: “Mire “Papancho” ahí vive Balaguer.” Él, volteando el rostro con acentuado gesto de molestia, simplemente me dijo: “¡No me interesa, no me interesa!”

Esa noche yo amanecí junto a él en el Instituto Oncológico. Recuerdo que lo escuchaba hablar con optimismo de su pronta recuperación y esperanzado en que algunas desgracias familiares tendrían solución. Yo guardaba silencio al tiempo que leía La novela Latinoamericana en víspera de un nuevo siglo y otros ensayos de Alejo Carpentier, libro que me había prestado Gustavo Olivo Peña y que me abriría un gran horizonte de referencias literarias e históricas que marcarían para siempre mi vida

Una mañana luminosa, irónicamente muy parecida a aquella en que “Papancho” me prometió los seis pesos para comprar los zapatos, yo acarreaba y astillaba leña junto a otra persona cuyos nombre y rostro ahora no recuerdo, cuando nos llegaron los primeros llantos que indicaron que el abuelo había dejado de existir. Solo recuerdo que mi acompañante y yo nos miramos de frente, como asombrados ante algo que parecía increíble, pero no puedo memorizar cuál de los dos fue el que dijo: “¡Ya se murió!”.

Como mi abuelo pertenecía a la selecta estirpe de los que vedaderamente supieron amar, quiero citar para él, porque creo que bien les encajan, aquellas palabras del inmenso José Martí: “Los hombres no mueren cuando cesan de ser, sino cuando dejan de amar”.